Ya dije cuando se anunció la presente temporada operística 2018/19 del Palau de les Arts que, en principio, lo que más interés me suscitaba, junto a la Lucia di Lammermoor que la clausurará, eran las funciones de Iolanta, de P.I. Tchaikovsky, que se iniciaron ayer en el coliseo valenciano. Varios eran los alicientes que presentaba: para empezar, es una ópera que me conquistó desde la primera vez que la escuché con una música que me parece preciosa; se trata de una obra que no es muy habitual ver representada; cuenta con la dirección escénica del polaco Mariusz Trelinski que casi siempre nos ha ofrecido propuestas interesantes; y de la dirección musical se encarga Henrik Nánási, que ha culminado con éxito incontestable cada aparición suya en el foso de Les Arts.
Para romper la intriga cuanto antes, empiezo ya por confesar que mis expectativas no quedaron defraudadas y considero que, aunque haya algunas cosas a las que se les pueda sacar punta, anoche se vivió un estreno muy exitoso en el que el público se lo pasó fenomenal, lo que, al fin y al cabo, es lo más importante.
Sí hay algo que no entiendo, y es que esta ópera de poco más de hora y media de duración no se haya ofrecido en un programa doble junto a otra obra breve, como se hace habitualmente en otros teatros (por ejemplo, recientemente, en el Teatro Real junto a Perséphone, de Stravinski; o en el neoyorquino Met junto a El castillo de Barbazul, de Bartók). Es verdad que prefiero que se haya optado por la versión escenificada, aunque sea sin ópera acompañante, y no por otra versión en concierto en el infecto Auditori, como ya la tuvimos en 2012; y también es cierto que se han reducido un poco los precios habituales de la sala principal para estas funciones. Igualmente, reconozco que posiblemente la programación un tanto coja de esta ópera venga derivada de cómo se fraguó esta temporada, sin director artístico, en pleno cambio de sus órganos de gobierno y sin apenas tiempo ni margen de reacción. Pero lo que es un hecho incontestable es que el público sale muy satisfecho de la sala con lo vivido, aunque con una especie de sensación de coitus interruptus muy significativa al quedarte con ganas de más.
Sí hay algo que no entiendo, y es que esta ópera de poco más de hora y media de duración no se haya ofrecido en un programa doble junto a otra obra breve, como se hace habitualmente en otros teatros (por ejemplo, recientemente, en el Teatro Real junto a Perséphone, de Stravinski; o en el neoyorquino Met junto a El castillo de Barbazul, de Bartók). Es verdad que prefiero que se haya optado por la versión escenificada, aunque sea sin ópera acompañante, y no por otra versión en concierto en el infecto Auditori, como ya la tuvimos en 2012; y también es cierto que se han reducido un poco los precios habituales de la sala principal para estas funciones. Igualmente, reconozco que posiblemente la programación un tanto coja de esta ópera venga derivada de cómo se fraguó esta temporada, sin director artístico, en pleno cambio de sus órganos de gobierno y sin apenas tiempo ni margen de reacción. Pero lo que es un hecho incontestable es que el público sale muy satisfecho de la sala con lo vivido, aunque con una especie de sensación de coitus interruptus muy significativa al quedarte con ganas de más.
Como decía antes, la dirección escénica de esta producción del Teatro Mariinsky de San Petersburgo corre a cargo del polaco Mariusz Trelinski, de quien en Les Arts ya hemos visto en temporadas anteriores sus versiones de Madama Butterfly (2010) y Eugene Onegin (2011), mucho mejor a mi juicio la primera que la segunda, aunque siempre con un poderío e impacto visual muy relevante. También en esta ocasión la iluminación y el componente visual y estético tendrán un papel fundamental, lo cual en esta ópera cobra aún más sentido al ser la luz o su ausencia el eje en torno al cual gira toda esta fábula. El vestuario y la escenografía juegan también con el contraste entre blancos y negros, reflejo de esa dualidad simbólica entre luz y oscuridad (conocimiento – ignorancia; uniformidad – singularidad; integración - marginación) que recorre la trama.
La acción se ha trasladado temporalmente del siglo XV a una época más moderna, posiblemente sobre los años 40 del pasado siglo, y se ha comentado que se ha buscado inspiración en el cine negro de esos años. Como también suele ser habitual en el director polaco, nos encontramos aquí con una escenografía muy limitada; únicamente una estancia en forma de cubo giratorio que representará tanto el interior como el exterior de la casa donde permanece recluida Iolanta rodeada de cráneos de ciervos muertos. Allí la tiene encerrada su padre, igual que a esos animales sin vida, fuera de su hábitat, como un trofeo, sólo para él, tan sobreprotegida que está muerta para el mundo.
Junto a la casa, enmarcando la acción, simplemente una pila de leña y un bosque de árboles secos flotantes con sus raíces suspendidas, dando al conjunto un cierto aire fantasmagórico muy apropiado para la fábula que en definitiva es. La oscuridad que rodea la casa o ese ambiente neblinoso y turbio, otorga especial protagonismo a la figura de Iolanta y centra la atención del espectador en los personajes principales y en el devenir dramático. El hecho de que gire el cubo central logra dotar de gran ligereza a la acción y los cambios de escena se suceden sin demoras innecesarias y sin que el ritmo narrativo se resienta.
Durante toda la representación, entre el escenario y la platea permanece permanentemente bajada una tela/pantalla sobre la que puntualmente se proyectan algunas imágenes. Yo pensaba que en la escena final, cuando la protagonista recupera la vista, la pantalla se retiraría definitivamente, pero no; con lo que la verdad es que no entiendo por qué nos tenemos que chupar toda la obra tras ese velo que dificulta la visión y la escucha del espectador, para que sirva de soporte para la proyección de video en apenas 4 o 5 ocasiones. Si es para que empaticemos más con la ceguera de la protagonista, ya puestos, que la hubieran hecho a oscuras. Aunque poco faltó para que la platea quedara ciega de verdad, pues, una vez más, las musas de los registas, que deben tener accionariado en la ONCE, decidieron que había que deslumbrar al espectador en una escena, en este caso cuando se descubre que Vaudemont está con Iolanta y todo el reparto aparece armado con linternas que, por supuesto, se encargan de dirigir convenientemente a las pupilas de los espectadores, no vaya a ser que se duerman.
Cuando finalmente la protagonista consigue ver, la luz crecerá en intensidad, y en la última escena todos los intérpretes, con un vestuario en el que predominará claramente el blanco, se alejarán festejando la buena nueva, a excepción de uno, el rey René, vestido de riguroso negro, con un guante de cuero del mismo color (posiblemente simbólico de lo cerca que está su comportamiento sobreprotector hacia su hija del sadismo o del maltrato psicológico), y que se quedará solo en la habitación de Iolanta mientras suenan las últimas notas de la ópera.
Creo que, en conjunto, la dirección escénica puede calificarse de positiva. Es verdad que se encuentra un poco en tierra de nadie entre las propuestas ajustadas al libreto y las más transgresoras, sin que aporte ninguna lectura especialmente original; pero hay una buena dirección de actores (otra cosa es lo buenos o malos que sean luego ellos) y obtiene una alta calificación en la creación de atmósferas y ambientes sugerentes que acompañan adecuadamente el discurso musical y dramático sin alterarlo especialmente y sin perturbar demasiado al espectador, a excepción, como ya he dicho, de esa molesta pantalla interpuesta y las linternitas del demonio.
Para quien esto suscribe es una alegría poder volver a decir que regresaba al foso de Les Arts Henrik Nánási. Siempre que ha pasado por nuestro teatro, el rendimiento de la orquesta ha sido excelente. Y ayer no fue una excepción. Esta ópera, aparentemente menor, cuenta con una maravillosa orquestación que encontró en la batuta de Nánási y los componentes de la Orquestra de la Comunitat Valenciana una interpretación privilegiada. Todo el cromatismo con el que Tchaikovsky impregna los pentagramas para mostrarnos musicalmente esa dualidad entre la luz y la oscuridad, fue trasladada a la sala por la orquesta de manera mágica. El director húngaro volvió a maravillarme con su extraordinario manejo de las dinámicas y sabia administración de las intensidades, con el absoluto control y equilibrio de orquesta y foso y, sobre todo, con una labor de dirección rebosante de sentido dramático, sabiendo resaltar cada matiz de la partitura generando emociones, al mismo tiempo que cuidaba las voces con un mimo exquisito.
Ya desde los primeros compases, desde ese preludio donde sólo los vientos intervienen para reflejar así la carencia de la luz que padece la protagonista, la calidad de los componentes de nuestra orquesta se puso una vez más de manifiesto. Grandísima noche de maderas y metales, con muy destacadas intervenciones de flautas, trompas y trompetas, de Ana Rivera en el corno inglés, Pierre Antoine Escoffier al oboe y unos más que sobresalientes Salvador Sanchís al fagot y Tamás Massànyi con el clarinete. Y no menos sensacionales estuvieron las cuerdas, desde las luminosas arpas a unos soberbios contrabajos que junto con violines, chelos y violas sustentaron con excelencia el magnífico edificio orquestal concebido por Tchaikovsky. Mención especial merece también el virtuosismo mostrado por Guiorgui Dimchevski, de nuevo como concertino en el foso de Les Arts.
El coro en esta ópera tiene una escasa participación aunque con momentos de indiscutible belleza. Las componentes femeninas del Cor de la Generalitat estuvieron situadas otra vez en el foso, tras la orquesta, durante casi toda la representación. Esto parece ya una nueva moda y esta es ya la tercera vez que se recurre a este singular emplazamiento en menos de un año, desde que a finales de la pasada temporada Abbado tomara la decisión de ubicar parte del coro en el foso en La damnation de Faust y repitiera recientemente en I Masnadieri. La verdad es que, al menos desde mi posición, anoche se logró un gran equilibrio del coro con la orquesta y las voces. Impecables fueron todas sus intervenciones cargadas de sutileza y musicalidad, e imponente la última escena con todo el conjunto sobre el escenario en uno de esos momentos que quedarán para el recuerdo.
El papel de la protagonista ha sido encomendado a la soprano armenia Lianna Haroutounian, quien ya nos visitara el año pasado como Tosca. En aquella ocasión no me acabó de convencer, pese a reconocer la calidad de su instrumento. Como Iolanta me ha gustado más, aunque valdrían muchas de las consideraciones que hice entonces. Es incuestionable la belleza de una voz sana, con cuerpo, bien proyectada, de atractivo timbre lírico que en la zona aguda se expande y agranda notablemente. Puntualmente se le descontroló un poquito la afinación y, pese a que la cantante pone todo su empeño, no puedo evitar que me traslade una cierta frialdad. Es cierto que hay instantes en los que su derroche vocal y entrega artística elevan la vertiente expresiva, pero le falta ese punto de magia, esa chispa de emoción que estimula nuestra espina dorsal, pero puede que sea una sensación muy particular. De cualquier modo, compuso una Iolanta más que notable que sólo puede merecer un encendido elogio.
El rol de Vaudemont no es precisamente una perita en dulce y el tenor ucraniano, hasta ayer para mí desconocido, Valentyn Dytiuk, ha sido toda una agradable sorpresa. Es aún muy joven, apenas 28 años, y está claro que debe madurar y pulir muchos aspectos, pero el resultado final fue muy relevante. Cantó su romanza con un gusto exquisito, adornándose con falsetes y medias voces, presentando en el registro agudo una frescura deslumbrante con apabullante comodidad. El fraseo en la zona central estaba más descuidado, pero es una cuestión a trabajar y que no deslució su muy brillante rendimiento vocal general. Su flanco más vulnerable es su actuación dramática porque como actor el muchacho muestra obvias carencias, con una movilidad y gestualidad limitadas, sacando pecho palomo y posando cual muñeco Michelin. El vestuario con pijo-jersey de Zipi y Zape y pantalón de chándal metido por dentro del botín, tampoco ayudaba.
Poco antes de comenzar la función, nos encontramos en el programa de mano con la sorpresa de que el bajo ruso Mikhail Kolelishvili, inicialmente anunciado como rey René, quedaba relegado a las dos últimas representaciones. Les Arts ha hecho público un comunicado diciendo que cancelaba por indisposición su participación y que sería sustituido por el ucraniano Vitalij Kowaljow, un cantante que también ha pasado ya por Les Arts, cuando vino en 2014 a cantar el Jacopo Fiesco de Simon Boccanegra, también por cierto para sustituir otra cancelación de otro bajo ruso, Ildar Abdrazakov. Kowaljow cumplió sobradamente el compromiso con una voz grave poderosa que manejó cantando con mucha clase y sabiendo dibujar este complicado personaje de perfiles tan polivalentes. Quizás se echase de menos que se mostrara más imponente con esas resonancias cavernosas de los bajos más profundos.
En mi opinión, el menos destacado del quinteto protagonista, sin que ello quiera decir que estuvo mal, fue el Ibn-Haqia de Gevorg Hakobyan, un barítono armenio que también hemos visto en Les Arts el año pasado como uno de los Scarpia de aquellas Tosca con la Haroutounian. Tiene un instrumento más limitado y muestra más tosquedad en su fraseo. Aun así, solventó bastante bien la difícil papeleta en su monólogo en crescendo, aunque acabase algo apurado, y siempre contó con el apoyo y mimo de una base orquestal fantástica.
Excelente me pareció Boris Pinkhasovich como Robert. A mí fue el que más me gustó de la noche. El barítono ruso mostró un auténtico color baritonal, con graves bien apoyados, agudos potentes y un timbre luminoso que recorría la sala y se imponía a la orquesta con facilidad. Fraseó con vehemencia y estupendo legato. Su aria resultó imponente por potencia vocal, musicalidad y expresividad, aspecto este en el que sin duda fue también el más destacado de la velada, tanto en lo vocal como en lo actoral.
Me gustó mucho el trío de criadas Marta, Briggitta y Laura, que estuvieron interpretadas con indudable acierto por Marina Pinchuk, Olga Zharikova y Olga Syniakova, respectivamente. Mostraron un gran equilibrio vocal, sensibilidad y un muy buen comportamiento escénico.
Muy correcto estuvo también Gennady Bezzubenkov, en el casi anecdótico papel de Bertrand; y magnífico en todos los aspectos el veterano Andrei Danilov en el también breve rol de Almeric.
Como era de esperar conociendo el comportamiento del público valenciano, al ofrecerse una ópera menos popular aparecieron bastantes más huecos en la sala. Una verdadera pena teniendo en cuenta la calidad del espectáculo ofrecido. Ojalá en las próximas representaciones el boca a boca vaya funcionando y se mejore la venta de entradas. Se aplaudió generosamente a todos los intérpretes a la finalización y hubo gran ovación para la orquesta. Esta vez sí salieron a saludar los responsables de la dirección artística que también obtuvieron la unánime aprobación por parte del público presente.
A los que no se os haya pasado por la cabeza asistir a alguna de estas funciones de Iolanta, os recomiendo que reconsideréis vuestra decisión. Descubriréis una ópera de música bellísima, con una orquesta en estado de gracia y un reparto vocal muy homogéneo y equilibrado. Además, los precios de las localidades son más baratos que de costumbre. ¿Qué más se puede pedir?