Por fin, casi tres meses después de iniciada la
temporada valenciana, la ópera escenificada llegaba ayer a la sala principal de
Les Arts, con uno de los grandes títulos del repertorio, como es la Madama Butterfly de Giacomo Puccini,
en lo que constituye la cuarta ocasión en la corta historia de este teatro en
la que el drama de Cio-Cio-San se
representa en el coliseo de Calatrava. Algo que sinceramente me parece un poco
excesivo.
No discuto que todos los años
haya de haber una ópera destinada a hacer caja y a colgar el cartel de
localidades agotadas, pero hombre, insistir siempre con los mismos títulos creo
que tampoco es preciso, ya que dentro de los autores con más tirón, como puedan
ser Puccini, Verdi o Mozart, hay obras que aún no se han
representado en Les Arts o se han visto menos veces, y seguro que concitarían
un interés similar para nuevos públicos. Si a eso le añadimos que la producción de Butterfly estrenada ayer es la misma que
pudimos ver aquí la última vez, hace apenas cuatro años, pues se comprende que
el interés ante la propuesta del abonado más fiel se viera ciertamente
menguado.
Dicho lo anterior, el caso es que ayer hubo un lleno
casi completo y escasean las entradas para las cinco funciones que restan, por
lo que es obvio que, más allá de lo renegones que nos pongamos algunos, el
objetivo que buscaba el teatro se está cumpliendo. Eso sí, con no poco
sobresalto, ya que apenas tres días antes de este estreno saltaban todas las
alarmas ante la noticia de la cancelación del ensayo general (ahora llamado
preestreno) ante un positivo de COVID en el equipo artístico de esta producción.
Y ayer, al llegar al teatro, nos encontramos en el programa de mano con una
hoja añadida donde se decía que el tenor Marcelo
Puente sustituía en el estreno a Piero
Pretti, afectado de laringitis, y que el papel de Goro sería asumido por Mikeldi
Atxalandabaso en las primeras cuatro funciones. De momento el estreno se
desarrolló con normalidad y parece que se mantiene inalterada la previsión de
las restantes cinco funciones. Cruzaremos los dedos y nos taparemos las bocas,
porque la cosa está para pocas bromas.
Como decía antes, la producción presentada es la que ya
pudimos ver en 2017, con la dirección de escena de Emilio López, escenografía de Manuel
Zuriaga, vestuario de Giusi Giustino,
iluminación de Antonio Castro y Nadia García, y los videos de Miguel Bosch. Poco más nuevo he de
decir respecto a la crónica que dejé en este blog hace cuatro años. Aunque no
tengo memoria como para recordar cada detalle, sí me pareció que algunas cosas se
habían cambiado. Al menos, creo que algún video se ha suprimido y la muerte de
la protagonista yo la recordaba diferente.
La propuesta, pese a llevar la acción a la Nagasaki de
los años 40 del pasado siglo, mostrando en los actos segundo y tercero el
escenario devastado como consecuencia de la bomba atómica, mantiene un tono de
conjunto que creo que puede ser tildado de clásico, con un ajuste al libreto
bastante importante pese a que se tome puntualmente algunas licencias. Pero nada
que ver desde luego con los desbarres escénicos que abrieron la temporada en el
Réquiem de Castellucci y la Doña
Francisquita de Lluís Pasqual.
Por los comentarios que escuché a los espectadores más añosos que comparten
cercanía a mi abono, aunque les espantó un poco el comienzo con los videos de
motivos bélicos, acabaron considerando la puesta en escena en su calificación
de “como tienen que ser”.
A mí, personalmente, la producción no me acaba de
emocionar del todo y sigo viendo que se queda un poco a medio camino, como si
le diese reparo zambullirse por completo en una propuesta más rupturista y
original; limitándose a apuntar algunas ideas, pero sin acabar de salirse del
todo del camino más tradicional. En cualquier caso, no digo esto como reproche,
sino como una mera impresión particular, reconociendo al mismo tiempo que, en
su valoración de conjunto, considero poco discutible que la cosa sí funciona,
desarrollándose el drama cómodamente en el envoltorio construido por Emilio López y su equipo, sin que nada
chirríe ni descoloque demasiado al espectador, aunque haya momentos donde la
contradicción sea inevitable, como hablar de las flores y el jardín florido en
medio de las cenizas y las ruinas.
Según ha explicado el propio responsable de la
dirección escénica, esa trasposición al Nagasaki demolido por la bomba tiene
por objeto asociar esa destrucción externa de la ciudad a la interna que asola
al personaje de Cio-Cio-San cuando va
siendo consciente de la traición de Pinkerton.
Bueno, pues vale. Tiene cierto sentido y cosas peores nos hemos chupado aquí sin
rechistar, e insisto en que no dejas de tener la percepción de estar asistiendo
a una Butterfly tradicional.
No me gustó demasiado la iluminación, que pienso que
daba mucho más juego que los clásicos cañones de luz sobre los cantantes como
en un vulgar circo navideño; y menos todavía, como ya manifesté a raíz de su
estreno en 2017, la ocurrencia de ofrecer todo el segundo acto con un telón
semitransparente bajado. Parece que con ello se quiere simbolizar la ceguera de
Cio-Cio-San ante la realidad en este
acto, no queriendo asumir el posible abandono de su marido; levantándose en el
tercero cuando ya es plenamente consciente de la traición sufrida. La idea, una
vez más, tiene su sentido, pero creo que no se compensa con la incomodidad que
para la visión del espectador se origina con esa tela interpuesta.
Tampoco me parece acertada la inclusión de una
bailarina mientras suena el bellísimo coro final del acto segundo. La
justificación parece estar en que simula ser una mariposa que acabará siendo
atravesada por una espada, adelantando así el fin trágico de Cio-Cio-San en el acto siguiente y
haciendo referencia a la frase que dice ella en el acto primero acerca de lo
que hacen con las mariposas al otro lado del mar. Independientemente de la
corrección de las habilidades danzarinas de Fátima Sanlés, cosa que los dioses me libren de poner en cuestión,
y aunque estéticamente pueda no quedar mal, pienso que ese momento está creado
exclusivamente para concentrarse en la música y en la voz del coro interno, no
para interponer elementos que distraigan de lo esencial.
Entre lo más positivo de esta producción creo que se
encuentra una dirección de actores más cuidada y minuciosa de lo que viene siendo
habitual, y en la que en esta reposición, como ha reconocido el propio Emilio López, se ha incidido en el
lenguaje corporal y la gestualidad de reminiscencias orientales. En cualquier
caso, con todas sus luces y sombras, pienso que la propuesta ha de valorarse
positivamente, dejando que la música y el canto sean, por fin, los
protagonistas de la representación, constituyendo la escena simplemente lo que
tiene que ser, un vehículo adecuado para que el drama contenido en el libreto y
la partitura se desarrolle naturalmente y llegue al espectador.
De la dirección musical se ha encargado Antonino Fogliani, un joven director italiano
del que había leído elogiosas críticas y que creo que ayer desarrolló una buena
labor en términos generales. Y eso pese a que, una vez más, se hizo presente en
mis deterioradas meninges el recuerdo de la magia que nos brindó Lorin Maazel en aquellas dos excelsas Butterfly que dirigió; pero si
seguimos teniendo esa referencia, nada nos puede gustar. Aquello ya no volverá,
lamentablemente, por lo que esos recuerdos no deben impedirnos valorar positivamente
otros buenos trabajos, como el realizado anoche por Fogliani en su primera presencia en el foso orquestal de Les Arts.
Y lo cierto es que no me gustó nada su comienzo, con una dirección acelerada,
atropellada y que en el dúo de Sharpless
y Pinkerton mostró alguna
descoordinación y sonidos toscos. Sin embargo, a partir de ahí pareció ir
encontrando el punto adecuado, sabiendo hacer fluir naturalmente y de forma
equilibrada el discurso musical creado sabiamente por Puccini, consiguiendo remarcar acentos y contrastes, que no son
pocos. Hubo instantes en los que ralentizaba los tiempos y estiraba las frases
hasta el límite mismo de que se desplomara la tensión, pero consiguiendo
aguantar el armazón dramático. Cuidó mucho las voces y pienso que ha sido de los
directores a los que últimamente se le ha descontrolado menos el volumen, pese
a lo cual hubo instantes pasados de rosca, como la escena del Zio Bonzo. Entre los momentos más
notables yo destacaría el inicio del acto segundo, la llegada del barco, toda
la escena final o la transición orquestal entre el segundo y tercer acto. Es de
destacar la labor de la sección de percusión toda la noche y la calidad de las
cuerdas (impresionante el violín en voglietami
bene) y las maderas.
Tras las severas exigencias requeridas del Cor de la Generalitat en las anteriores
citas de la temporada, Réquiem y Doña Francisquita, anoche hacían frente
a una obra con mucha menos carga coral, como es la Madama Butterfly, lo que no quita para que sus breves
intervenciones sean fundamentales, tanto para el realce de situaciones como la
escena de la boda o la aparición del Zio
Bonzo, como para la creación de la atmósfera requerida en esa pequeña
maravilla que es el coro a bocca chiusa
que cierra el acto segundo. Como era de esperar, resolvieron la papeleta de
forma inmejorable, pese al enmascaramiento que se les sigue obligando a
mantener; aunque hay que reconocer que el sonido de ese coro interno llegó a la
sala con cierta dificultad.
El principal aliciente de la noche se centraba en el
debut en el exigente rol protagonista de Cio-Cio-San,
de Marina Rebeka, a quien ya hemos
tenido la fortuna de escuchar previamente en Les Arts como la Micaela de aquella aberrante Carmen de 2010 del amigo Carlos Saura, y como la Violetta de la mediática Traviata de 2017 con vestuario de Valentino. La soprano letona cosechó un
merecidísimo éxito gracias a esa voz bellísima, con una riqueza tímbrica
imponente, sobrado volumen, y con un registro muy homogéneo, en el que destaca
su centro carnoso y sobre todo su poderosa e impoluta zona aguda. Una voz que
conquista fácilmente al espectador, sin que a ello obste la presencia de esas
puntuales sonoridades guturales puramente eslavas.
El reto de la Butterfly
no es precisamente nimio, pues, como siempre se comenta, hace falta una gran
versatilidad y expresividad vocal, que permita hacer creíble la evolución del
personaje, desde esa inocente niña enamorada del comienzo, “leve como un tenue vidrio soplado” como dice Pinkerton, a la fuerza dramática que
necesita exhibir progresivamente en los dos últimos actos hasta culminar en la
desesperación y el suicidio. Lo cierto es que muy frágil no parecía Rebeka en el primer acto, ni por
envergadura física ni vocal, pues en cuanto se animaba y subía un peldaño la
intensidad de su canto, Pinkerton se
hacía caquitas y llamaba a su mami. Y eso que no faltaron matices, adornando su
canto con medias voces y algunas regulaciones ciertamente emocionantes. También
mostró un buen legato para afrontar
las largas líneas melódicas escritas por Puccini
y supo imprimir igualmente la intensidad dramática justa que precisaban los
recitativos en cada momento. Es verdad que su flanco más débil lo mostró en un
registro grave que puntualmente se mostraba algo falto de peso y presencia,
pese a lo cual solventó dignamente los descensos y saltos de octava en Che tua madre, y creo que consiguió dotar
al personaje de toda la carga dramática requerida en el tramo final, con una
implicación expresiva e interpretativa muy de alabar. Nada que ver con la
frialdad y distanciamiento que me transmitió en aquella Traviata a la que me he referido antes. Realmente pienso que hacía
tiempo que en Les Arts no se escuchaba una voz tan relevante.
El tenor Piero
Pretti era en principio el anunciado para encarnar en este estreno a uno de
los personajes más antipáticos de la historia de la ópera, como es el de Pinkerton. Me habían hablado bastante
bien de él y tenía gran interés por escucharle, pero me quedé con las ganas y
con más cara de tonto aún de la que llevo de serie cuando me encontré en el
programa de mano con la noticia de su sustitución por Marcelo Puente. Sin haber escuchado a Pretti, ya digo que el cambio no fue para bien. Es cierto que, ante
todo, hay que reconocer al tenor argentino el mérito de acudir a última hora
para unirse a esta producción, aunque ya interviniese en ella en su reposición
en San Sebastián y El Escorial, y el gesto es de agradecer. Tampoco puede
ponérsele ningún reparo a su entrega escénica y vocal, porque se veía que
estaba dando todo lo mejor de sí. Pero lo que sí he de dejar constatado es que
no me gustó nada. Daba todas las notas, por exigentes que fuesen, sí, pero con
una voz que en cuanto se acercaba a la zona del pasaje y se adentraba en la
franja aguda, se volvía mate, carente de brillo y proyección, sin squillo, completamente estrangulada y
con un molesto vibratillo caprino. En
su dúo de amor quedó completamente sobrepasado por el brillo y la luminosidad
que desprendía el canto de Marina Rebeka,
mientras que él quedaba en un segundo plano sonoro, irrelevante, y transmitiendo
una impresión de sufrimiento para alcanzar las notas que no se sabía si estaba
declarando su amor o alertando a su amada de que le estaba dando un ictus. Algo
mejor se defendió en ese bellísimo pegote que es el Addio fiorito asil, aunque volvió a pasar lo mismo, tras la primera
frase bien proyectada y limpia, la voz se estrangulaba y encabritaba sin
remedio. Una pena.
Ejemplar, por el contrario, fue el Sharpless que nos brindó el veterano barítono catalán Àngel Òdena que presentó, como de
costumbre, esa voz marca de la casa, auténticamente baritonal, poderosa y que
transmite nobleza en cada frase emitida. Es cierto que el paso de los años hace
que aparezcan algunas oscilaciones, pero cualquier limitación la suple sabiamente
con una fuente inagotable de recursos expresivos y acentos dramáticos con los
que va cincelando con mano maestra toda la humanidad y contradicciones del
personaje. Impecable fue también su uso del legato
y destacó de forma muy notable en una magnífica escena de la carta y en el terceto
del tercer acto.
El papel de Suzuki
corrió a cargo de Cristina Faus. A la
cantante valenciana hay que aplaudirle el derroche de expresividad e intensidad
escénica que exhibe, así como ese fraseo incisivo y sentido que compensa con
creces la falta de rotundidad que puede apreciarse en algunas de sus incursiones
en los terrenos más graves. Eso no
quiere decir que vocalmente no estuviera bien, ni mucho menos, y fueron muy
destacables tanto su oración del inicio del acto segundo, como el dúo Gettiamo a mani
piene
en el
que aguantó el pulso vocal con Rebeka
sin inmutarse. Pero es que cuando se encarna un personaje con tanta
autenticidad y sentido del drama, todo lo demás se vuelve secundario.
Pese a que en un principio estaba anunciado Jorge Rodríguez-Norton como Goro, también nos encontramos en el
programa de mano su sustitución por Mikeldi
Atxalandabaso. Si en el caso de la cancelación de Pretti se hablaba de laringitis, en el de Rodríguez-Norton no se ha dado más explicación, con lo que todo
parece indicar que ahí radicaba el problema que motivó la suspensión del ensayo
general. A diferencia del nada exitoso cambio de Pretti por Puente, en el
caso de Atxalandabaso creo que podemos felicitarnos por el sustituto
elegido, ya que el tenor vasco estuvo simplemente excelente, tanto en su faceta
vocal como interpretativa, construyendo con inteligencia la personalidad del
taimado y desagradable personaje, con una voz absolutamente idónea al papel, dicción
clarísima, y haciendo gala de una proyección punzante y brillante que ya
hubiésemos querido para nuestro Pinkerton
reserva.
Cumplieron con aprobado raspado, que estamos casi en
Navidad, el Zio Bonzo de Fernando Radó, y Tomeu Bibiloni como Yamadori;
y estuvieron correctos la Kate Pinkerton
de Mariana Sofía García y el Comisario imperial de Alejandro Sánchez, alumnos, estos dos
últimos, del
Centre de Perfeccionament ese que ya no lleva
el nombre de un cantante que venía todos los años a Valencia y es muy famoso,
pero que ahora parece que no haya existido nunca.
Muy correctos también y sin desentonar en absoluto del
conjunto, se mostraron en sus breves intervenciones los miembros del Cor de la Generalitat: Xavier Galán (Oficial del registro), Lluís
Martínez (Tío Yakuside), Lucía Pitarch (Madre
de Cio-Cio-San),
Pilar Marco (Zia) y Estrella Estévez (Cugina).
Una mención especial para el niño Leone Carbonell que, o era un robot japonés muy conseguido, o un
señor muy bajito, porque el control en escena de un chaval tan pequeño,
envuelto por los berridos que estaban dando en escena, me parece milagroso.
Como decía al principio, la sala principal de Les Arts
mostró un lleno casi completo, en la primera de las representaciones con el
aforo recuperado al 100%. Permitidme aquí una reflexión particular.
Sinceramente no puedo entender que hayamos estado en el teatro con el aforo
reducido cuando las cifras de la pandemia eran muy inferiores a las actuales, y
que ayer, con la situación tal y como está, la sala presentase ese lleno que
sin duda hará felices a sus gestores, pero que, por los comentarios escuchados,
generó en muchos asistentes una importante sensación de inseguridad que hasta
ahora no se había percibido.
Entre los asistentes, destacaba la presencia en el
palco del President de la Generalitat, Ximo
Puig, lo cual, con el fuerte viento que hacía, tiene mucho mérito. En
cuanto al comportamiento del público, pues lo habitual con uno de estos títulos
tan conocidos: canturreos, comentarios en voz alta, toses, estornudos… con
medalla de oro y brillantes para ese horrísono tono de móvil que tuvo a bien
fastidiarnos todo el inicio del coro a
bocca chiusa. Al finalizar, enorme ovación para Marina Rebeka y generosas ovaciones para todo el reparto, orquesta
y miembros del equipo escénico.
Pues hasta aquí mi crónica. Para los que todavía no estén cansados de tanta Butterfly, aún quedan algunas pocas entradas para las cinco funciones previstas los días 13, 16, 17, 19 y 22 de diciembre. Todo ello si el simpático bichito no lo impide, claro. Pero bueno, si os da mieditorr, la del día 19 está previsto que se retransmita en streaming a través de la plataforma OperaVision.