Iphigénie en Tauride era, a priori, una de las ofertas menos atractivas para el público de la programación de Les Arts. Sin embargo, cuando todavía estamos a mediados de diciembre, puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que los que tuvimos el privilegio de asistir hemos visto la producción más completa y redonda de la temporada.
Esta coproducción del Metropolitan Opera House de Nueva York y la Seattle Opera, con dirección de
Stephen Wadsworth (adaptada por
Sarah Schinasi y
Daniel Pelzig), se ajusta fielmente al estilo del coliseo neoyorquino de puestas en escena clásicas, visualmente muy atractivas y siempre procurando la innovación en el uso de los espacios escénicos, pero con un escrupuloso respeto a la ambientación fijada en el libreto por el autor.
El escenario se encontraba dividido en dos partes diferenciadas, una estancia que se usaba también de mazmorra y el interior del templo de Diana, sin que hubiese cambio alguno en los estupendos decorados de
Thomas Lynch en toda la representación, pero la inteligentísima dirección de los intérpretes, donde cada movimiento y expresión tenía su sentido, y el uso perfecto de la iluminación de
Neil Peter Jampolis, hicieron mucho más atractivo y eficaz el desarrollo de la trama que en otras producciones con continuos cambios de tramoya, pero sin una sólida dirección que las sustente.
Resultó muy llamativo el comienzo de la ópera, a orquesta en silencio y con el foso a oscuras, con una breve introducción interpretada por figurantes que representaron, en una coreografía de apenas 30 segundos, los antecedentes de la historia de Ifigenia, dando paso al preludio musical.
También fue muy interesante el momento de la aparición del espíritu de Clitemnestra en el muro que separaba a los hermanos Orestes e Ifigenia, que se hace traslúcido, tocando a ambos. Y, por supuesto, el efecto impactante de la aparición de la diosa Diana descendiendo desde el techo sujeta por invisibles arneses.
El vestuario de Martin Pakledinaz no desentonaba en absoluto con el resto de la puesta en escena, utilizando el color para acentuar los perfiles psicológicos de los personajes. Por poner un pero, quizás las extensiones del peinado de Domingo le daban un aire demasiado perriflauti.
La coreografía de Daniel Pelzig para los ballets me pareció la única nota discordante de la noche. No se sabía muy bien si se estaba contemplando una ceremonia griega, un ritual celta, un espectáculo de break-dance o la final del concurso de play-back de la falla. Buenos bailarines para unos movimientos, cuanto menos, discutibles por poco apropiados al resto de la concepción escénica.
La Orquesta de la Comunitat Valenciana ya no admite mayores elogios. Simplemente hay que decir que estuvo impecable. Por su papel siempre oscuro y rítmicamente fundamental, quiero destacar, no es broma, el trabajo del percusionista encargado del triángulo, quien tuvo ocasión de poner en evidencia su sentido rítmico en un pasaje ciertamente exigente.
Patrick Fournillier dirigió con firmeza, demostrando un conocimiento de los tempi requeridos y consiguiendo una coordinación absoluta con los cantantes, marcando perfectamente sus entradas. Sólo podría criticársele un cierto desmán en los volúmenes que incomodó a los cantantes en un par de ocasiones.
La ausencia del Coro de la Generalitat, que se encuentra ensayando ya el Fausto que veremos en febrero, dio oportunidad de lucimiento al Cor de Cambra Amalthea que cumplió sobradamente con su misión, mostrando una calidad irreprochable, destacando especialmente la cohesión y calidez del coro de sacerdotisas.
Indudablemente, resultó crucial para el éxito de la función el inigualable elenco vocal que se presentó en Valencia, comandado por el veteranísimo Plácido Domingo (a punto de cumplir los 68 años).
El madrileño cantó la versión para tenor que el propio Gluck compuso (la llamada versión vienesa), aunque el papel originariamente está concebido para barítono. Mucho mejor así, pues la voz de Domingo sigue encontrándose mucho más cómoda en la zona media y alta del registro que en los graves. Es cierto que el papel de Orestes no es especialmente comprometido y exigente, circulando principalmente en una zona media, de acceso “cómodo” para un tenor experimentado, pero eso no puede restar mérito alguno a la labor del madrileño, quien, no obstante, alcanzó con facilidad y potencia los agudos de la partitura. Precisamente es muestra de sana inteligencia y de respeto al público no aventurarse en insensatos alardes no acordes a la natural evolución de las voces. Se trata de intentar estar al 100% en cada representación, por propia dignidad y por miramiento al que paga para escucharte. Sentado esto hay que ser rotundos. Domingo estuvo perfecto. Sin fisuras. Demostrando que sigue estando en lo más alto del canto mundial.
Tras haber escuchado recientemente a Villazón, un tenor de timbre y consistencia que recuerdan mucho a Domingo, la comparación no se sostiene en absoluto. Si el mexicano hacía gala de su oscuridad tímbrica dentro de una voz embutida, el madrileño proyectó su canto con una fuerza y un volumen totalmente impropios de un poseedor del Bono Oro.
Fraseos perfectos, legato de Academia, reguladores funcionando como una maquinaria recién estrenada, matizando intensidades sin el más mínimo asomo de vibrato senil o falta de fiato, expresividad vocal e intensidad dramática dignas de un joven dispuesto a comerse la escena… En definitiva, el Domingo de siempre. Un profesional como la copa de un pino al que se le ve disfrutar con su trabajo, sin un ápice de divismo (que no sería injustificado), entregado al público y a sus compañeros (muy bonito el gesto de repartir su ramo de flores entre los músicos y el coro), y que nos dejó a todos con la sensación de haber asistido a algo grandioso.
Si perfecto estuvo el madrileño, Violeta Urmana no lo estuvo menos. Ya dije, con motivo de la Kundry que compuso en Parsifal, que posiblemente sea la mejor soprano dramática del momento. Incluso en este papel que, en principio, parece más apropiado para una soprano lírica, se movió con una desenvoltura vocal asombrosa.
La lituana tiene una voz bellísima que modula y con la que juega con un desparpajo sorprendente, sin que se inmute la afinación. Sus graves siguen siendo espectaculares, y alcanzó los agudos con limpieza y sin florituras en una obra que no es apropiada para las mismas. Su voz es potente y cargada de fuerza, pero cuando, como en este caso, es preciso contenerla, lo hace con solvencia. Maravillosa estuvo en el aria “Ô malheurese Iphigénie”, perfecta muestra de la elegancia, volumen y lirismo combinados en sus dosis justas de que es capaz la Urmana. Su presencia escénica e interpretación dramática junto a Domingo puso los pelos de punta en más de una ocasión, especialmente en esa escena final en que ella se resiste a aceptar el parricidio del hermano pero acaba por caer en los brazos del perdón y del consuelo. Es un privilegio absoluto que podamos seguir contando con la presencia regular de la lituana en nuestra ciudad.
Violeta Urmana y Plácido Domingo en el Acto II de Parsifal de WagnerEn principio, con esos acompañantes en el reparto, la misión principal del joven tenor jerezano Ismael Jordi podría pensarse que fuese no quedar demasiado en evidencia. Nada más lejos de la realidad.
Su bello timbre de tenor lírico brilló con luz propia junto a los dos monstruos escénicos que le flanqueaban. Mostró una depuradísima técnica que le permitió ligar su fraseo con elegancia y frescura, luciéndose sin reparos en sus dos arias en solitario. En el aspecto dramático supo estar a la altura del momento, y su juventud y forma física cuadraban perfectamente con el rol encomendado. Sus conocimientos y facultades hacen presagiar una figura muy importante en ciernes. Así se lo hizo saber el público en la gran ovación cuajada de bravos que le dispensó al final.
Ismael Jordi interpretando el aria "Ach So Fromm" (M'appari) de Martha de Flotow.
En cuanto al resto del reparto, muy bien en sus cortos papeles Ventseslav Anastasov, Riccardo Zanellato, Rocío Martínez y Carmen Romeu, sin desentonar en absoluto del trío protagonista. Sí destacó, pero para bien, pese a su breve intervención, Amparo Navarro como una diosa Diana poderosa en escena y de voz fresca y amplia, haciéndose merecedora de un papel de mayor enjundia en otra producción.
El público, quizás motivado por la presencia de
Domingo, se mostró más cálido que en otras veladas, habiendo incluso un amago de aplauso al salir a escena el madrileño. Personalmente pienso que se debió haber interrumpido con aplausos en varias ocasiones y no se hizo, pero al final hubo una larguísima y merecidísima ovación, en especial para el trío protagonista, con lanzamiento incluido de ramo de flores a
Domingo que a punto estuvo de condenarle a interpretar para siempre a la Condesa de Éboli, pues casi le sacan un ojo.
Recientemente comentó
Plácido Domingo en una entrevista:
Cada mañana es un desafío. “¿Todavía?”, me pregunto antes de hacer vibrar las cuerdas vocales. Y cuando canto me gusta encontrarme con la respuesta: “Sí, todavía”.
Pues bien, después de lo vivido el pasado día 13, no le quepa a usted duda, Maestro: Sí, todavía.