Los que tenemos la inmensa suerte de
disfrutar con la música clásica y asistir regularmente a óperas, conciertos y
recitales, sabemos que hay días, muy pocos pero inolvidables, en los que, sin
saber muy bien por qué, surge la magia y se vive el Arte (con mayúscula) en
estado puro.
Hay veladas en las que la comunión entre
intérprete y público es total, en las que la separación entre el patio de
butacas y el escenario no existe, y el cantante, o el músico, parecen estar a
solas contigo, cada vez más cerca de ti, cada vez más dentro de ti, convertidos
en perfecto vehículo portador de las emociones que, hace muchos años, un
compositor sentado en su mesa de trabajo quiso transmitir mediante las notas
que garabateaba en una partitura.
Hay tardes, como la de ayer, en las que uno
llega a pensar que es imposible alcanzar mayor grado de perfección y belleza
mediante el sonido de la voz humana y la pulsación y caricia de las cuerdas de
un arpa.
La mezzosoprano madrileña María José Montiel y la arpista
valenciana Luisa Domingo, ofrecieron
ayer en el Palau de la Música
de Valencia un espectacular recital, dentro de la programación de la Sociedad Filarmónica de Valencia, que guardaré para siempre en mi memoria. Una primera
parte dedicada a mélodie y ópera
francesa, y una segunda a canción española más dos piezas en portugués de Jayme Ovalle y Ernesto Halffter, componían un programa sabiamente construido, que,
unido a la siempre cálida y bella voz de la Montiel
y el virtuosismo de Domingo, hacía
presagiar que pasaríamos una estupenda tarde. Pero se consiguió mucho más.
Es habitual en un recital de este tipo que
haya altibajos, que aparezcan momentos en los que la cabeza se te vaya a otra
parte, que desees que llegue cuanto antes ese tema que tanto te gusta, que te
distraiga hasta el vuelo de una mosca... Lo que no es normal es que desde que
suene la primera nota hasta que salgas de la sala, estés con los pelos de punta
por la emoción; que la gente se ponga en pie a mitad de recital para aplaudir y
bravear durante minutos la ejecución de un aria, como pasó con el "Mon coeur s'ouvre a ta voix"
de Samson et Dalila; que en la
primera canción ya haya gente con lágrimas en los ojos; que ni la señora del
sonotone desajustado y el papel de caramelito tamaño paella gigante de Galbis,
pese a los múltiples intentos de desconcentrarte, lo consiga... Y todo eso
ocurrió ayer.
Los que me conocéis y seguís el blog,
sabéis que soy un enamorado de la voz de María
José Montiel, a la que admiro como cantante y estimo como persona. Por eso
sé que algunos pensarán que estoy exagerando mis alabanzas. Pero también sé que
los que ayer estuvieron en el recital posiblemente opinen que me estoy quedando
corto y que mi torpe escritura no alcanza a describir la intensidad de las
emociones sentidas.
Y todo esto hay que valorarlo todavía más
teniendo en cuenta el tipo de espectáculo del que estamos hablando. Un recital
de canciones con el acompañamiento de un instrumento es una prueba de fuego
para cualquier intérprete. Ahí el artista tiene que despojarse de todo
artificio y la voz queda desnuda, dejando en evidencia cada virtud, pero
también cada defecto o imprecisión en su manejo. Si a eso le añadimos que el
instrumento acompañante era un arpa, la dificultad técnica se multiplica, pues
el cantante carece en ocasiones de apoyo y la riqueza en armónicos del arpa
complica más la afinación.
Todo eso no fueron inconvenientes para que María José Montiel llevase a cabo una
actuación impecable, técnicamente perfecta, ofreciendo además un recital de
canto valiente, por derecho, auténtico. Su voz carnosa y enorme llenaba cada
rincón de la sala en los fortes y
posiblemente hiciese saltar el poco trencadís que quede en el cercano edificio de Les
Arts, pero esa voz tan grande era domada y regulada al servicio de la
expresividad, con una sensibilidad exquisita.
Las medias voces que se escucharon ayer
fueron de antología, "a la
antigua", como apuntaba mi compañero de butaca. Auténticas medias
voces, no el típico "cantar bajito", perfectamente recogidas,
templadas, en frases largas, afinadísimas y con una regulación del aliento
milimétrica. Los pianísimos fueron audibles hasta el último soplo de aire; la
precisión en la colocación de cada nota, irreprochable; y la claridad en la
emisión, así como su articulación y dicción, admirables. Una magistral
exhibición técnica, pero siempre al servicio de la belleza del resultado, no
del lucimiento personal. No hubo ni un sólo toque efectista en busca del
aplauso fácil. Allí sólo mandaba la belleza musical y la Montiel
fue su instrumento perfecto.
Luisa
Domingo
nos ofreció unas adaptaciones para arpa interesantísimas, acompañando en su
justa medida a la voz, envolviéndola en perfecta armonía y enfatizando las
emociones del texto con virtuosa ejecución.
Personalmente, me quedo con la primera
parte del recital. Creo que con la música francesa lució más la voz de María José Montiel, que está llamando a
gritos debutar Dalila o Charlotte (Werther). Que alguien se lo diga a Helga, ya.
El momento cumbre de la noche posiblemente
se viviera, como ya apunté antes, con el "Mon
coeur s'ouvre a ta voix", de Samson
et Dalila de Saint Saëns.
Absoluto derroche de expresividad y presencia escénica. Dibujando perfectamente
cada matiz del texto. Fue sublime cómo cogió la primera nota de "Samson! Samson! Je t'aime!",
y enormemente sensual como se deslizaba la voz mientras las manos hacían lo
propio en "Verse-moi, verse-moi
l'ivresse!".
Pero no menos emocionantes resultaron el "Connais-tu le pays", de la
ópera Mignon de Ambroise Thomas que abrió el concierto, o las mélodies subsiguientes de Hahn
y Debussy, con un refinamiento
exquisito en la ejecución que se repetiría en esos dos temas de Massenet que precedieron a un descanso
que nadie en el patio de butacas quería que llegara.
De la segunda parte destacaría
especialmente el susurro poético que desprendió esa Nana de las Siete canciones
populares de Falla. En "Azulão", de Ovalle,
nos brindo algunas de las mejores frases de la noche, con un control del fiato y la respiración apabullantes. Y
el programa terminaba con el "Fado
(Ai que linda moça)" de Halffter,
sentidísimo, enhebrado con la sensibilidad a flor de piel y que finalizó con
las dos intérpretes con lágrimas en los ojos y abrazadas.
Tras el delirio final del público, la
propina no se hizo esperar. Una Habanera
de Carmen sin tonterías. Descarada y
sensual, pero sin perder la elegancia que requiere su canto. La sala pedía más,
pero el síndrome de Stendhal estaba
ya llamando a la puerta, e igual que tras una buena cena, el secreto está en no
llegar a saciarse. El público salió emocionado y las artistas también.
Esa es la magia. Decía al principio que hay
ocasiones en que ésta surge sin saber muy bien por qué, y entonces se vive el
Arte en estado puro. Haré una corrección. Ayer sí supimos por qué: porque allí
había dos artistas inmensas que nos ofrecieron generosas todo el fruto de su
sacrificio y esfuerzo personal a lo largo de los años, con el único objetivo de
hacernos un poco más felices, haciéndonos disfrutar de una maravillosa música
exquisitamente ejecutada. Y a fe mía que lo lograron.
Gracias a la Sociedad Filármonica de Valencia por esta iniciativa. Y, sobre todo, gracias, María José y Luisa. No tardéis en volver.
Querido Atticus: no haría falta estar en el recital para poder entenderlo, basta´con leer esta crónica.No siempre se encuentra el calor, la belleza, la magia en un escenario, y ayer sí que lo sentimos, gracias a dos mujeres poderosas que superaron la frialdad de ese escenario,amueblado con dos atriles de madera y un arpa, derrochando arte.
ResponderEliminarPedro.
Cuando hay verdad y arte es necesario muy poco artificio para que la emoción invada la platea.
EliminarEl martes, con la mayor sencillez en escena, pero con dos artistazas, se vivió una de las mejores veladas que yo he disfrutado en esa casa... Y son unas cuantas.
Un abrazo
Totalmente de acuerdo con la crítica, ya que tuve el inmenso placer de haber disfrutado del evento. Y una vez más, como me ocurrió en "Medea", me conmocionó y sí, se me humedecieron los ojos en más de una ocasión, quizás porque lo que vi el martes no fue un recital, sino a dos artistas que estaban interpretando sólo para mí, de lo cercanas y cálidas que fueron.
ResponderEliminarAbsoluta elegancia, exquisitez....y humildad.
Gracias y vuelve pronto.
La cercanía y sencillez de María José Montiel es uno de sus rasgos más característicos. Y eso hace también más cercanas y auténticas sus interpretaciones, en las que se entrega al cien por cien, y eso se nota.
ResponderEliminarMe alegra que estuvieses allí y compartas mis impresiones.
Un saludo