En la corta historia del Palau de les Arts la presencia de Gioachino Rossini ha tenido cierta asiduidad. Hemos podido disfrutar, que yo recuerde, de La scala di seta, La cenerentola, Il barbiere di Siviglia, L’italiana in Algeri y el Stabat Mater. Ayer se dio un paso más en el recorrido por el catálogo rossiniano haciendo la primera incursión en sus llamadas óperas serias con el estreno de Tancredi, que ha sido la obra elegida para poner el punto y final a la temporada operística en el teatro valenciano. Y no ha podido tener un mejor colofón.
Al igual que ocurriese el año pasado con A midsummer night’s dream de Britten, la ópera que ha cerrado la temporada ha sido probablemente el mejor espectáculo de la misma. Este año hemos tenido voces muy interesantes, direcciones musicales relevantes e incluso alguna dirección de escena que se dejaba ver; pero el Tancredi de ayer fue, a mi juicio, el espectáculo más redondo y equilibrado en su conjunto, con una nota bastante alta en todos sus apartados.
Yo que no soy precisamente muy rossiniano y que esta ópera me ha parecido siempre una tontunez un poquito pesada, me chupé ayer el Tancredi sin pestañear. Es verdad que sigo pensando que unos cuantos tijeretazos no le vendrían mal, porque a Rossini le pasaba como a mí en mis crónicas, que se ponía a escribir y no tenía mesura. Pero siempre he defendido frente a algunos conocidos que insisten en el aburrimiento irreconciliable que les genera Rossini, que para acercarse a él es fundamental que esté bien servido. Como me comentaba ayer un amigo, incluso una obra tan inspirada como Il barbiere puede ser una maravilla o un tostón inaguantable, dependiendo simplemente de que haya unas buenas y adecuadas voces y una batuta con oficio. Y ayer lo hubo.
La producción elegida para cerrar la temporada es una coproducción de la Opéra de Lausanne y el Teatro Municipal de Santiago de Chile, con dirección de escena a cargo de Emilio Sagi y su equipo habitual (vestuario de Pepa Ojanguren e iluminación de Eduardo Bravo) que vuelven a Les Arts tras la Lucrezia Borgia que nos presentaron en marzo. La acción se traslada desde principios del siglo XI a lo que parece ser finales del XIX o comienzos del XX, sin que sepamos muy bien por qué. Supongo que por liberar algo la carga de ranciedad de la historia y presentarla más cercana, al menos visualmente. De todas formas da un poco igual. Como suele ser habitual en el director asturiano, su objetivo no es contarnos nada especial ni formular nuevas interpretaciones, sino construir un entramado escénico en el que el drama se desarrolle cómodamente, sin forzar situaciones, y resultando visualmente atrayente.
Y en esta ocasión la propuesta escénica de Sagi tiene nuevamente como gran valor su indudable atractivo plástico, logrando crear unos sugerentes ambientes, con influencias cinematográficas como el propio director ha reconocido, en los que la iluminación juega un papel destacado. La escenografía, en esta ocasión a cargo de Daniel Bianco, es imponente, pero sin que ese protagonismo escénico dificulte, en aras de la estética, lo realmente importante que es el canto. Escenografía impactante pero con inteligencia, dejando espacio para el movimiento de los cantantes, a los que además se procura acercar al proscenio en los momentos más importantes y no se perjudica la proyección de sus voces.
Toda la acción se desarrolla enmarcada por las paredes de lo que podría ser un decadente palacio siciliano, con columnas de mármol y grandes ventanales en los que asoman decoraciones de estilo art déco. Esas paredes móviles irán configurando los diferentes escenarios, desde el palacio de Argirio, la plaza pública, el campo abierto o la cárcel, con mayor ajuste en unas ocasiones que en otras, pero sin que tampoco haya nada que desconcierte al espectador. Quizás se echase en falta alguna referencia marina que acompañase a la musical barcarola de la entrada de Tancredi. Eso sí, no voy a dejar de reseñar un nuevo episodio de lo que parece ser la última moda en la dirección de escena: “tóquele la entrepierna al espectador deslumbrándole, no se vaya a dormir”. Este año llevamos ya tres quemaduras de cornea con Lucrezia Borgia, The turn of the screw y ayer con las linternitas del Tancredi. Imagino que ya falta poco para ver a la asociación de oftalmólogos de Monteolivete entre los patrocinadores del teatro.
Me gustó bastante el efecto conseguido con las sombras fuera de escena tras el duelo. También en el cuadro final se hará morir al protagonista a los pies de un gran mausoleo blanco con un gran efecto simbólico y visual. Toda esta fuerza estética compensa de algún modo la, en mi opinión, poca chicha dramática de la mayor parte del libreto y el estatismo escénico que del mismo se desprende. Estatismo que está presente en muchos momentos y no se evita, pero que también sirve para centrarnos en lo puramente vocal. Pienso que no es esta una obra que permita precisamente el lucimiento del regista, el cual con salir del paso dignamente ya hace bastante. Y yo creo que Sagi lo logra.
Para finalizar con el apartado escénico no quiero dejar de comentar el misterio de la noche: al inicio del aria de Amenaide No, che il morir non è, se vio caer un objeto desde las alturas del escenario que aterrizó en un extremo de éste, fuera ya de escena. No pude identificar de qué se trataba, pero por el ruido no parecía precisamente un paquete de kleenex; era algo pesado. Afortunadamente no pilló a nadie debajo y supongo que se trataría de un accidente porque por allí ni pasaba Livermore ni nada…
La cotitularidad de Roberto Abbado al frente de la Orquestra de la Comunitat Valenciana cada vez pierde más peso y está alcanzando niveles de lo meramente anecdótico. Su presencia ayer en el foso suponía la segunda ópera que dirigía en toda la temporada tras haberla inaugurado con I vespri siciliani. Y el año que viene se prevé que tan sólo dirija una, la última, que se estrenará a finales de junio y que será La Damnation de Faust. O sea, que tenemos que esperar casi un año para volver a ver al titular dirigir a su orquesta en una ópera. Es verdad que estará presente en un par de conciertos, pero su poca continuidad al frente de la orquesta dista muchísimo de lo que se espera de un director titular.
Ayer, para colmo, Abbado apareció en el foso con el brazo derecho en cabestrillo, dirigiendo toda la obra con la mano izquierda, con movimientos de cabeza y gergieveando con los deditos de la derecha. Pese a las limitaciones, he de decir que yo salí bastante satisfecho de la labor del italiano, quien demostró desenvolverse con soltura en el género, logrando que la orquesta mostrase la ligereza y transparencia que requiere. Ya en la obertura se imprimió un arranque ágil y con nervio y brío, con un eficaz juego de dinámicas, buenas regulaciones del crescendo y un equilibrio orquestal que sería la tónica de la noche. También hubo equilibrio con el escenario, respirando con los cantantes, y concertando y marcando las entradas con esa mano izquierda que ayer fue más valiosa que la de Joselito. Elocuente fue en este sentido cómo en el aria de Roggiero, donde Rita Marqués perdió el tempo, la recondujo a la orquesta con gesto rápido y claro, y en la repetición del aria le indicó perfectamente dónde hacer la pausa para no volverse a perder. Abbado consiguió ofrecer diversidad de acentos y me pareció ejemplar el cuidado e intensidad que se mostró en los recitativos toda la noche tanto por los cantantes como por el sostén orquestal.
Se obtuvieron momentos musicales bellísimos en los que la orquesta brilló especialmente, como las introducciones a la entrada de Tancredi o al recitativo de Amenaide In mia vita infelice. También la cuerda sobrecogió en ese final trágico de la versión de Ferrara que se ha elegido y que, aunque reconozco que corta el rollo, a mí me encanta. Las maderas estuvieron inspiradísimas toda la noche: flauta, oboe, corno inglés o ese precioso clarinete que acompaña el aria de Isaura. Y no quiero dejar de alabar la buena labor toda la noche del continuo, con José Ramón Martín al fortepiano, Rafal Jezierski al chelo y David Molina al contrabajo.
El Cor de la Generalitat, reducido en esta ocasión a sus voces masculinas, mostró empaque, autoridad, rotundidad y esa variedad dinámica que alguna comentarista de prensa parece que nunca sabe o quiere ver. Fantásticas fueron sus intervenciones en la llamada a la batalla, el finale primo o la maravillosa escena final; y, como siempre, fue estupendo el desempeño escénico de todos sus integrantes.
El principal aliciente con el que contaba la representación era la presencia de un reparto vocal más que interesante que ayer no sólo no defraudó, sino que hizo honor y dignificó el concepto mismo de bel canto.
La veterana Daniela Barcellona asumía el papel que da título a la obra. Un rol que la lanzó a la fama en el Festival de Pésaro de 1999 y que desde entonces ha paseado por todo el mundo, habiendo devenido una de sus más solventes intérpretes. Conoce el personaje a la perfección y lo hace suyo, con sabiduría, llevándolo a su terreno, sabiendo cómo y dónde mostrar sus mejores recursos y también cómo disimular sus limitaciones. Sólo por la corrección estilística y la expresividad mostrada ya vale la pena disfrutar su Tancredi. Es verdad que junto a algún agudo imponente, marca de la casa, también tuvo alguna subida apurada; es cierto que ha perdido homogeneidad y, aunque ofreció algún grave rotundo, asomaban cambios de color y puntualmente se abría la emisión en la parte más baja de la tesitura; y yo eché de menos un poquito más de pasión y garra. Alguien que había estado en el ensayo general me comentó que aquél día estuvo mejor que en el estreno. Las próximas funciones comprobaré si fue algo pasajero, pero en cualquier caso estamos ante un Tancredi de primera división, lleno de calidad canora y musicalidad, con un fraseo de clase, intenso y sentido. Lo mejor de la noche sin duda fueron sus excelsos dúos con la Pratt, especialmente el del primer acto, un auténtico goce para los sentidos.
Ya se ha dicho muchas veces, pero esta ópera en realidad debería llamarse Amenaide. Y, sin que ello se entienda como una crítica a Barcellona, ayer aún mas, pues la exhibición de bel canto en estado puro que ofreció Jessica Pratt fue sublime. Era la primera vez que la soprano subía al escenario principal de Les Arts para cantar una ópera, tras su paso fugaz por el infausto Auditori en 2015 con el mozartiano Davidde Penitente, donde nos dejó buenas sensaciones, pero nada que ver con la lección de maestría de anoche. Jessica Pratt deslumbró con un brillo vocal espectacular, un poderío en la zona aguda incontestable y una línea de canto exquisita y cuidada, consiguiendo unos sonidos delicados y etéreos sin que por ello la voz perdiese presencia ni cuerpo. Un canto refinado que adornó con elegantes reguladores (sensacionales, por ejemplo, los pianísimos en Giusto Dio che umile adoro); una impoluta coloratura, donde cada nota se daba colocada en su sitio con perfecta afinación; cada mordiente, cada trino, cada picado, cada apunte en la partitura se escuchaba perfectamente, transmutado en esos sonidos celestiales que ofreció ayer la soprano australiana.
El tercer personaje en importancia de la obra es Argirio, padre de Amenaide, un papel verdaderamente complicado y exigente. Para la ocasión se presentaba en València el tenor chino Yijie Shi, quien, pese a su juventud, presenta en su curriculum un importante bagaje rossiniano. El cantante tiene la vocalidad, conoce el estilo, se mueve cómodo en las agilidades y destaca por la frescura y potencia de su agudo (imponente resultó el agudo final, largo y mantenido, en el aria del segundo acto Ah! segnar invano io tento). Sus recitativos también estuvieron bien fraseados, con variados acentos y algunos detalles de muchísimo gusto. Sin embargo, a mí había algo que no me acababa de convencer y posiblemente fuese un timbre ingrato que afeaba un tanto el resultado final, en el que eché de menos una mayor nobleza. Por otra parte, si el personaje ya de por sí resulta poco creíble en el libreto, ayer ni por presencia escénica ni por estética convencía, y es que, pese a los buenos intentos de maquillaje y peluquería por hacernos creer que el chino del flequillo podía ser padre de Jessica Pratt, allí había algo que chirriaba (no sé si de ahí vendrá la expresión “engañarte como a un chino”). De cualquier modo, sólo cabe felicitar al tenor por su entrega y desempeño.
El cuarteto protagonista se completa con el malvado personaje de Orbazzano, encarnado ayer por Pietro Spagnoli. El barítono italiano tiene muchísimas tablas y también controla el género, lo que le ayudó a solventar con habilidad una actuación para la que, en mi opinión, su voz carecía del peso requerido, faltando autoridad y rotundidad en los graves. Eso sí, su dicción fue perfecta y supo dotar de intención al fraseo. En su aria se mostró algo plano y perdió la orquesta en un par de ocasiones, pese a los intentos de Abbado desde el foso por reconducirle.
En los dos papeles menores de Isaura y Roggiero cumplieron bien Martina Belli y la alumna del Centre Plácido Domingo, Rita Marques, sacando adelante sus respectivas arias di sorbetto.
El único punto negro de la función estuvo en la escasa presencia de público. Ha sido el estreno de la temporada con más huecos en la sala, no sé si debido a la competencia de la Nit de Sant Joan, al inicio del fin de semana playero, al escaso tirón de Rossini y de una ópera poco conocida, o a una mezcla de todo ello; pero el caso es que no se llegaba a los tres cuartos de aforo. De cualquier modo, los presentes nos lo pasamos en grande y pese a que la función acababa cerca de las once y media de la noche hubo largas y muy cálidas ovaciones para todos, incluida la dirección de escena. Una platea entusiasmada es el indicador perfecto de que las cosas se han hecho bien.
Fue una lástima que no se llenase porque el resultado ha sido muy bueno y estamos posiblemente ante el mejor espectáculo de la temporada, siendo una oportunidad inmejorable para acercarse a la música de Rossini como debe hacerse, con buenos intérpretes y una cuidada dirección musical. Aún quedan cuatro representaciones más. Si os lo estáis pensando, no lo dudéis, todo el conjunto es extraordinario, pero aunque sólo fuese por escuchar a la Pratt vale la pena. Si ya fuisteis ayer no creo que os tenga que convencer, seguro que, como yo, repetiréis.