Los aficionados de Les Arts
hemos ya de desengañarnos de una vez. Ha pasado ya suficiente tiempo desde la
inauguración de nuestro teatro de ópera para que todavía no nos hayamos dado
cuenta de que no hay temporada, y si me apuráis ni función, en la que todo
fluya con normalidad y sin sobresaltos. Es verdad que luego hemos seguido
sobreviviendo a inundaciones, pandemias, desplomes de plataformas, estrafalarias
detenciones policiales, desprendimientos del trencadís, huelgas, dimisiones y
ceses varios, y hasta a la Voulgaridou; pero, caramba, es que no hay ni
un momento de respiro.
En esta ocasión estaba
programado un espectacular cierre de temporada con el estreno de esa
imprescindible ópera de Alban Berg que es Wozzeck, con una colosal producción y un reparto vocal para
chuparse los dedos. Con mucha diferencia era lo que más me atraía de la
temporada y todo indicaba que íbamos a clausurar a lo grande un ejercicio
operístico que ha estado marcado también por la incertidumbre y por un accidentado,
pero progresivo, retorno a la normalidad.
Bueno, pues a lo grande se ha conseguido cerrar, desde luego, pero nuevamente
con sobresaltos e incidencias. Apenas seis días antes del estreno, el comité de
empresa del teatro anunciaba una convocatoria de paro total para la jornada del
estreno y otro parcial para la función del 3 de junio, reclamando la aprobación
del Convenio Colectivo que llevan pidiendo desde hace meses infructuosamente. La
víspera del estreno, sobre las 7 de la tarde, se comunicaba que no había
acuerdo y se mantenían los paros; y, cuando ya dábamos por cancelada la
función, alrededor de las 22 horas se hacía pública la desconvocatoria de la huelga
para el día del estreno, al haber recibido los trabajadores, tarde y mal como
es costumbre en Les Arts, el borrador de informe sobre la propuesta de Convenio
que estaban esperando. El paro parcial del día 3, de momento, sigue convocado.
Pese a todos los sustos e
incidencias, lo fundamental es que Wozzeck,
por fin, se ha representado en Les Arts. Y, como avanzaba antes, lo ha hecho
excelentemente servida, con una producción espectacular, un reparto vocal magnífico
y un rendimiento orquestal excelente, constituyendo, sin duda, uno de los más
relevantes hitos en la historia de nuestro teatro.
Merece mi más sincera
felicitación el director artístico de la casa, Jesús Iglesias, por esta
apuesta por traer por vez primera a Valencia esta incuestionable obra maestra,
pese a saber que nos encontramos ante un título que no genera precisamente el
entusiasmo masivo del aficionado ni una avalancha en la solicitud de
localidades. Sigue siendo una ópera que continúa originando recelos y miedo ante
una música que todavía algunos califican de difícil
o demasiado moderna, más de un siglo
después de su composición. Es verdad que requiere una aproximación distinta a
la que se hace a títulos más populares y tradicionales, pero una vez consigues dejarte
llevar y empaparte de la fuerza dramática y el poderío que emana de esta genial
combinación entre texto y música, lo complicado es no quedar subyugado por
ella.
Hecha esta alabanza sin
reparo ante la programación de Wozzeck,
sí me vais a permitir que manifieste mi desconcierto e incomprensión a que se
haya elegido precisamente esta temporada para hacerlo, cuando en el Liceu, en
las mismas fechas, está representándose otra producción muy atractiva de esta
misma ópera. Estamos ante una obra que cuesta mucho ver representada en España,
por lo cual muchos aficionados no dudaríamos en viajar a otros teatros para
disfrutar de ella. Por ello, pienso que esta falta de coordinación entre los
principales teatros de ópera españoles para programar determinados títulos, lo
único que origina es hacerse mutuamente la competencia y evitar la asistencia
de público de otras ciudades. No me cabe la menor duda de que si en Barcelona
no se hubiera programado Wozzeck esta
temporada, muchos aficionados liceístas hubieran venido a Valencia, y
viceversa. Esta descoordinación es perjudicial para todos. No digo que
necesariamente sea culpa de la gestión de Les Arts, pero es algo que debería
intentar corregirse con un poco más de previsión y puesta en común.
La propuesta elegida para la
presentación en sociedad de Wozzeck
en Valencia, es la coproducción entre la Bayerische Staatsoper y el New
National Theatre de Tokio, con la firma del alemán Andreas Kriegenburg
en la dirección escénica, la impactante escenografía de Harald B. Thor, la
espléndida iluminación de Stefan Bolliger y el vestuario de Andrea Schraad.
La escena está dominada por
un cubo suspendido en el aire que se dice que pesa más de 6 toneladas, lo cual
teniendo en cuenta la trayectoria de incidentes varios en este teatro a la que
hacía alusión al comienzo de esta crónica, no voy a negar que aligera un tanto
el tránsito intestinal. En ese cubo, se desarrollarán la mayoría de escenas que
tienen lugar en interiores (la habitación del capitán, la casa de Wozzeck, la consulta del doctor).
Mientras que debajo del gigantesco cubo se llevará a cabo el resto de la
acción, con un escenario completamente cubierto por una lámina de agua en la
que chapotearán los intérpretes durante toda la obra.
Se incluye en escena un grupo
de figurantes vestidos de negro que representarán a los oprimidos, a esa gente
pobre (wir, arme leut) de continua
referencia en el texto por parte de la pareja protagonista. Ellos sostienen
sobre sus espaldas, incluso literalmente, la carga de esa clase dominante, y
pululan por escena reclamando trabajo y recibiendo las sobras de comida o
monedas que tienen a bien arrojarles de vez en cuando, zambulléndose en el agua
como pirañas peleando por esas migajas.
Los perfiles de cada uno de
los personajes están impecablemente diseñados desde el punto de vista
dramático, palpándose una intensa y muy cuidada labor de dirección de actores,
convirtiéndose en una ópera sustentada en un muy sólido armazón teatral, donde
cada movimiento y cada gesto de cada una de las personas que sale a escena
tiene su sentido, ayuda a dibujar su perfil individual y enriquece el conjunto.
El maquillaje y caracterización de los intérpretes juega aquí también un papel
capital, habiendo logrado conferir a todos los personajes, excepto Wozzeck, Marie y el hijo, un aspecto absolutamente fantasmagórico y siniestro,
mezcla de Walking dead y peli de Tim
Burton, que no es sino la representación de la visión que percibe el
protagonista de una realidad monstruosa deformada por esa pesadilla interior en
la que vive.
El impacto visual de la
propuesta de Kriegenburg es demoledor y la atmósfera que se consigue
crear es absolutamente hechizante y acorde al drama representado. De gran
belleza y fuerza dramática me parecieron los juegos de luces y sombras o los
reflejos del agua sobre el cubo. La sobrecogedora simbiosis entre texto y
música lograda por Alban Berg encuentra en esta producción, en mi
opinión, un vehículo idóneo que transmite al espectador todas las emociones que
bullen en esta obra que es una auténtica olla a presión. Y eso pese a que no
siempre se ajusta estricta o claramente al libreto. Por ejemplo, con los ya
mencionados figurantes, o con que aquí adquiera un protagonismo muy especial el
niño, hijo de Marie y Wozzeck, que estará presente en muchas de
las escenas, o que el mismo protagonista se muestre también presente cuando no
debería estarlo, como en la canción de cuna.
Pero todo eso no me parecía
que perjudicase en absoluto ni lo musical ni la comprensión del drama, a
diferencia de algunas anteriores producciones vistas este mismo año, como Macbeth, donde creo que se despistaba y
molestaba al público sin sentido. El ruido del agua, incluso, no lo percibí
como algo que disturbase la escucha, a excepción de un momento muy concreto,
cuando los chapoteos del personaje de Andrés
correteando sí afectaron al coro de ronquidos de los soldados. Tampoco me acabó
de convencer la resolución escénica del ahogamiento de Wozzeck, donde esperaba algo más que tumbarse en una colchoneta
sobre el agua. Ya sé, y siempre digo, que todas estas opiniones que me decido a
verter aquí son puramente sensaciones subjetivas mías y esa subjetividad hace
que unas veces el conjunto me resulte positivo o se me fastidie la función. Y,
en esta ocasión, sin duda alguna, mi valoración es sobresaliente.
Y no puedo finalizar esta
reseña de lo vivido escénicamente sin hacer una mención muy especial a todo el
equipo técnico de trabajadores del Palau de Les Arts. Afrontar una producción
con los requerimientos que conlleva esta, no es una tarea al alcance de
cualquier teatro, y menos aún estando inmersos en pleno conflicto laboral.
Bravo por ellos y ojalá todas sus merecidas peticiones sean atendidas
definitivamente.
El muy complicado reto de
tomar la batuta para enfrentarse a esta exigentísima partitura ha recaído en el
nuevo director titular de la Orquestra de la Comunitat Valenciana, James
Gaffigan, quien, en su primera temporada como tal, tan sólo ha pisado la
sala principal para el réquiem mozartiano que abrió el ejercicio y ahora para
cerrarlo con Wozzeck. Esperemos que
en las sucesivas temporadas tenga una mayor presencia, porque, si no, sí que no
entenderé este nombramiento de ninguna de las maneras. Quienes seguís este blog
sabéis de sobra que Gaffigan no fue una elección que precisamente me satisficiera, y, hasta ayer, no había escuchado nada especialmente relevante en
sus escasos trabajos en Valencia. Ayer sí me convenció. Tenía una papeleta muy
complicada y creo que el resultado obtenido ha de calificarse de óptimo. La cosa
empezó un poco regular, dándome la impresión que durante el primer acto se le
escapó un poco el volumen perjudicando las voces (las masculinas, obviamente,
porque a la Westbroeck no hay quien la tape), pero a lo largo de la
velada creo que se fue equilibrando mucho más el sonido de escena y foso. Hubo
mucha atención a los múltiples detalles que encierra la obra, resaltando cada
momento de lucimiento de las intervenciones solistas, consiguiendo al mismo tiempo
un empaste de conjunto, una riqueza tímbrica y una claridad orquestal fantásticas,
sabiendo subrayar todos los matices de la partitura, desde el lirismo y la
delicadeza que presiden muchos instantes, hasta el dramatismo más desgarrado.
Percusión, metales, cuerdas, maderas, arpa, celesta… todos brillaron como en
los mejores años de esta gran orquesta que tenemos la fortuna de seguir
pudiendo disfrutar. Hubo momentos de una intensidad emocional apabullante, como
la música ondulante del ahogamiento, la belleza y carnosidad del interludio
orquestal entre las dos escenas finales, las cuerdas y trompas en el inicio del
acto tercero, o ese crescendo
impresionante tras la muerte de Marie
que permanecerá siempre en mi memoria.
El Cor de la Generalitat
tiene una limitada participación en esta obra, apenas en las dos escenas de la
taberna (no cabe duda de que habrán pasado más tiempo en maquillaje y vestuario
que en el escenario); pero, como siempre, sólo puede calificarse de excelente su
implicación escénica y su rendimiento vocal, pese a los desabridos terrenos en
los que se mueve la partitura, debiendo congratularnos aquí de que, por fin,
pudimos escuchar al coro sin mascarilla.
Una pequeña intervención tienen
también en la escena final, muy bien resuelta vocal y escénicamente, con
chapoteos incluidos, los miembros de la Escolania de la Mare de Déu dels
Desemparats, cuyos niños supongo que tardarán en desprenderse de las
pesadillas originadas por esta producción. Reseña especial merece Adrián
García asumiendo el papel de hijo de Marie
con el añadido de permanecer en el escenario durante la mayor parte de la obra
y mostrando una soltura escénica y dominio interpretativo que ya quisieran poseer
muchos cantantes consagrados.
Como decía al comienzo, se ha
conseguido reunir para la ocasión a un elenco vocal de primer nivel
internacional que podría presidir el cartel de cualquiera de los más relevantes
teatros del mundo, y donde no hubo nada que desmereciese el magnífico nivel
general, desde el principal protagonista hasta el último de los comprimarios,
todos ellos ofreciendo además una entrega escénica e interpretativa
irreprochable.
El barítono Peter Mattei
es un cantante por el que confieso tener una especial debilidad. Cada vez que
lo he escuchado, incluso en papeles no especialmente adecuados, siempre ha
ofrecido algo que me ha conquistado. Mucho hace la belleza de su voz, la
elegancia, consistencia y expresividad de su fraseo, y esa espléndida dicción, que
se imponen incluso en un personaje tan singular como este. Lejos quedan
interpretaciones más histriónicas y atormentadas del pobre Franz. Mattei impone un equilibrio perfecto entre el
recitado y el canto, dotando de una especial nobleza y resignación al
protagonista. Ese timbre suyo tan característico, quizás algo claro o lírico
para según qué papeles, pienso que casa estupendamente con el personaje, ya que
un barítono de voz más grave y pesada puede que hiciese menos creíble el
aspecto más frágil del personaje. El cantante sueco supo cuidar en cada momento
la justa expresividad, cincelando de manera espléndida la evolución dramática
del personaje, exhibiendo un progresivo derroche de emoción que, para mí, tuvo
sus dos grandes momentos en el dúo del segundo acto con Marie y en su escena
final.
Si reconocía antes mi
debilidad por Mattei, lo mío con Eva Maria Westbroek es
fascinación absoluta. Desde que la descubriese aquí con aquella legendaria Sieglinde que nos ofreció en el
recordado Anillo, mi admiración por
esta cantante ha sido total. He viajado más de una vez para escucharla y nunca
me ha defraudado. Su implicación dramática con cada uno de los personajes que
asume es siempre total y eso consigue revalorizar de forma capital sus
interpretaciones. El papel de Marie
es especialmente propicio para desarrollar esta faceta expresiva y no lo
desaprovechó, ofreciendo toda su intensidad emocional de manera contundente, dibujando
todos los perfiles y contradicciones del rol, alcanzando directamente el
corazón del espectador tanto con la sutileza y lirismo con los que afrontó los
fragmentos con el hijo, como con la fuerza exhibida en los pasajes más
desgarrados. La zona central de su voz sigue siendo imponente y sobrepasa la
orquesta sin dificultad. Un aluvión de belleza vocal cargado de matices y
expresividad. Pensaba que igual el paso del tiempo hubiera afectado más a una
franja aguda más problemática, pero no fue el caso. Dentro de un reparto muy
destacado, la soprano holandesa fue para mí lo mejor de la noche.
También es un lujo contar
para un rol como el del repelente Tambor
mayor con un cantante de la talla de Christopher Ventris. Es posible
que el tenor inglés que tan buenos momentos nos ha dejado como intérprete
wagneriano (inolvidable Parsifal
valenciano con Maazel) no se encuentre ya en su mejor momento vocal,
pero la valentía y arrojo con los que asume todos los personajes, unido a la permanencia
de la belleza de su timbre, su todavía contundente y segura proyección en la
franja más alta y a la siempre presente intención expresiva, sabiendo matizar y
ofrecer tanto la vertiente más seductora, como la chulesca y violenta del
personaje, sólo pueden merecer el más ferviente aplauso.
A mi juicio, el punto más
endeble del apartado vocal llegó con el Doctor
de Franz Hawlata. Pienso que vocalmente su registro grave carece del
peso y rotundidad necesarios, sobre todo cuando se enfrenta a orquestas
numerosas como esta, y la zona más baja llega a devenir áfona, sustituyendo los
graves profundos por sonidos ingrávidos y casi eructados. El fraseo es también tosco
y descuidado; pero todo ello es verdad que queda aquí un poco en segundo plano,
en primer lugar porque el sprechgesang
de Berg hace pasar más inadvertidas todas estas carencias, y sobre todo
porque el punto más fuerte de este bajo barítono alemán se encuentra en la
faceta interpretativa, donde hay que reconocer que se entrega sin remilgos y anoche
ofreció toda una exhibición de implicación actoral, cuidando cada movimiento,
cada mirada y cada gesto de manera inmejorable.
Más me convenció Andreas
Conrad como Capitán, mostrando una
de esas voces que a veces resultan desagradables pero muy adecuada al papel, en
la línea de otros personajes de los que es reputado intérprete, como el de Mime; con timbre claro y penetrante,
agudos punzantes y exhibiendo un incisivo fraseo y variedad de recursos
expresivos. Mucho mérito tuvo también su comportamiento actoral y gestual, pese
a la grotesca caracterización que dificultaba notablemente sus movimientos.
También me gustó el Andrés del tenor alemán Tansel
Akzeybek, que últimamente se ha convertido en un habitual de pequeños
papeles en Bayreuth, y que, como todo el reparto, demostró unas sobresalientes cualidades
escénicas y adecuación vocal al personaje. Igualmente me convencieron, como
decía anteriormente, todo el resto de intérpretes de los papeles menores, que
mantuvieron el muy buen nivel general: la estupenda Margret de Alexandra Ionis, de fraseo muy expresivo, voz
oscura y un sentido teatral bárbaro; los muy notables aprendices encarnados por
Patrick Guetti, con una voz de bajo realmente impactante, y Yuriy
Hadzetskyy; el Loco, con perdón,
de Joel Williams, en una breve pero muy lucida intervención; y el Soldado de Jorge Franco.
Como era previsible se
apreciaron bastantes más huecos en la sala principal de Les Arts que en
estrenos anteriores. En lo positivo, me llamó la atención ver más gente joven
de lo habitual y hubo también menos ruidos que otras veces, al menos en mi zona,
con un silencio que por momentos se podía cortar; y en lo negativo, hay que
constatar que durante las paradas técnicas tras los actos primero y segundo,
hubo algunas deserciones. Los que llegamos al final lo hicimos realmente
entusiasmados y las ovaciones fueron unánimes y muy entusiastas, destacando las
recibidas por Mattei, Westbroek y la orquesta, con James
Gaffigan al frente. También la salida al
escenario de Andreas Kriegenburg, como único representante saludador del
equipo escénico, fue recibida con bravos y muy fuertes aplausos.
Bueno, pues casi sin darnos
cuenta se nos ha acabado la temporada operística. Lejos quedan aquellos días
gloriosos de los añorados Festivales del Mediterrani, e incluso temporadas más
recientes donde hemos tenido funciones en pleno mes de julio. Si pensamos que
nos aguardan por delante casi cuatro meses sin ópera, tendremos que plantearnos
viajar o reforzar el arsenal de ansiolíticos. De momento vamos a ver si los
gestores de Les Arts se deciden de una vez a anunciar las previsiones para el
próximo año, llegando los últimos como de costumbre (se rumorea que será el
próximo viernes 3 de junio). Hay cosas que ya se han dicho oficialmente, como
que se programará el Tristan e Isolda aplazado
por la pandemia o una Anna Bolena con
Marina Rebeka; y hay otros títulos que suenan como: una enésima Bohème, Ernani, El cantor de Méjico,
L'incoronazione di Poppea, Jenufa… Ya veremos qué se confirma
finalmente. Mientras tanto, como en Wozzeck,
nosotros la pobre gente (wir erme leut), seguiremos esperando las migajas
informativas que tengan a bien arrojarnos…