Los aficionados a la ópera que hemos tenido la fortuna de
disfrutar de la programación del Palau de les Arts desde su inauguración,
tenemos en la memoria veladas absolutamente irrepetibles. Obviamente cada uno
tendrá sus preferencias. Yo, por ejemplo, no dejaría de incluir Salomé, Otello o dos Britten para
chuparse los dedos como fueron El sueño
de una noche de verano y Peter Grimes;
y, por supuesto, añadiría otros títulos sobre los que seguro que habría una mayor
coincidencia, como los dos ciclos de El
Anillo de 2009, el primer Fidelio,
Parsifal o la Cavalleria Rusticana de Maazel
en 2010.
Bueno, sobre este último título quizás no haya tanta
unanimidad, ya que es verdad que en su momento concitó unas pocas críticas
feroces por los tiempos lentísimos que impuso la mágica batuta del Maestro y
que convirtió la Cavalleria de Mascagni en la de Lorin Maazel; pero logrando, y creo que esto admite poca discusión,
unos niveles de genialidad orquestal y belleza musical como pocas veces se han
dado en este teatro.
Toda esta introducción viene a cuento de que ayer en
Les Arts tuvo lugar el estreno del último espectáculo operístico previsto esta
temporada, con ese clásico programa doble formado por Cavalleria Rusticana de Mascagni
y Pagliacci de Leoncavallo. En aquellas míticas funciones de 2010, Cavalleria le puso los cuernos al payacho e hizo un afortunado intercambio
de parejas con La vida breve de Falla, en lo que creo que fue un
acierto programador de la siempre avispada Helga,
más allá de que yo le tenga un poquito de tirria a Pagliacci que es una ópera que, aunque le reconozco un par o tres
de instantes magníficos, me aburre soberanamente.
El recuerdo imborrable que guardamos los aficionados de
Les Arts de esas sublimes noches maazelianas
complica un poco más, querámoslo o no, la sensación de satisfacción respecto a
la producción de Cavalleria estrenada
ayer. Sé que posiblemente no sea justo, pero es inevitable. El chip mental es
difícil de controlar. Puedes llegar a la conclusión de que te ha gustado o
disgustado, pero será complicado que las sensaciones positivas superen aquella
actuación referencial que guardas en el recuerdo y que, como tal recuerdo
intangible que es, también tiendes a mitificar.
Bueno, pues todo este rollo era para empezar diciendo
que la representación programada ayer de Cavalleria
Rusticana partía ya con este hándicap importante, y ya adelanto que, aunque
se obtuvieron unos resultados satisfactorios, se estuvo lejos de los niveles de
excelencia orquestal obtenidos en 2010. Pero a partir de aquí procuraré
eliminar ya cualquier comparación con el trabajo del nunca bastante añorado Lorin Maazel y me limitaré a realizar
mi análisis, siempre subjetivo y muy personal, de lo visto y escuchado en la
sala principal de Les Arts.
La producción presentada de Cavalleria Rusticana, procedente del Teatro Real, es la misma que pudo verse en 2010, contando
con la dirección de escena de Giancarlo
del Monaco, escenografía de Johannes
Leiacker, vestuario de Birgit
Wentsch y la iluminación de Wolfgang
von Zoubek. El mismo equipo firma la regia
de estos Pagliacci que ya acompañaron
a la Cavalleria en su estreno
madrileño y que ayer se presentaban por vez primera en el coliseo del Turia.
El paso de estos once años no ha sido suficiente para
que, con mis limitadas entendederas, haya conseguido alcanzar a descubrir qué
demonios pretendía contarnos Del Monaco
situando toda la acción de Cavalleria
en una especie de cantera de mármol blanco, con el escenario en pendiente y a diferentes niveles, más propio para un rebaño
de cabras montesas que para cantantes, y con Santuzza presente en escena toda la obra a lo Elektra. Parece ser que algo se dijo acerca de que se buscaba una
aproximación a la tragedia griega… En mi humilde opinión, lo único trágico es
que se haya perdido tiempo y dinero en esto. Algún amigo me comentaba que la
puesta en escena sí le sugería el espíritu o la atmósfera de los pueblos del
sur de Italia. Yo reconozco que sigo sin pillarle el punto.
Ya dije entonces que la propuesta me parecía una
solemne estupidez, con una “escenografía
fea y absurda, sin que la dirección de actores contribuya a dotar de sentido a
semejante idiotez, que alcanza la culminación cuando se presenta una procesión
de Domingo de Resurrección con un Cristo con la cruz a cuestas, propio de
Viernes Santo”. Y no puedo dejar de ratificarme en lo dicho.
La procesión de flagelantes junto al Cristo con la cruz
en Pascua, sigue siendo tan fea como anacrónica; las penitentes escalando de rodillas los
bloques de mármol con un vestuario propio de militantes del Frente Popular de
Judea de La vida de Brian, patéticas;
el Cristo levantando la cruz desde la huevera cual concejal la Senyera el 9 d’octubre,
ridículo; que el duelo y muerte de Turiddu
tenga lugar a la vista del público, carece de sentido dramático y anula el
efecto final de su anuncio… Y toda esa aparente falta de sentido del conjunto
hace que el concepto general quede desdibujado y, lo que es peor, lo hace
además con un envoltorio pretencioso.
Quizás, por mencionar algo positivo, podría reseñar el
atractivo visual del contraste entre la escenografía blanca y el negro
vestuario, pero finalmente acaba por cansar tanta monotonía cromática,
especialmente si no se le encuentra sentido ni fundamento alguno, y ese
cansancio acaba por llevar aparejada también la pérdida de la intensidad
dramática.
Curiosamente, todo lo fallida y sin sentido que me
parece la concepción de Giancarlo del
Monaco para Cavalleria Rusticana,
se troca en Pagliacci en una
dirección de escena vistosa, ajustada al drama y con sentido teatral. Ello no
quita para que también haya pinceladas de absurdismo, como la imagen de Anita Ekberg en La Dolce Vita felliniana adornando el fondo del escenario. Puestos
a citar a Fellini quizás hubiera
sido mucho más apropiada La Strada, pero
bueno, después del recalentamiento craneal que sufrió Del Monaco en el desierto marmóreo de Cavalleria, se le disculpa.
La acción parece desarrollarse en los suburbios de una
ciudad italiana alrededor de los años 50 del pasado siglo, con el carromato de
la compañía convertido en un camión. Más allá de la pura estética,
indudablemente más atractiva la de estos Pagliacci
pese al horrendo disfraz de De León
como hermano Tonetti listo, funciona
mucho mejor también la vertiente dramática y todo el movimiento de actores y
diseño teatral de esta propuesta, resolviéndose con acierto la trama de teatro
dentro del teatro y dibujándose hábilmente en escena los contrastes entre la
torturada vida personal de los personajes y su faceta de comediantes.
Al objeto de dar una mayor coherencia y unidad al
programa doble, Del Monaco opta por
trasladar el prólogo de Pagliacci
justo al inicio de la velada, esto es, antes del comienzo de Cavalleria Rusticana. Después del
descanso, al inicio de Pagliacci sin
Prólogo, aparecerá un tractor en escena arrastrando el bloque de mármol con el
cadáver de Turiddu, haciendo así más
potente la idea de unidad entre las obras y de teatro dentro del teatro. Parece
que cuando se estrenaron estas producciones, el personaje de Tonio aparecía en el Prólogo cantando
por la platea, pero esta vez, debido a las prevenciones exigidas por el funesto
COVID-19, se ha optado, con buen criterio, por trasladar a la boca del
escenario este comienzo.
También quiero pensar que han sido las medidas
preventivas anti COVID las que han motivado que el coro no se encuentre en el
escenario en ninguna de las dos óperas, sino en los palcos laterales del primer
y segundo piso, mientras en escena son suplantados por una treintena de
figurantes, por cierto bastante estáticos y con bastante poca inventiva en
cuanto a sus movimientos en Cavalleria.
La decisión parece que ha sido sobrevenida, ya que conozco a quien tenía
entradas adquiridas en esas zonas y les han desahuciado sin derecho a réplica. Si,
como digo, la motivación es sanitaria y preventiva, nada que criticar, se asume
y más vale esto que cancelaciones; pero no acabo de entender que planten a 30 personas
en escena, aunque no canten, en lugar de sacar al coro o a parte del mismo,
cuando en anteriores producciones sí han actuado en escena enmascarados sin
problema.
El papelón de situarse en el foso al frente de la Orquestra de la Comunitat Valenciana,
sabiendo que los tocapelotas de turno vamos a sacar a relucir el recuerdo de Lorin Maazel, recayó en quien
precisamente fuese su director asistente, Jordi
Bernàcer. La labor del director alcoyano ha sido bastante correcta, mostrando
una batuta enérgica, con sentido musical, unos tiempos mucho más ajustados a la
partitura y una hábil capacidad concertadora en los números de conjunto e
intervenciones del coro, pese a la peculiar ubicación de éste. No en vano Bernàcer fue también director asistente
del Cor de la Generalitat. Demostró
también un buen equilibrio orquestal y estuvo siempre atento a cuanto ocurría
sobre el escenario. Me volvió a dar la impresión de que los paneles separadores
de protección en la zona de los vientos, provoca un sonido más mate de la
orquesta, especialmente de las maderas. Brilló más el foso en los pasajes más
arrebatados de intensidad orquestal que en aquellos más líricos y recogidos,
donde quizás se echó en falta una mayor variedad cromática y dinámica. Lo
cierto es que incluso la intensidad en algunos momentos fue excesiva, con un
volumen arrollador que apisonaba las voces, como ocurrió de forma singular en
la escena final de Pagliacci. En
ambos Intermedios, aunque no hubiese magia y se echasen de menos los infinitos
matices de aquel cuyo nombre no debe ser mencionado, la orquesta, con esas
cuerdas magistrales, supo mostrar su valía, consiguiendo que la belleza musical
contenida en los pentagramas encendiera un punto de emoción en la platea. Entre
la orquesta quisiera destacar las intervenciones solistas de arpa, flautas, trompetas
y trompas, y, por supuesto, la vibrante y aterciopelada cuerda, con unos magníficos
violines y violas, estremecedores contrabajos y, especialmente, con unos chelos
sobresalientes.
El Cor de la
Generalitat dispone en este programa doble de una buena ocasión para
exhibir facultades y, como era de esperar, no desaprovechó la oportunidad de
volver a impactar al auditorio con unas prestaciones vocales muy difícilmente
superables, a pesar del enmascaramiento de sus integrantes y de su discutible
ubicación en los palcos laterales del primer y segundo piso. Este emplazamiento
provoca, de entrada, que según sea la posición de la localidad de cada espectador
respecto al coro, el efecto del sonido percibido ha sido distinto. Me consta
por haberlo comentado con diversos amigos que se encontraban ayer en diferentes
zonas. También se apreciaron desequilibrios y desajustes de empaste pero creo
que no motivados por deficiencias en el grupo, sino debidos a ese diverso emplazamiento
de los grupos de cantantes en la sala respecto a las orejas de cada espectador. Por vez primera en la historia de este teatro, el coro llegó a tapar la escucha de la orquesta y a los solistas, debido a su colocación. Además, nos quedamos privados de disfrutar de una de las facetas más destacadas
de este coro, como es la combinación de su calidad vocal con su sabiduría
escénica e implicación dramática. En la parte positiva, se evitó que tuvieran
que cantar en Pagliacci de espaldas
al director; y, sobre todo, fue impagable la sensación de sentirse envuelto por
el sonido de sus voces ya desde su primera intervención en Cavalleria con Gli aranci olezzano, generando un impacto emocional enorme.
Estuvieron magníficos toda la noche con momentos como la entrada de Alfio en Cavalleria, el Eh...! Son qua! o
la escena final de Pagliacci…, y solamente
por escuchar el sutil, emotivo y brillantísimo Innegiamo que ofrecieron, merece la pena pagar el precio de la
entrada.
El tenor Jorge
de León asume el complicado reto de encarnar los muy exigentes papeles de Turiddu y Canio. Ya hizo doblete en 2010, aunque en aquella ocasión como el Paco de La vida breve, un rol mucho menos expuesto vocal y emocionalmente
que el de Canio. El cantante
tinerfeño regresa así a Les Arts seis años después de la Turandot de la despedida de Mehta.
En esta casa fue un habitual desde 2010, el año que saltó a la fama
definitivamente, habiendo intervenido, si no recuerdo mal, hasta en siete
óperas o zarzuelas. Sigue siendo poseedor de un instrumento grande, poderoso y
potente, en el que la zona grave ha ganado enjundia y el centro se muestra algo
más inestable, con más oscilaciones que hace unos años; pero en cuanto cruza el
pasaje y se adentra en la zona alta, la voz refulge imperial, trompetera, con
luminosidad y mordiente. Me gustó menos en No, Pagliaccio non son que en un Vesti la giubba con el que cosechó la ovación
más larga de la noche, de esas que a algún veterano barítono italiano le
hubiera dado pie a dos o tres bises. También estuvo pletórico en toda la escena
final payasa, aunque su inmenso caudal vocal quedase sepultado por el aún mayor
tsunami orquestal. Toda la noche hizo gala de una entrega vocal imponente, sin
eludir riesgos ni recurrir a fáciles trucos. Un canto entregado y pleno. Es
cierto que con algún despiste en la afinación y falta de refinamiento, pero el
repertorio tampoco requiere precisamente mucha finura. Se derrochó temperamento,
autenticidad y raza de tenor de los de antes y a mí eso me compensó todo lo
demás.
También ha hecho doblete como el Alfio de Cavalleria y el Tonio de Pagliacci, el joven bajo barítono georgiano Misha Kiria a quien ya pudimos ver en Les Arts el año pasado como
el Don Profondo de Il viaggio a Reims, la última ópera sin
mascarilla hasta ahora. Pese a su juventud llama la atención la presencia de una
voz bien colocada y asentada naturalmente en el registro, con un bello timbre
lírico de tonalidades claras, que quizás no parece lo más apropiado para estos
dos papeles más propios de barítonos dramáticos, pero con graves suficientemente
sonoros y subidas al agudo sin pasar excesivas penurias. En el Prólogo payaso, recitado
con intención, eludió las dos peliagudas subidas al agudo que son habituales,
aunque no estén escritas, lo cual personalmente agradezco. En el aspecto
interpretativo mostró también muy buenas maneras, estando muy entregado y
encarnando con credibilidad y sentido teatral a los dos personajes.
La italiana Sonia
Ganassi volvía a este teatro, tras el funesto Don Giovanni de Jonathan Miller, con el siempre incómodo y exigente personaje
de la Santuzza de Cavalleria Rusticana. Si algo no puede
negársele a la veterana cantante italiana es su desenvoltura escénica y su talento dramático
para compensar, mediante su implicación interpretativa e intencionalidad
expresiva, las limitaciones vocales de un instrumento que presenta un notable
desgaste y apunta a la senilidad, con acusados y feos cambios de color entre
registros. En el centro sigue mostrando destellos de firmeza, pero en las zonas
más bajas tiende a perder consistencia y sonoridad, y en las altas se hace
evidente la incomodidad de la tesitura, pero para mí todas estas limitaciones
quedaron en un segundo plano ante el derroche de expresividad y el alud de
emociones que hacía brotar en cada una de sus frases, dotadas siempre de intención
y variedad de matices. Su resultado final de conjunto me dejó una sensación muy
positiva, gracias a unas facultades interpretativas que se impusieron con
creces a todo lo demás.
María Luisa Corbacho repitió en el
papel de Mamma Lucia que ya asumiera
en 2010. Sigue ostentando una voz grande de timbre grave y contundente que
acompaña con una gran expresividad en sus siempre emocionantes intervenciones. La
mezzosoprano norteamericana Amber
Fasquelle, alumna del Centre de
Perfeccionament (ese que ya no lleva el nombre de un cantante que venía
todos los años a Valencia y fue muy famoso, pero que ahora parece que no haya
existido nunca), cumplió también con corrección como Lola, mostrando una bonita voz en una interpretación que hubiera
sido deseable aliñar con un punto mayor de picardía y naturalidad en escena.
En Pagliacci,
el papel de Nedda fue encarnado por Ruth Iniesta que regresaba a Valencia
tras haber sido la Madama Cortese del
pre pandémico Il viaggio a Reims de
2020. Su voz es fresca y su canto generoso, y, pese a moverse en terrenos de
soprano lírico ligera, se muestra suficientemente potente y se proyecta y corre
con facilidad por la sala, salvo cuando se topaba con la ola descontrolada de
volumen del foso. Me sigue resultando su timbre algo ingrato, pero eso no quita
valor a una interpretación muy meritoria. En ella recayó la misión de
castigarme con el aria esa de los pajaritos (Qual fiamma avea nel guardo) que tan gorda me
cae, pero, más allá de mis manías, solventó la papeleta adecuadamente. Destacó
sobre todo en la faceta escénica, mostrando madurez y desenvoltura, y contribuyendo
de forma capital a la explosión de emociones de la gran escena final.
El personaje de Silvio,
el amante de Nedda, corrió a cargo de
otro viejo conocido de Les Arts, el barítono italiano Mattia Olivieri, que fue alumno del Centre y que está desarrollando una fructífera carrera
internacional. Estaba previsto que hubiera sido el Ford del Falstaff de este año, pero el aplazamiento de las
representaciones por el positivo de COVID, no permitió su presencia en las
fechas definitivas. Sigue
destacando Olivieri por su
implicación actoral y desenvoltura en escena y parece haber controlado un poco
su tendencia al histrionismo y a pasarse un pelo de rosca. En lo vocal, aunque
su línea de canto no sea especialmente depurada y sufriese alguna pérdida de
afinación, funcionó bastante bien en su dúo con Nedda.
Muy cumplidor también en el rol de Peppe estuvo el alumno del Centre
de Perfeccionament, Joel Williams,
aunque se echasen en falta más matices y delicadeza en ese momentazo que tiene
con la Canzone di Arlecchino.
Hubo ayer serios problemas y retrasos para el acceso a
Les Arts, debido a que a algún genio se le había ocurrido hacer coincidir en
horario el inicio del estreno operístico en la sala principal con el de un concierto
de Antonio Orozco en el mal llamado Auditori. Parece de chiste que con la
cantidad de días que el teatro se encuentra sin actividad haya que forzar estas
situaciones.
Pese a lo desapacible del día lluvioso y el horario de
siesta de las funciones dominicales, la sala principal de Les Arts presentaba
ayer un aspecto muy ilusionante, con la mejor entrada del año. A ello contribuyó
sin duda la popularidad de los dos títulos presentados y el aumento de aforo derivado
de la favorable evolución de la pandemia. La ovación final fue de las más
estridentes y emocionadas de los últimos tiempos, sin duda merecida, pero también
hubo el efecto clac que tuvo la presencia en los palcos de los muy aplaudidores
miembros del Cor de la Generalitat,
quienes, junto a De León fueron los
receptores de los mayores reconocimientos. Venía yo intrigado durante varias
crónicas por la ausencia de miembros responsables de la dirección escénica en
los saludos finales, y hete aquí que ayer se rompió la racha con la salida de Giancarlo del Monaco, siendo reconocido
su trabajo también con cálidos aplausos.
No quiero finalizar esta crónica sin hacer una breve referencia a una de las noticias de la semana, al haber publicado el diario Levante que la Orquestra de la Comunitat Valenciana había elegido o avalado la elección del norteamericano James Gaffigan como su nuevo director titular. Eso no es exactamente así. Sí parece que la propuesta presentada por Jesús Iglesias ha recibido el apoyo de una mayoría de la orquesta o de su Comité, aunque también me consta que cuenta con el rechazo de una parte importante de sus miembros. Ya dije en mi crónica de Falstaff que, si este rumor que circulaba se confirmaba, para mí sería una gran decepción. Y lo vuelvo a repetir. No cuestiono la valía de futuro que pueda tener Gaffigan, ni tampoco pretendo que venga gente que no se pueda pagar. Simplemente esperaba que Iglesias cumpliese lo que ha venido diciendo desde que asumió la dirección artística de Les Arts: que tuviésemos paciencia porque el proceso sería lento, pero que traería a una figura de primera fila y que nos iba a sorprender. Eso lo dijo un día conmigo delante. Bueno, pues sorprender sí que me sorprendería, la verdad. Y lo de primera fila yo pensaba que era otra cosa, pero igual se refería a la fila de la cola de la charcutería del Consum de Nueva York… dicho sea con todo el respeto del mundo. Insisto en que no pretendo menospreciar la valía de Gaffigan. A mí no me gustó su Réquiem Alemán, pero igual dentro de unos años es el director de moda, lo ignoro. Sólo digo que, hoy por hoy, no respondería al perfil de director que Iglesias aseguró que iba a conseguir. Pero bueno, esperaremos acontecimientos. Mientras tanto, id a ver este programa doble que cierra la temporada valenciana.