jueves, 24 de febrero de 2011

"1984" (Lorin Maazel) - Palau de les Arts - 23/02/11


He dicho ya en varias ocasiones, y hoy considero especialmente necesario volverlo a repetir, que cuando efectúo crónicas de funciones operísticas en este blog, tan sólo pretendo reflejar mi particular opinión acerca de lo que he visto y escuchado y, a partir de ahí, intercambiar impresiones con quienes tengan la paciencia de leer las mías y el ánimo de escribir las propias, para enriquecer mi visión con la de los demás, aunque sean completamente dispares. En ningún caso es mi intención sentar cátedra, dar lecciones a nadie, ni investirme con la verdad absoluta. Es tan sólo, repito, mi opinión personal, pero no más válida que la que pueda tener cualquier otra persona.

Hecha esta previa declaración de intenciones, que espero se tome en consideración, os cuento que ayer asistí en el Palau de les Arts al estreno de “1984”, la ópera compuesta por Lorin Maazel, con libreto de J. D. McClatchy y Thomas Meehan, basada en la novela de George Orwell, y que cuenta con el morbo añadido de ser la última que el maestro francoestadounidense dirigirá desde el foso de Les Arts, poniendo así fin a un ciclo de cinco años en los que ha ostentado la dirección musical del coliseo valenciano y durante los que nos ha hecho disfrutar de noches inolvidables.

Y la noche de ayer también será inolvidable para mí. Aunque en esta ocasión por haber asistido a una obra que, musicalmente, me pareció un pestiño de proporciones ciclópeas, y desgraciadamente, tardaré mucho tiempo en apartarlo de mi memoria.

Dijo Lorin Maazel, con motivo del estreno mundial en Londres de esta obra en 2005, que su partitura es "caleidoscópica, panorámica y multifacética" (sólo se le olvidó añadir, como Súper Ratón: “y no olviden supervitaminarse y mineralizarse”). Desde luego hay que dar la razón al maestro. El único problema es que, en esa indudable variedad, la originalidad brilla por su ausencia y, lo que es peor, la sensación de “pastiche” es demasiado flagrante.

La atonalidad y las disonancias hacen acto de presencia en la obra, aunque sin demasiada agresividad, como si el compositor no se hubiera atrevido a zambullirse de lleno en ellas, pero sí lo justo para que este “1984” suene a “moderno”. Y, junto a eso, encontramos armonías y momentos melódicos con los que parece decirnos: “esto para que veáis que si me pongo a escribir más clásico también lo sé hacer, pero los compositores contemporáneos no podemos caer en estas ordinarieces”.

Si alguien se aburre durante la representación, cosa nada descartable, yo le aconsejaría un juego bastante entretenido que yo mismo practiqué para vencer el sopor: intentar ir descubriendo qué compositores podemos identificar a lo largo de la obra. Tenemos momentos en los que podemos “escuchar” a Bernstein, Weill, Gershwin, Britten, Berg, Puccini, Strauss, referencias al jazz clásico, a Broadway… pero el problema es que en ese revoltijo de morcillas con bacalao, yo no pude apreciar ni coherencia ni una pizca de personalidad creativa.

Encontré además el discurso musical concebido por Maazel más plano que el encefalograma de Belén Esteban, con una línea monótona, carente de tensión, y un patente desajuste entre la fuerza dramática de la escena y su soporte musical, que, al menos a mí, no consiguió transmitirme emoción alguna y que sólo encontré acoplada al drama en dos o tres ocasiones puntuales. A veces daba la sensación de que estuviese desarrollándose una obra de teatro sobre el escenario y en el foso hubiese unos músicos infiltrados ensayando, haciendo ruido sin ton ni son, molestando a los actores.

Y que conste que mi crítica a esta obra no viene condicionada por la “dificultad” de su escucha, por lo mucho que pueda tener de música contemporánea. No estoy rechazando las disonancias o la atonalidad, que en manos de otros compositores me pueden llegar a cautivar; estoy manifestando mi descontento ante la falta de inspiración, la superficialidad y el aburrimiento que me ha transmitido Maazel.

He visto óperas con músicas más “difíciles” pero donde la pulsión dramática estaba presente y la emoción llegaba a la sala. Lo verdaderamente importante de la música no es la melodía o la tonalidad o el empleo de efectos sonoros, lo realmente trascendente y lo que hace grande o no una obra es que haga brotar los sentimientos y las emociones en el oyente. Sin embargo, ayer la única emoción de la noche me llegó cuando constaté que aquella castaña había terminado.

Por el contrario, la puesta en escena me pareció bastante acertada. La dirección escénica es la concebida para su estreno mundial en 2005 en el Royal Opera House de Londres, por el director de cine canadiense Robert Lepage, que ya había hecho incursiones en el terreno operístico con montajes para otras óperas como “El castillo de Barba Azul” de Bartók” o “La Damnation de Faust” de Berlioz. El realizador canadiense cuenta con el apoyo de la escenografía de Carl Fillion, el vestuario de Yasmina Giguère, la estupenda iluminación de Michel Beaulieu y las coreografías de Sylvain Émard, que ha sido además el encargado de la dirección de esta reposición.

El escenario está presidido por una estructura giratoria que nos va mostrando con gran funcionalidad y agilidad los diferentes lugares en que transcurre la acción: la plaza donde el pueblo escucha al Gran Hermano, el Ministerio de la Verdad, la casa de Winston, el Pub, la tienda del anticuario o la terrible habitación 101. Las pantallas y proyecciones son otro elemento principal de esta puesta en escena que, a mi juicio, consigue, con gran eficacia, fuerza visual y sentido del drama, retratar el ambiente opresivo y de asfixiante temor que vive la sociedad de ese sombrío futuro retratado por Orwell en su novela.

La dirección de actores está bastante trabajada, con algunas aparentes influencias del musical de Broadway, y se han introducido algunas referencias a la época actual, como la clara alusión a la prisión de Guantánamo, pero la esencia del mensaje que se quiso transmitir en la obra original, permanece y encuentra en la propuesta de Lepage un interesante vehículo al que sólo le faltó estar acompañado por una música apropiada.

De la dirección musical de Maazel poco puedo decir. Al ser él también el compositor de este Frankestein operístico, dirigirá como le salga de los mismísimos mondongos y nadie le podrá discutir que esa no sea la lectura adecuada. Aunque era evidente que en ocasiones el volumen disparatado ponía en serios aprietos a unos solistas vocales que tampoco destacaron por su potencia.

No creo que fuese yo el único que anoche sintió desaprovechada la siempre eficiente Orquestra de la Comunitat Valenciana y no me siento capacitado para decir si los permanentes arreos a la percusión o el chirriar hasta la dentera de los violines, estuvieron ajustados o se fueron de compás. Hubo, eso sí, intervenciones ciertamente magníficas de la cuerda (con algunos pianísimos increíbles), de los metales y la percusión.

Al Cor de la Generalitat se han unido en esta ocasión la Escolanía de Nuestra Señora de los Desamparados, la Escola Coral Veus Juntes de Quart de Poblet y los Pequeños Cantores de Valencia. La intervención inicial en el primer cuadro del Coro fue espléndida y es de justicia destacar a la soprano Irina Ionescu que tiene ahí una breve actuación solista pero sumamente exigente, con continuos sobreagudos, y que solventó con una potencia, limpieza y claridad modélicas. Un puro violín. Me congratuló que en los aplausos finales se tuviese el detalle de que saliese a saludar en solitario para recoger su merecido premio.

Entre los intérpretes, fue notable el esfuerzo del barítono estadounidense Michael Anthony McGee, que debutaba en el papel de Winston Smith, permaneciendo en escena durante casi toda la obra, con un loable comportamiento actoral. Vocalmente se mostró voluntarioso pero mucho más limitado, resultando complicado escucharle en muchas ocasiones y abusando de falsete.

Nancy Gustafson, como Julia, demostró su veteranía, dicho sea en su acepción positiva y negativa; Richard Margison combinó potencia y agudos tambaleantes; Lynton Black fue un correcto Charrington; y el Parsons de Graeme Danby fue inaudible.

El tenor Andrew Drost, como Syme, se movió con aceptable solvencia en unas tesituras endiabladas, como también lo fueron las exigidas a la soprano valenciana Silvia Vázquez, en su doble papel de Gimnasta y Borracha, quien salvó con corrección los múltiples escollos colocados por Maazel en estos personajes y lució un amplio catálogo de chillidos, al tiempo que completaba un notable trabajo como actriz.

Quiero destacar a Mary Lloyd-Davies, que demostró mucho gusto al cantar el pequeño y agradecido papel de Proletaria.

No quiero acabar sin hacer una mención al público de ayer. Para mi sorpresa, aunque en los pisos altos había muchos huecos, la platea se encontraba prácticamente llena. Esto me pareció un excelente comienzo para una obra de estas características. Pero, tras el primer descanso, cerca de una cuarta parte del aforo ya puso pies en polvorosa sin recato alguno. Y al finalizar la función, permanecíamos en los asientos, con pulso y respirando, menos de un tercio de los valientes que iniciamos aquella intrépida aventura.

La reacción final de los supervivientes fue premiar a todos los artistas con fuertes aplausos que, cuando compareció Maazel en el escenario, se convirtieron en gran ovación con el público puesto en pie y numerosos bravos, supongo que como respuesta más al trabajo de estos cinco años, que al disfrute con lo escuchado anoche.

Como suele ser habitual en los estrenos, mucha cara guapa, caras famosas y caras duras. Allí estaba el habitual Rappel, que digo yo que menuda engañifla de adivino si pudo ver con antelación el tostón inmisericorde que se avecinaba y no hizo nada por esquivarlo.

También pudimos ver ocupando lugar de honor al todavía President de la Generalitat, quien dejó claro que a él no le levanta las nalgas del asiento oficial ni Maazel endosándole todo un “1984”, porque allí aguantó hasta el final. Aunque a él lo que le atraería más sería ese libreto de ciencia ficción que hablaba de manipulación de las masas, de ausencia de libertad de expresión, de callar al que piensa distinto, de repetir la mentira hasta que se convierte en verdad, de buscar enemigos externos para evitar la crítica interna, de aferrarse al poder a costa de lo que sea… en fin, de fantasías de escritor del siglo pasado.

Vuelvo de nuevo a lo que decía al principio. Todo lo dicho no es más que mi percepción particular. Y, desde ese mismo sentimiento personal, he de decir que tras casi cuatro horas aguantando este "1984", salí tan torturado de Les Arts como Winston Smith de la habitación 101. Y al mismo tiempo muy triste y con rabia, porque lamento enormemente que la última sensación que me deje el maestro Maazel, con el que he vivido algunas de las veladas operísticas más satisfactorias de mi vida, sea tan horrenda.

Lo tomaremos como el obligado peaje que nos ha hecho pagar, además de su desorbitado caché, por haberle tenido aquí estos años mostrando su genialidad al frente de la maravillosa Orquesta que creó y, de momento, nos deja.

En cualquier caso, maestro, gracias por todo… (pero no componga más óperas, porlamordediós).

Os dejo con este video perteneciente a las funciones londinenses de esta ópera en 2005. En concreto se trata del momento más Broadway de “1984”, el dúo de amor del acto II entre Winston (Simon Keenlyside) y Julia (Nancy Gustafson) que se ve bruscamente interrumpido por la aparición de O’Brien (Richard Margison):


video de elnim

viernes, 18 de febrero de 2011

"FLORESTA DO AMAZONAS" - HEITOR VILLA-LOBOS


Catarata de San Rafael – Selva Amazónica - Ecuador

“Floresta do Amazonas” (La Selva Amazónica) es una obra para soprano solista, coro masculino y orquesta, compuesta en 1958 por el brasileño Heitor Villa-Lobos (1887-1959).

Está basada en el libro del argentino Guillermo Enrique Hudson “Mansiones Verdes”, publicado en 1904 y que, a su vez, toma numerosos elementos de las leyendas y mitologías indígenas amazónicas de tiempos precolombinos. La protagonista de la historia es Rima, una niña-pájaro que vive en un lugar de la selva sagrado para los indios y que tiene poderes sobrenaturales siendo considerada una diosa por los animales y los hombres, quienes la adoran y temen por igual.

En 1958, por encargo de la productora Metro Goldwyn Mayer, Villa-Lobos hizo una
primera versión musical de esta novela, componiendo algunos temas musicales para la banda sonora de la película “Green Mansions”, también basada en el libro de Hudson, que fue dirigida por Mel Ferrer y protagonizada por su esposa Audrey Hepburn y Anthony Perkins. La película fue un fracaso comercial y muy poco de lo compuesto por el brasileño se pudo escuchar luego en pantalla, ya que la MGM decidió utilizar tan sólo una pequeña parte de lo escrito por Villa-Lobos, siendo el polaco Bronislaw Kaper quien adaptó y firmó finalmente la banda sonora definitiva del film.

A Villa-Lobos no le sentó precisamente
bien ese menosprecio hacia su trabajo y mantuvo un pleito contra la productora, alcanzándose finalmente un acuerdo por el que, además de abonarle su caché, le financiaron una grabación de su composición. Villa-Lobos adaptó algunos de los temas que escribió para aquella banda sonora y completaría “Floresta do Amazonas” tal y como se conoce hoy, grabando en 1959 la obra, dirigiendo él mismo a la Orquesta Symphony of the Air y con la participación como solista de la soprano brasileña Bidú Sayão.

“Floresta do Amazonas” es la última gran obra que compuso Villa-Lobos, quien fallecería poco después, en noviembre de 1959, y con ella culminó una serie de composiciones
sobre el mundo indígena como fueron los ballets “Uirapurú” y “Mandú-Carará” o el poema sinfónico “Ruda”.

La música de "Floresta do Amazonas" consigue trasladarnos al mágico universo de la cultura amazónica, donde realidad y ficción, lo natural y lo sobrenatural, se entremezclan en una partitura donde los momentos más vigorosos y dramáticos se alternan con otros líricos y sentimentales, en perfecta armonía.

Dentro de “Floresta do Amazonas” se incluyen
cuatro canciones, con letra de Dora Vasconcelos, que suelen ser interpretadas de forma independiente en recitales y han sido frecuentemente adaptadas para distintos instrumentos. Se trata de “Veleiro”, “Cair da Tarde”, “Canção do Amor” y “Melodía Sentimental”, y son las que quería traer hoy al blog.

En primer lugar podemos escuchar “Veleiro” en esa misma grabación de 1959 dirigida por Villa-Lobos, con la inconfundible voz de la soprano brasileña Bidú Sayão:

 


En los comienzos de su carrera, la soprano Renée Fleming grabó "Floresta do Amazonas" en 1989, año de su debut en el Metropolitan, acompañada por la Moscow Radio Symphony Orchestra dirigida por Alfred Heller. Aquí podemos escuchar a la norteamericana interpretando “Cair da Tarde”:

 

De nuevo podemos escuchar a Bidú Sayão y la Orquesta Symphony of the Air dirigidos por Heitor Villa-Lobos, en esta ocasión interpretando el precioso tema “Canção do Amor”:

 

Por último, es María José Montiel quien interpreta el que posiblemente sea el fragmento más conocido de “Floresta do Amazonas”, se trata de “Melodía Sentimental”. Podemos escucharlo en una versión para voz y piano incluida en el disco “Modinha”, dedicado a canciones brasileñas, que grabó la madrileña acompañada al piano por Luiz de Moura Castro:

 

viernes, 11 de febrero de 2011

ROBERT SCHUMANN: "DICHTERLIEBE".

“Mujer al sol de la mañana” - Caspar David Friedrich

El año pasado se conmemoró el bicentenario del nacimiento de Robert Schumann (1810-1856). El año terminó y no le dediqué en este blog al compositor alemán ni una miserable referencia, así que, aunque fuera de plazo, hoy he pensado en subsanar esta omisión.

Lo cierto es que Schumann nunca se ha encontrado entre mis compositores preferidos. No es que no me guste, ni mucho menos, pero a veces encuentro su obra de un romanticismo tan exacerbado que me resulta empalagoso e incluso desaconsejaría directamente su escucha a diabéticos. Pero es indudable que cuenta con obras bellísimas y, una vez venzo la pereza que me suele acompañar al inicio, es difícil no disfrutar con sus composiciones.

Una de las obras que me acaba reconciliando siempre con Schumann es “Dichterliebe” (Amor de Poeta), que constituye la Opus 48 del compositor, posiblemente su ciclo de canciones más conocido y una de las cumbres del lied romántico alemán.

Fue escrito entre mayo y junio de 1840, uno de los periodos de mayor creatividad del músico y el mismo año en que contrajo matrimonio con Clara Schumann. La obra concebida para voz solista y piano, está constituida por 16 lieder creados libremente sobre otros tantos textos del poeta Heinrich Heine. Estos poemas pertenecen a la serie de 65, más un prólogo, que escribió Heine bajo el título de “Lyrisches Intermezzo”.

Aunque el ciclo ha sido interpretado por todo tipo de voces, parece que originariamente Schumann escribió la partitura para soprano. De hecho, el compositor dedicó su “Dichterliebe” a la cantante Wilhelmine Schröder-Devrient, una famosa soprano alemana de la época que, sin embargo, hoy es más conocida por sus compatriotas gracias al libro presuntamente autobiográfico que se le atribuye (publicado en España como “Memorias de una cantante alemana”) donde narra con todo lujo de detalles las variadas y extravagantes aficiones sexuales de su juventud, convirtiéndose el libro con el paso del tiempo en una de las obras más apreciadas de la literatura erótica germana.

En “Dichterliebe”, Schumann consigue dotar a su música de la extrema sensibilidad de los textos de Heine y engrandece la poesía contenida en ellos, sabiendo extraer todo su potencial musical, ajustando, cuando considera preciso, los versos a las necesidades de su partitura para obtener la línea melódica deseada. Pocos compositores hasta entonces habían logrado una unión tan íntima entre música y poesía. Aquí la poesía musical de Heine y la música poética de Schumann, se funden en un todo indisoluble, enriqueciéndose mutuamente.

Este ciclo nos habla fundamentalmente del amor. Del amor en toda su extensión y desde todas sus perspectivas, desde el enamoramiento inicial, pasando por la plenitud de la dicha alcanzada, la desilusión, la nostalgia y un final donde se vislumbra el reproche y la resignación ante el amor perdido y ante la misma muerte, pero que no está exento de un pequeño atisbo de esperanza. Pese a las diferencias que podemos encontrar entre los 16 lieder, el ciclo está dotado de una unidad dramática estructural y un carácter cíclico que va mucho más allá de ser una simple sucesión de canciones temáticas.

Para lograr transmitir toda la profundidad musical y poética de estos lieder se exige un intérprete que aúne sensibilidad y riqueza de matices con fuerza expresiva y autoridad vocal. Muchos han sido los y las cantantes que han puesto su voz a este ciclo. Yo hoy quería traer aquí una pequeña muestra de algunas interpretaciones de estos lieder en voces muy distintas.

Comienzo con el que posiblemente sea el más grande liederista de nuestra época, el barítono alemán Dietrich Fischer-Dieskau. El cantante, con la belleza de su timbre baritonal, su impoluta dicción y una asombrosa riqueza dinámica, consigue transmitir de manera maestra el apasionado intimismo de la obra de Schumann. A continuación podemos escucharle en el Festival de Salzburgo de 1956, acompañado al piano por Gerald Moore, interpretando los seis primeros lieder del ciclo:


video de FiDiTanzer528

Ese mismo año 1956 y también en el Festival de Salzburgo, el gran bajo italiano Cesare Siepi, acompañado por el piano de Leo Taubmann, interpretaba el lied número 7 del ciclo: “Ich grolle nicht” (No guardo rencor). No era Siepi precisamente un especialista en lied alemán, pero aquí su poderosa y oscura voz, junto a la enérgica música de Schumann, consiguen reflejar el dramatismo de la pérdida del amor y la rabia del despechado:


video de sprichbeeke

Seguidamente podemos escuchar a un tenor, nada menos que a Fritz Wunderlich, acompañado al piano por Hubert Giesen, interpretando el lied número 8: “Und wüßten's die Blumen, die kleinen” (Si las florecillas supieran), en un auténtico derroche de expresividad y sensibilidad:


video de Hypercheiria

Es ahora otro barítono, Thomas Quasthoff, extraordinariamente acompañado por Hélène Grimaud, quien canta el lied nº 10: “Hör' ich das Liedchen klingen” (Escucho el sonido de la cantinela), una breve pero bellísima muestra del saber hacer del cantante alemán que transmite toda la nostalgia y dolor de la página:


video de medicitv

Finalizo con una voz femenina interpretando los tres últimos lieder del ciclo. Se trata de la soprano estadounidense Barbara Bonney, acompañada por el piano de Malcom Martineau,en una actuación en directo en el Châtelet parisino en 2001:


video de lyricholic

Si queréis escuchar el ciclo completo en la voz del tenor Mark Padmore y el piano de Kristiaan Bezuidenhout y ver todos los textos traducidos, podéis acudir aquí, a la entrada que dedicó recientemente Maac en su blog a esta obra de Schumann.

viernes, 4 de febrero de 2011

SIR ARTHUR BLISS


Arthur Edward Drummond Bliss fue un compositor inglés nacido en Londres en 1891. Estudió en la Universidad de Cambridge y culminó su preparación musical en el londinense Royal College of Music, entablando contacto con músicos de la talla de Vaughan Williams o Gustav Holst. Poco después sirvió como oficial de infantería en la Primera Guerra Mundial, contándose que marchó a las trincheras llevándose su gramófono y sus partituras debajo del brazo. Lo que no dicen es dónde acabó su equipaje musical cuando le vieran aparecer de semejante guisa sus superiores.

Finalizada la guerra se dedica de lleno a la composición, mostrando un interés inusitado por todo lo que oliese a modernidad. Sus obras de este periodo se caracterizan por su frescura e innovación, como “Rhapsody” una pieza para soprano, tenor, flauta, corno inglés, cuarteto de cuerda y contrabajo, donde la voz no tiene texto, sino que vocaliza una sola sílaba, o “Rout”, una partitura para soprano y orquesta de cámara cuyo texto también consiste en vocalizaciones y sílabas sin sentido. La influencia de compositores del otro lado del Canal como Ravel, Stravinsky o Milhaud se hace presente en la obra de Bliss que supone una clara ruptura con la tradición musical de las islas británicas hasta entonces.

En 1922 estrena, con dirección de Edward Elgar, una de sus obras más famosas y singulares, “A Colour Symphony”, su primera gran composición orquestal, donde intenta describir musicalmente los diferentes colores, correspondiendo cada movimiento a uno de ellos (Púrpura, Rojo, Azul y Verde). Parece que la inspiración la obtuvo a partir de un libro de heráldica en el que se detallaban los conceptos simbólicos asociados a cada color. Aquí podemos escuchar la particular lectura musical que del color púrpura hace Bliss en el primer movimiento de la Sinfonía. La interpretación corre a cargo de la Royal Philharmonic Orchestra dirigida por Sir Charles Groves:


video de bartje11

En 1928 Bliss dedica su “Pastoral: Lie Strawn the White Flocks” a Elgar, un compositor por el que mostraba una nada oculta admiración, pudiendo apreciarse a partir de ese momento una evolución en su música que va abandonando los terrenos más experimentales y atrevidos de sus primeros trabajos para orientarse hacia construcciones más conservadoras de claras influencias románticas. En esta fase se encuadraría por ejemplo su “Música para Cuerda”, interpretada por vez primera en el Festival de Salzburgo en 1935, y algunas composiciones para ballet como “Checkmate”, del que podemos ver seguidamente el fragmento del duelo entre la reina negra y el caballero rojo:


video de vaimusic

En 1934, el productor británico de origen húngaro Alexander Korda se puso en contacto con Bliss para encomendarle la creación de una banda sonora para la película “Things to come” (La Vida Futura), que iba a ser dirigida por William Cameron Menzies con guión de H.G. Wells. En ella se avanza la visión de lo que podría ser la evolución del mundo, desde el entonces futuro 1940, durante los siguientes cien años. Algunos aspectos narrados en el film se quedaron en mera ciencia ficción, pero otros, como el anticipo de lo que luego sería la Segunda Guerra Mundial y el sufrimiento para la población, resultaron casi proféticos. Con el paso del tiempo y la proliferación posterior de películas del género, “Things to come” ha quedado relegada a una inocente fantasía utópica de Wells, aunque sus indudables valores la han convertido en un film de culto para cinéfilos.

Pero además de los méritos estrictamente cinematográficos que pueda tener la película, la banda sonora compuesta por Arthur Bliss tiene una relevancia que debe ser destacada. Con el advenimiento del cine sonoro, los diálogos y las canciones adquirieron un enorme protagonismo en detrimento de la banda sonora, que solía estar compuesta por música reciclada de otras películas o por fragmentos de música clásica. En Estados Unidos, Max Steiner, con su trabajo para “King Kong” (1933), dará un nuevo y decisivo giro en este campo, creando una partitura original adaptada a la acción, que acompaña la misma y evoluciona con ésta, remarcando y potenciando las sensaciones que transmiten las imágenes.

En el cine europeo será Bliss, con “Things to come”, quien poco después hará lo mismo, con una partitura llena de fuerza que se fue construyendo al mismo tiempo que se iba escribiendo el guión y que se adaptaba a las imágenes en función del montaje final, consiguiendo una innovadora y perfecta conjunción entre lo narrado y la música de fondo. La originalidad del trabajo de Bliss se pone de manifiesto ya en los títulos de crédito iniciales donde se deja constancia de que la música ha sido compuesta específicamente para la película por Arthur Bliss.

A continuación podemos escuchar una selección de los temas de la banda sonora de "Things to come" interpretados por la National Philharmonic Orchestra dirigida por el genial Bernard Herrmann:


video de collectionCB

Otra de las películas en las que colaboró Bliss fue “César y Cleopatra” (1945), dirigida por Gabriel Pascal sobre la obra homónima de George Bernard Shaw, una obra entrañable por la que siento un gran cariño y que no me resisto a visionar de vez en cuando, que cuenta con un reparto encabezado por Claude Rains (César), Vivian Leigh (Cleopatra) y Stewart Granger (Apolodoro) y en la que un jovencísimo Roger Moore, con apenas 17 años, intervenía fugazmente como soldado romano. Bliss acabó abandonando el proyecto y la banda sonora de la película fue finalmente compuesta por el francés Georges Auric, autor de algunas bandas sonoras memorables, como la de la película dirigida por John Huston “Moulin Rouge” (1952).

Aunque cuando dio comienzo la Segunda Guerra Mundial Bliss se encontraba en los Estados Unidos, en 1941, con la contienda en pleno apogeo, retornó a Londres, donde fue nombrado director musical de la BBC. Allí incluyó la idea de emisiones temáticas, y creó algunos programas de gran éxito como “Music in our Time” o “This week’s Composer”.

En 1950 fue nombrado Sir y poco después Master of the Queen’s Music, componiendo numerosas obras para acontecimientos relacionados con la Casa Real, como la música de la investidura de Carlos de Inglaterra como Príncipe de Gales en 1969.

Sir Arthur Bliss falleció en Londres en 1975 y hoy está reconocido como uno de los más prolíficos y polifacéticos compositores británicos del siglo XX.

martes, 1 de febrero de 2011

ARTHUR BENJAMIN, HITCHCOCK Y LA "STORM CLOUDS CANTATA"


Royal Albert Hall - Londres

Arthur Benjamin (1893-1960) fue un compositor, director de orquesta y virtuoso pianista australiano. Compuso numerosas obras orquestales e incluso cuatro óperas, y como solista de piano tuvo también una interesante carrera, siendo el encargado, por ejemplo, de interpretar el estreno en el Reino Unido de la “Rhapsody in Blue” de Gershwin. Pero hoy quería resaltar otra faceta destacada suya, cual fue la de creador de bandas sonoras, y en concreto, su colaboración con Alfred Hitchcock en dos películas.

Benjamin debutó en el terreno de la música para el cine en 1934 con las películas “El Vidente” de Maurice Elvey y “La Pimpinela Escarlata” de Harold Young. Ese mismo año recibiría el encargo de componer la música para un film de Alfred Hitchcock, “El hombre que sabía demasiado”.

Esta película fue uno de los mayores éxitos de Hitchcock en su etapa inglesa e influyó decisivamente en su posterior salto a la industria norteamericana. Aunque todavía no había alcanzado la depurada técnica que caracterizaría su producción más madura, ya se aprecian en la cinta algunos detalles geniales que anticipan al futuro maestro del suspense.

Esta es además la primera película inglesa de Peter Lorre, un carismático actor que por su condición de judío acababa de huir de Alemanía, donde había protagonizado la obra maestra de Fritz Lang “M. El vampiro de Dusseldorf”, y que, caracterizado aquí como un malo malísimo de flequillo imposible, llevaba a cabo una interpretación memorable, a pesar de que ni siquiera sabía inglés, habiendo memorizado su papel fonéticamente.

El encargo que recibió Arthur Benjamin para esta película no era sólo el de crear una mera banda sonora que apoyara la acción, sino que además se necesitaba una pieza que se convirtiera en protagonista decisiva de la trama.

Y es que al bueno de Hitchcock se le ocurrió que el clímax del film se desarrollase en el Royal Albert Hall de Londres, donde unos malvados pretendían asesinar durante el concierto a un mandatario extranjero en un momento concreto de la partitura, justo en el instante en que sonase un golpe de platillos.

La obra que compuso Benjamin a tal fin es la “Storm Clouds Cantata” y puede escucharse en una larga secuencia llena de tensión. La pieza fue interpretada por la London Symphony Orchestra bajo la dirección de H. Wynn Reeves ante un auditorio de figurantes y posteriormente el sonido sería sincronizado en la edición final del film.

Aquí podemos ver esta famosa secuencia original de la versión de “El hombre que sabía demasiado” de 1934, mientras suena la música de Benjamin compuesta al efecto:



Hitchcock siempre declaró que no estaba contento con el resultado final de esa película, a la que definía como “trabajo de un aficionado”. Por eso, en 1956 decidió rodar una nueva versión de “El hombre que sabía demasiado” y, aunque hay algunas variaciones en el guión respecto a la de 1934, de nuevo el Royal Albert Hall vuelve a ser el marco de la secuencia cumbre del film, para la que volvió a utilizarse la “Storm Clouds Cantata” de Arthur Benjamin.

En esta ocasión el encargado de dirigir la partitura fue Bernard Herrmann, autor de la banda sonora de la película, y a quien podemos ver en la misma al frente de la London Symphony Orchestra y el Coro del Covent Garden, y que decidió respetar para ese momento esencial la partitura creada 22 años antes por Benjamin, compositor por el que sentía gran admiración.

En esta secuencia, la protagonista (la repelente Doris Day) va comprendiendo todo lo que ha ocurrido y se debate entre impedir el crimen arriesgando la vida de su hijo secuestrado o asistir pasivamente al asesinato. Su marido (un espléndido James Stewart) llega al auditorio y se supone que ella le va contando lo sucedido, desencadenándose el vertiginoso final.

Todo esto es expuesto por Hitchcock visualmente en 9 minutos sin diálogo, con 128 planos magistrales que han pasado a la historia del cine, donde el director ofrece un recital de maestría narrativa y dominio del lenguaje cinematográfico, convirtiendo el Royal Albert Hall y la música de Benjamin en un personaje más. Toda la tensión se va acumulando en un progresivo crescendo, al mismo tiempo que evoluciona la Cantata, en una perfecta unión entre imágenes y música y donde hasta el montaje de los planos parece hecho siguiendo la partitura, alcanzando su culminación con el esperado golpe de platillos.

A pesar de contarse los mismos hechos que aparecían en la secuencia original de la versión de 1934, la forma de ser narrados difiere notablemente, en un interesantísimo ejercicio de autocorrección en el que Hitchcock demuestra una depurada evolución estilística y donde cada plano, encuadre y movimiento de cámara revela la consumada genialidad del director británico.

Una lección de cine en estado puro de la que podemos disfrutar a continuación mientras escuchamos la música de Arthur Benjamin:

video de FilmScoreClickTrack