Cuando el año pasado se anunció el contenido de la presente temporada operística en el Palau de les Arts, el espectáculo que mayor interés me suscitaba era la ópera Sansón y Dalila, de Camille Saint-Saëns, una obra por la que siempre he sentido debilidad y que, además, se presentaba con los alicientes añadidos de la presencia de Gregory Kunde como Sansón, la dirección musical de Roberto Abbado, en su primera ópera tras ser nombrado codirector titular de la Orquestra de la Comunitat Valenciana, y una puesta en escena de Carlus Padrissa y La Fura dels Baus que, al menos, parecía asegurar un interesante espectáculo visual.
Tras lo visto y oído anoche, y antes de empezar a repartir estopa, he de decir que yo me lo pasé muy bien, aunque los resultados fuesen menos satisfactorios de lo que esperaba.
La dirección escénica de Carlus Padrissa y La Fura dels Baus, de quienes ya hemos tenido la oportunidad de ver en este teatro su trabajo en la magnífica y exitosa tetralogía wagneriana de El Anillo del Nibelungo, y su más discutida propuesta para Les Troyens de Berlioz en 2009, ha contado en esta ocasión también con la intervención directa de la coreógrafa Zamira Pasceri, en una producción que fue estrenada en la Ópera de Roma en el año 2013.
La primera impresión que me causó es la de ser una Fura low cost, de trapillo. Un poco las cosas de siempre, pero con menor presupuesto. La escenografía no es que sea minimalista, es ninguna. Apenas unos mandalas que igual servirán de flores que para conformar las columnas del templo. Lo cual no tiene por qué estar mal pues se compensa con proyecciones y juegos de luces; pero ese vacío escénico pienso que afectó negativamente a las voces, haciendo que, cuando se encontraban más allá de la primera línea del escenario, sin un apoyo escenográfico que las recogiese y proyectase hacia la sala, tendían a dispersarse en la caja escénica y quedaban tapadas por la orquesta.
Por otra parte, la oscuridad, una vez más, fue protagonista. De verdad que no pido que aquello esté como un quirófano, pero tanta tiniebla, acaba por hartar; sobre todo si le pones al coro un pequeño foco en la frente, con muy buena idea conceptual (para representar la guía que precisa el pueblo oprimido), pero que en la platea, en contraste con tanta oscuridad, molesta. Y no digamos cuando al principio del tercer acto, con la música ya sonando, aparecen correteando por la platea unos fureros con linternas deslumbrando con toda su mala leche al respetable. Como ocurrencia teatral puede ser aceptable, pero estamos en una ópera, donde tiene que haber teatro pero al servicio de la música y las voces, y esos linternazos molestan a la gente y el ruido que hacen corriendo por los pasillos, más.
Es el problema de traspasar “la cuarta pared”. Ese es el espacio del público. Hay quien no lo tolera en absoluto, y, en cualquier caso, en una ópera hay que ser muy cuidadoso para que esa violación de las reglas no afecte al espectáculo musical que es lo principal. En el primer acto hubo otro de estos momentos, con la ubicación del maravilloso coro de ancianos hebreos bajo la platea alta. Aquí el efecto acústico me pareció muy conseguido, pero al mismo tiempo se ubicó en la platea, en la nuca de Abbado, al Viejo hebreo (que parecía más bien salido de Turandot) cantando, produciéndose una descompensación no deseada entre orquesta y voz.
Las proyecciones tienen mucho de déjà vu. Esos primeros planos en blanco y negro o las ramificaciones en rojo en la escena de la seducción, están más vistos que los capítulos de Verano Azul, y el resto de proyecciones aporta realmente poco a la trama, aunque es verdad que se dota de cierto atractivo visual a la propuesta.
El vestuario de Chu Uroz posiblemente sea algo menos horroroso de lo que es costumbre, a excepción de la patética conversión de Sansón en un ridículo Hulk de gomaespuma, lo que hacía complicado tomarse en serio al personaje. Todo el vestuario juega con el blanco y el negro, representando la dualidad y los conflictos internos. El único toque de color es el amarillo de las tarjetas de crédito oro que lleva Dalila colgando. ¿Por qué van los hebreos con códigos de barras y los filisteos con códigos QR?, pues vaya usted a saber. Como tampoco conseguí adivinar el sentido del cinturón de explosivos del Viejo hebreo, o de tantos otros detalles, como la rampa-tobongancito o esas absurdas maquinarias propias del universo de los forgendros de Forges.
Como siempre me ocurre con las producciones de La Fura, echo de menos un mayor trabajo de actores con los personajes principales, una dramaturgia que sustente los caracteres de los protagonistas, más allá de disfrazarles y envolverles de proyecciones.
Pienso que la propuesta no carece de ideas. Lo que le falta es claridad, explicación o facilidad para ser comprendidas por los que somos más bien ceporros. Algunas de las que pillé me resultaron interesantes, como el juego de cuerdas opresoras en los judíos y destinadas al placer en los filisteos, o la resolución de la escena final. Me pareció que funcionaba bien la danza de las filisteas y posterior escena de entrada de Dalila. Y me gustó el que posiblemente vaya a ser uno de los pasajes más criticados por algunos, la bacanal, con escenas de bondage y sacrificios incluidos.
Leyendo lo que llevo escrito y recordando que yo fui uno de los “puristas afrancesados” (Helga dixit) que abucheó a La Fura en Les Troyens, lo lógico es que penséis que fui uno de los que abucheó ayer a los responsables escénicos. Pues no. Les aplaudí. ¿Por qué?... aún lo estoy pensando; pero creo que por tres cosas fundamentales. Una fue ver a lo más rancio del patio de butacas abuchear a La Fura por raros. Yo siempre preferiré una producción fallida pero arriesgada y con ideas, que una repetición de moldes viejunos que no cuente nada. Otra, porque realmente, pese a todo, yo me lo pasé bien y nada me llegó a enfadar tanto como el día de Troyens. Y tercera y principal, porque creo que la producción hay que valorarla teniendo en cuenta el esfuerzo y la capacidad de respuesta que se ha tenido ante el accidente sufrido en los ensayos por Gregory Kunde, y el resultado de readaptación pienso que es positivo y muy meritorio, optando por mostrarle colgado en el primer acto, en alusión a la cercanía a Dios del personaje, y posteriormente en una plataforma deslizante, en la que incluso salió a saludar. En este apartado merece una mención muy especial el excepcional, y siempre en la sombra, equipo técnico de trabajadores de este teatro que ha hecho posible culminar esa reorientación de la puesta en escena.
Bueno, voy ya a lo musical que como me siga extendiendo van a hacer una ópera con esta crónica… O un auto de fe.
El director titular Roberto Abbado pisaba por primera vez el foso de la sala principal tras su nombramiento. Su estupenda labor en la Sinfonía Fantástica y Lélio que se ofrecieron en noviembre, puso de manifiesto un cada vez mayor acople con la Orquestra de la Comunitat Valenciana y un cierto control del repertorio francés. Anoche la dirección de Abbado presentó mayores problemas.
Personalmente, considero que el comienzo de esta ópera, con esa cuerda grave sobrecogedora y la subsiguiente intervención del coro, es uno de los momentos más emocionantes del repertorio operístico. Y ayer no funcionó. Pienso que el tempo impuesto por Abbado fue demasiado rápido. Yo lo hubiese preferido más reposado y detallista, dándole más realce a los extraordinarios contrabajos y violonchelos de la orquesta y más acorde al carácter grave de la plegaria, pero bueno, eso, al fin y al cabo, no es más que una opinión personal. Lo que no admite discusión es que en ese arranque de la obra hubo serios desajustes en el foso y de éste con el coro, como también ocurrió con el coro final. Y el equilibrio entre secciones, principalmente con los metales, no fue siempre el deseado.
Por el contrario, en los instantes más líricos, especialmente en las arias de Dalila, los tiempos se ralentizaron, en algún momento casi en exceso, pero se pudo paladear la belleza de la partitura con una orquesta pletórica, de la que, en general en todo el segundo acto, Abbado consiguió extraer todo el colorido y riqueza que atesora la página, con inteligente manejo de las dinámicas y unas maderas y arpa en estado de gracia. Y espectacular me resultó también la Bacanal, aunque saltasen todos los medidores de decibelios desde Les Arts a Albacete capital.
Pienso que no hay motivos de alarma, estoy convencido de que en las próximas representaciones se conseguirá un mayor ajuste, y aunque da la impresión de que Abbado todavía no consigue domar la orquesta completamente, sólo es cuestión de tiempo… espero.
El coro juega también en esta ópera un papel fundamental, es un personaje clave, tanto representando al pueblo hebreo como a los filisteos, y ha saber adaptar su canto y su interpretación a las diferentes exigencias del libreto. El Cor de la Generalitat es una garantía. Y ya no es que lo diga yo, está reconocido por cualquier persona con orejas que trabaja o disfruta con ellos (bueno, menos Rosa Solà y un Dj sordo de Guanajuato). Anoche volvió a estar al mejor nivel, pese a los desajustes que ya he comentado, sobre todo al comienzo, donde tuvo también influencia la dirección musical. El coro de ancianos hebreos fue sobrecogedor, deliciosa la salida de las doncellas filisteas, magnífico el coro interno del tercer acto y su rendimiento escénico y vocal en la Bacanal y en la escena final, insuperable.
Es un auténtico lujo que el tenor norteamericano Gregory Kunde, se haya convertido en cantante habitual de las temporadas de Les Arts. Y en esta ocasión tenemos que congratularnos especialmente de su debut como Sansón, ya que en uno de los ensayos se lesionó gravemente en una pierna, sin poder apoyar el pie, motivo suficiente para que cualquier cantante hubiese cancelado su participación en una ópera tan exigente como ésta. Pero su profesionalidad y la capacidad de reacción de la dirección escénica, nos han permitido disfrutar de un Sansón de primera categoría.
Es verdad que quizás no cubra adecuadamente la voz en todo el registro, que los agudos más exigentes necesiten más apoyo y apunten un cierto vibrato, pero este señor de 61 años le sigue dando sopas con honda a la mayoría del escalafón tenoril, sabiendo mostrar, pese las exigencias escénicas fruto de su lesión y de las ocurrencias fureras, todo el carácter heroico del personaje, con garra e ímpetu y con algunos agudos que eran cañonazos brillantes. También ofreció la faceta más lírica en el segundo acto, con pasión y más credibilidad que su acompañante en escena. Y en el tercer acto derrochó expresividad.
La mezzosoprano armenia Varduhi Abrahamyan, debutaba también este papel en nuestro teatro, donde igualmente se está convirtiendo en una habitual, habiendo interpretado recientemente los roles de Adalgisa en Norma y Fenena en Nabucco. Precisamente por haberla escuchado ya con anterioridad, hace tiempo que dije que no me parecía una voz idónea para Dalila. Y, tras la función de anoche lo sigo pensando, aunque sé que discrepo de la mayoría. Lo siento, no es cabezonería, creo que tiene el color, pero no el registro ni el carácter. Tiene una preciosa voz oscura, pero no graves de peso. Su timbre resulta enormemente atractivo en la zona central, pero yo la encuentro excesivamente lírica, y corta, tanto en el agudo como en el grave, donde en cuanto entraba en terreno más exigente cambiaba el color. Y, sobre todo, con carencias expresivas demasiado relevantes para un papel que, especialmente en el acto segundo, debe ser un derroche de magia y seducción vocal.
No se puede decir que estuviese mal, en absoluto. Reconozco el esfuerzo y el mérito de debutar el papel y hacerlo con gran corrección, y eso merece mi aplauso. En “Mon coeur s’ouvre a ta voix” sabía que tenía su gran momento y lo aprovechó, ofreciendo las mejores prestaciones de toda la velada, pero tanto ahí como en otros instantes líricos eché de menos más matices, regulaciones, expresividad en un fraseo que, siendo correcto, me resultó deslucido y frío. También mostró notorios problemas puntuales de afinación y en la escena final del primer acto con Sansón y el Viejo hebreo quedó inaudible.
El papel de Sumo Sacerdote se ha encomendado al barítono francés André Heyboer, a quien pudimos escuchar en una breve intervención en Lélio, de Berlioz, el pasado mes de noviembre en el Auditori. En aquella ocasión me pareció un barítono mediocre tirando a malo, pero la verdad es que, sin ser tampoco el hombre Gérard Souzay, ayer llevó a cabo una muy meritoria labor, destacando por dicción y adecuación al estilo.
Gran corrección hubo también en el resto de papeles menores, destacando el buen Abimélech de Alejandro López y, sobre todo, Jihoon Kim como Viejo hebreo.
La sala presentaba ayer más huecos que en anteriores estrenos. La ópera es menos conocida y, lamentablemente, a la gente parece que le cueste abrirse a escuchar cosas más allá de los Mozart, Verdi o Puccini básicos. No quiero ni pensar cuando llegue Britten… Se dejó ver, sonriente y amable como siempre, el conseller de cultura, Vicent Marzá. Fueron muy aplaudidos coro, orquesta y la pareja protagonista, mientras que la dirección escénica, como he comentado, cosechó división de opiniones, con, casi a partes iguales, aplausos y protestas, entre las que destacaban tímidos abucheos de algunas señoras de bien y mucha laca que se notaba que no estaban muy acostumbradas a armar bulla más allá del ruido de desenvolver y chupetear sus caramelitos o los comentarios al sonotone del marido.
Yo confiaba en una función redonda y no salió todo como pensaba, pero creo que la cosa irá mejorando los sucesivos días; y, en cualquier caso, recomiendo a todo el mundo que acuda a disfrutar de un gran espectáculo con una obra que tiene momentos bellísimos.
No quiero finalizar sin hacer una referencia al anuncio que se ha hecho recientemente de que Plácido Domingo celebrará su cumpleaños en Les Arts ocupando el podio de la orquesta el día anterior, 20 de enero, en sustitución de Roberto Abbado. Vaya por delante que ignoro cuáles son las motivaciones reales que han llevado a Les Arts a tomar esa decisión, pero, tal y como se ha vendido en prensa, todo apunta a que haya sido una concesión al capricho del señor Domingo. Y si es así, me parece impresentable.
Antes de que aparezca el tonto de turno a decir que viene a sacarnos la pasta, ya digo que estoy convencido de que esto no lo hace por dinero, en absoluto. Plácido Domingo es una figura que merece todo el respeto y reconocimiento por su carrera y por el apoyo que siempre ha dado y sigue ofreciendo a nuestro teatro de ópera. Hagámosle un concierto o gala de homenaje y que acuda el que lo desee, o démosle un videojuego de dirección para la Wii o hasta una tarjeta regalo de El Corte Inglés y que se compre lo que quiera; pero la decisión de que dirija el día 20 me parece una falta de respeto para el director titular, Roberto Abbado; para los músicos y cantantes que no tendrán tiempo de ensayar con él (tiene anunciados conciertos en Moscú y Dublín los días 14 y 17 de enero); y para el público que tenga su abono ese día o haya adquirido entrada para esa función. Porque, no nos engañemos, sin necesidad de llamar a Rappel, es fácil prever que la calidad del espectáculo mermará y a los músicos no les aportará nada. Domingo no es Barenboim, Muti o Thielemann, es un director muy mediocre, e igual que habrá mitómanos que irán a verle y le aplaudirán hasta cuando se seca el sudor, debería de permitirse la devolución del importe de la entrada a quienes se hayan visto sorprendidos con el regalo de cumpleaños y deseen cambiar su localidad para otra función.
Es cierto que la profesionalidad y valía de la Orquestra de la Comunitat Valenciana y del Cor de la Generalitat, posiblemente hagan menos estrepitosa la charlotá del día 20 y aunque allí esté el venerable maestro Domingo moviendo la batuta, ellos lleven el piloto automático de lo ensayado con Abbado. Pero eso no son formas.
Así que, ya puestos, yo propongo un homenaje a quien realmente lo merece, que son nuestra orquesta y coro. Programen una función sin director en el foso. Lo digo muy en serio. No saldrá la cosa peor.