sábado, 11 de diciembre de 2021

"MADAMA BUTTERFLY" (Giacomo Puccini) - Palau de les Arts - 10/12/21

Por fin, casi tres meses después de iniciada la temporada valenciana, la ópera escenificada llegaba ayer a la sala principal de Les Arts, con uno de los grandes títulos del repertorio, como es la Madama Butterfly de Giacomo Puccini, en lo que constituye la cuarta ocasión en la corta historia de este teatro en la que el drama de Cio-Cio-San se representa en el coliseo de Calatrava. Algo que sinceramente me parece un poco excesivo.

No discuto que todos los años haya de haber una ópera destinada a hacer caja y a colgar el cartel de localidades agotadas, pero hombre, insistir siempre con los mismos títulos creo que tampoco es preciso, ya que dentro de los autores con más tirón, como puedan ser Puccini, Verdi o Mozart, hay obras que aún no se han representado en Les Arts o se han visto menos veces, y seguro que concitarían un interés similar para nuevos públicos. Si a eso le añadimos que la producción de Butterfly estrenada ayer es la misma que pudimos ver aquí la última vez, hace apenas cuatro años, pues se comprende que el interés ante la propuesta del abonado más fiel se viera ciertamente menguado.

Dicho lo anterior, el caso es que ayer hubo un lleno casi completo y escasean las entradas para las cinco funciones que restan, por lo que es obvio que, más allá de lo renegones que nos pongamos algunos, el objetivo que buscaba el teatro se está cumpliendo. Eso sí, con no poco sobresalto, ya que apenas tres días antes de este estreno saltaban todas las alarmas ante la noticia de la cancelación del ensayo general (ahora llamado preestreno) ante un positivo de COVID en el equipo artístico de esta producción. Y ayer, al llegar al teatro, nos encontramos en el programa de mano con una hoja añadida donde se decía que el tenor Marcelo Puente sustituía en el estreno a Piero Pretti, afectado de laringitis, y que el papel de Goro sería asumido por Mikeldi Atxalandabaso en las primeras cuatro funciones. De momento el estreno se desarrolló con normalidad y parece que se mantiene inalterada la previsión de las restantes cinco funciones. Cruzaremos los dedos y nos taparemos las bocas, porque la cosa está para pocas bromas.

Como decía antes, la producción presentada es la que ya pudimos ver en 2017, con la dirección de escena de Emilio López, escenografía de Manuel Zuriaga, vestuario de Giusi Giustino, iluminación de Antonio Castro y Nadia García, y los videos de Miguel Bosch. Poco más nuevo he de decir respecto a la crónica que dejé en este blog hace cuatro años. Aunque no tengo memoria como para recordar cada detalle, sí me pareció que algunas cosas se habían cambiado. Al menos, creo que algún video se ha suprimido y la muerte de la protagonista yo la recordaba diferente.

La propuesta, pese a llevar la acción a la Nagasaki de los años 40 del pasado siglo, mostrando en los actos segundo y tercero el escenario devastado como consecuencia de la bomba atómica, mantiene un tono de conjunto que creo que puede ser tildado de clásico, con un ajuste al libreto bastante importante pese a que se tome puntualmente algunas licencias. Pero nada que ver desde luego con los desbarres escénicos que abrieron la temporada en el Réquiem de Castellucci y la Doña Francisquita de Lluís Pasqual. Por los comentarios que escuché a los espectadores más añosos que comparten cercanía a mi abono, aunque les espantó un poco el comienzo con los videos de motivos bélicos, acabaron considerando la puesta en escena en su calificación de “como tienen que ser”.

A mí, personalmente, la producción no me acaba de emocionar del todo y sigo viendo que se queda un poco a medio camino, como si le diese reparo zambullirse por completo en una propuesta más rupturista y original; limitándose a apuntar algunas ideas, pero sin acabar de salirse del todo del camino más tradicional. En cualquier caso, no digo esto como reproche, sino como una mera impresión particular, reconociendo al mismo tiempo que, en su valoración de conjunto, considero poco discutible que la cosa sí funciona, desarrollándose el drama cómodamente en el envoltorio construido por Emilio López y su equipo, sin que nada chirríe ni descoloque demasiado al espectador, aunque haya momentos donde la contradicción sea inevitable, como hablar de las flores y el jardín florido en medio de las cenizas y las ruinas.

Según ha explicado el propio responsable de la dirección escénica, esa trasposición al Nagasaki demolido por la bomba tiene por objeto asociar esa destrucción externa de la ciudad a la interna que asola al personaje de Cio-Cio-San cuando va siendo consciente de la traición de Pinkerton. Bueno, pues vale. Tiene cierto sentido y cosas peores nos hemos chupado aquí sin rechistar, e insisto en que no dejas de tener la percepción de estar asistiendo a una Butterfly tradicional.

No me gustó demasiado la iluminación, que pienso que daba mucho más juego que los clásicos cañones de luz sobre los cantantes como en un vulgar circo navideño; y menos todavía, como ya manifesté a raíz de su estreno en 2017, la ocurrencia de ofrecer todo el segundo acto con un telón semitransparente bajado. Parece que con ello se quiere simbolizar la ceguera de Cio-Cio-San ante la realidad en este acto, no queriendo asumir el posible abandono de su marido; levantándose en el tercero cuando ya es plenamente consciente de la traición sufrida. La idea, una vez más, tiene su sentido, pero creo que no se compensa con la incomodidad que para la visión del espectador se origina con esa tela interpuesta.

Tampoco me parece acertada la inclusión de una bailarina mientras suena el bellísimo coro final del acto segundo. La justificación parece estar en que simula ser una mariposa que acabará siendo atravesada por una espada, adelantando así el fin trágico de Cio-Cio-San en el acto siguiente y haciendo referencia a la frase que dice ella en el acto primero acerca de lo que hacen con las mariposas al otro lado del mar. Independientemente de la corrección de las habilidades danzarinas de Fátima Sanlés, cosa que los dioses me libren de poner en cuestión, y aunque estéticamente pueda no quedar mal, pienso que ese momento está creado exclusivamente para concentrarse en la música y en la voz del coro interno, no para interponer elementos que distraigan de lo esencial.

Entre lo más positivo de esta producción creo que se encuentra una dirección de actores más cuidada y minuciosa de lo que viene siendo habitual, y en la que en esta reposición, como ha reconocido el propio Emilio López, se ha incidido en el lenguaje corporal y la gestualidad de reminiscencias orientales. En cualquier caso, con todas sus luces y sombras, pienso que la propuesta ha de valorarse positivamente, dejando que la música y el canto sean, por fin, los protagonistas de la representación, constituyendo la escena simplemente lo que tiene que ser, un vehículo adecuado para que el drama contenido en el libreto y la partitura se desarrolle naturalmente y llegue al espectador.

De la dirección musical se ha encargado Antonino Fogliani, un joven director italiano del que había leído elogiosas críticas y que creo que ayer desarrolló una buena labor en términos generales. Y eso pese a que, una vez más, se hizo presente en mis deterioradas meninges el recuerdo de la magia que nos brindó Lorin Maazel en aquellas dos excelsas Butterfly que dirigió; pero si seguimos teniendo esa referencia, nada nos puede gustar. Aquello ya no volverá, lamentablemente, por lo que esos recuerdos no deben impedirnos valorar positivamente otros buenos trabajos, como el realizado anoche por Fogliani en su primera presencia en el foso orquestal de Les Arts. Y lo cierto es que no me gustó nada su comienzo, con una dirección acelerada, atropellada y que en el dúo de Sharpless y Pinkerton mostró alguna descoordinación y sonidos toscos. Sin embargo, a partir de ahí pareció ir encontrando el punto adecuado, sabiendo hacer fluir naturalmente y de forma equilibrada el discurso musical creado sabiamente por Puccini, consiguiendo remarcar acentos y contrastes, que no son pocos. Hubo instantes en los que ralentizaba los tiempos y estiraba las frases hasta el límite mismo de que se desplomara la tensión, pero consiguiendo aguantar el armazón dramático. Cuidó mucho las voces y pienso que ha sido de los directores a los que últimamente se le ha descontrolado menos el volumen, pese a lo cual hubo instantes pasados de rosca, como la escena del Zio Bonzo. Entre los momentos más notables yo destacaría el inicio del acto segundo, la llegada del barco, toda la escena final o la transición orquestal entre el segundo y tercer acto. Es de destacar la labor de la sección de percusión toda la noche y la calidad de las cuerdas (impresionante el violín en voglietami bene) y las maderas.

Tras las severas exigencias requeridas del Cor de la Generalitat en las anteriores citas de la temporada, Réquiem y Doña Francisquita, anoche hacían frente a una obra con mucha menos carga coral, como es la Madama Butterfly, lo que no quita para que sus breves intervenciones sean fundamentales, tanto para el realce de situaciones como la escena de la boda o la aparición del Zio Bonzo, como para la creación de la atmósfera requerida en esa pequeña maravilla que es el coro a bocca chiusa que cierra el acto segundo. Como era de esperar, resolvieron la papeleta de forma inmejorable, pese al enmascaramiento que se les sigue obligando a mantener; aunque hay que reconocer que el sonido de ese coro interno llegó a la sala con cierta dificultad.

El principal aliciente de la noche se centraba en el debut en el exigente rol protagonista de Cio-Cio-San, de Marina Rebeka, a quien ya hemos tenido la fortuna de escuchar previamente en Les Arts como la Micaela de aquella aberrante Carmen de 2010 del amigo Carlos Saura, y como la Violetta de la mediática Traviata de 2017 con vestuario de Valentino. La soprano letona cosechó un merecidísimo éxito gracias a esa voz bellísima, con una riqueza tímbrica imponente, sobrado volumen, y con un registro muy homogéneo, en el que destaca su centro carnoso y sobre todo su poderosa e impoluta zona aguda. Una voz que conquista fácilmente al espectador, sin que a ello obste la presencia de esas puntuales sonoridades guturales puramente eslavas.

El reto de la Butterfly no es precisamente nimio, pues, como siempre se comenta, hace falta una gran versatilidad y expresividad vocal, que permita hacer creíble la evolución del personaje, desde esa inocente niña enamorada del comienzo, “leve como un tenue vidrio soplado” como dice Pinkerton, a la fuerza dramática que necesita exhibir progresivamente en los dos últimos actos hasta culminar en la desesperación y el suicidio. Lo cierto es que muy frágil no parecía Rebeka en el primer acto, ni por envergadura física ni vocal, pues en cuanto se animaba y subía un peldaño la intensidad de su canto, Pinkerton se hacía caquitas y llamaba a su mami. Y eso que no faltaron matices, adornando su canto con medias voces y algunas regulaciones ciertamente emocionantes. También mostró un buen legato para afrontar las largas líneas melódicas escritas por Puccini y supo imprimir igualmente la intensidad dramática justa que precisaban los recitativos en cada momento. Es verdad que su flanco más débil lo mostró en un registro grave que puntualmente se mostraba algo falto de peso y presencia, pese a lo cual solventó dignamente los descensos y saltos de octava en Che tua madre, y creo que consiguió dotar al personaje de toda la carga dramática requerida en el tramo final, con una implicación expresiva e interpretativa muy de alabar. Nada que ver con la frialdad y distanciamiento que me transmitió en aquella Traviata a la que me he referido antes. Realmente pienso que hacía tiempo que en Les Arts no se escuchaba una voz tan relevante.

El tenor Piero Pretti era en principio el anunciado para encarnar en este estreno a uno de los personajes más antipáticos de la historia de la ópera, como es el de Pinkerton. Me habían hablado bastante bien de él y tenía gran interés por escucharle, pero me quedé con las ganas y con más cara de tonto aún de la que llevo de serie cuando me encontré en el programa de mano con la noticia de su sustitución por Marcelo Puente. Sin haber escuchado a Pretti, ya digo que el cambio no fue para bien. Es cierto que, ante todo, hay que reconocer al tenor argentino el mérito de acudir a última hora para unirse a esta producción, aunque ya interviniese en ella en su reposición en San Sebastián y El Escorial, y el gesto es de agradecer. Tampoco puede ponérsele ningún reparo a su entrega escénica y vocal, porque se veía que estaba dando todo lo mejor de sí. Pero lo que sí he de dejar constatado es que no me gustó nada. Daba todas las notas, por exigentes que fuesen, sí, pero con una voz que en cuanto se acercaba a la zona del pasaje y se adentraba en la franja aguda, se volvía mate, carente de brillo y proyección, sin squillo, completamente estrangulada y con un molesto vibratillo caprino. En su dúo de amor quedó completamente sobrepasado por el brillo y la luminosidad que desprendía el canto de Marina Rebeka, mientras que él quedaba en un segundo plano sonoro, irrelevante, y transmitiendo una impresión de sufrimiento para alcanzar las notas que no se sabía si estaba declarando su amor o alertando a su amada de que le estaba dando un ictus. Algo mejor se defendió en ese bellísimo pegote que es el Addio fiorito asil, aunque volvió a pasar lo mismo, tras la primera frase bien proyectada y limpia, la voz se estrangulaba y encabritaba sin remedio. Una pena.

Ejemplar, por el contrario, fue el Sharpless que nos brindó el veterano barítono catalán Àngel Òdena que presentó, como de costumbre, esa voz marca de la casa, auténticamente baritonal, poderosa y que transmite nobleza en cada frase emitida. Es cierto que el paso de los años hace que aparezcan algunas oscilaciones, pero cualquier limitación la suple sabiamente con una fuente inagotable de recursos expresivos y acentos dramáticos con los que va cincelando con mano maestra toda la humanidad y contradicciones del personaje. Impecable fue también su uso del legato y destacó de forma muy notable en una magnífica escena de la carta y en el terceto del tercer acto.

El papel de Suzuki corrió a cargo de Cristina Faus. A la cantante valenciana hay que aplaudirle el derroche de expresividad e intensidad escénica que exhibe, así como ese fraseo incisivo y sentido que compensa con creces la falta de rotundidad que puede apreciarse en algunas de sus incursiones en los terrenos más graves.  Eso no quiere decir que vocalmente no estuviera bien, ni mucho menos, y fueron muy destacables tanto su oración del inicio del acto segundo, como el dúo Gettiamo a mani piene en el que aguantó el pulso vocal con Rebeka sin inmutarse. Pero es que cuando se encarna un personaje con tanta autenticidad y sentido del drama, todo lo demás se vuelve secundario.

Pese a que en un principio estaba anunciado Jorge Rodríguez-Norton como Goro, también nos encontramos en el programa de mano su sustitución por Mikeldi Atxalandabaso. Si en el caso de la cancelación de Pretti se hablaba de laringitis, en el de Rodríguez-Norton no se ha dado más explicación, con lo que todo parece indicar que ahí radicaba el problema que motivó la suspensión del ensayo general. A diferencia del nada exitoso cambio de Pretti por Puente, en el caso de  Atxalandabaso creo que podemos felicitarnos por el sustituto elegido, ya que el tenor vasco estuvo simplemente excelente, tanto en su faceta vocal como interpretativa, construyendo con inteligencia la personalidad del taimado y desagradable personaje, con una voz absolutamente idónea al papel, dicción clarísima, y haciendo gala de una proyección punzante y brillante que ya hubiésemos querido para nuestro Pinkerton reserva.

Cumplieron con aprobado raspado, que estamos casi en Navidad, el Zio Bonzo de Fernando Radó, y Tomeu Bibiloni como Yamadori; y estuvieron correctos la Kate Pinkerton de Mariana Sofía García y el Comisario imperial de Alejandro Sánchez, alumnos, estos dos últimos, del Centre de Perfeccionament ese que ya no lleva el nombre de un cantante que venía todos los años a Valencia y es muy famoso, pero que ahora parece que no haya existido nunca.

Muy correctos también y sin desentonar en absoluto del conjunto, se mostraron en sus breves intervenciones los miembros del Cor de la Generalitat: Xavier Galán (Oficial del registro), Lluís Martínez (Tío Yakuside), Lucía Pitarch (Madre de Cio-Cio-San), Pilar Marco (Zia) y Estrella Estévez (Cugina).

Una mención especial para el niño Leone Carbonell que, o era un robot japonés muy conseguido, o un señor muy bajito, porque el control en escena de un chaval tan pequeño, envuelto por los berridos que estaban dando en escena, me parece milagroso.

Como decía al principio, la sala principal de Les Arts mostró un lleno casi completo, en la primera de las representaciones con el aforo recuperado al 100%. Permitidme aquí una reflexión particular. Sinceramente no puedo entender que hayamos estado en el teatro con el aforo reducido cuando las cifras de la pandemia eran muy inferiores a las actuales, y que ayer, con la situación tal y como está, la sala presentase ese lleno que sin duda hará felices a sus gestores, pero que, por los comentarios escuchados, generó en muchos asistentes una importante sensación de inseguridad que hasta ahora no se había percibido.

Entre los asistentes, destacaba la presencia en el palco del President de la Generalitat, Ximo Puig, lo cual, con el fuerte viento que hacía, tiene mucho mérito. En cuanto al comportamiento del público, pues lo habitual con uno de estos títulos tan conocidos: canturreos, comentarios en voz alta, toses, estornudos… con medalla de oro y brillantes para ese horrísono tono de móvil que tuvo a bien fastidiarnos todo el inicio del coro a bocca chiusa. Al finalizar, enorme ovación para Marina Rebeka y generosas ovaciones para todo el reparto, orquesta y miembros del equipo escénico.

Pues hasta aquí mi crónica. Para los que todavía no estén cansados de tanta Butterfly, aún quedan algunas pocas entradas para las cinco funciones previstas los días 13, 16, 17, 19 y 22 de diciembre. Todo ello si el simpático bichito no lo impide, claro. Pero bueno, si os da mieditorr, la del día 19 está previsto que se retransmita en streaming a través de la plataforma OperaVision. 

jueves, 4 de noviembre de 2021

"DOÑA FRANCISQUITA" (Amadeo Vives) - Palau de les Arts - 03/11/21

Tras haber inaugurado Les Arts su temporada operística con una obra que no es una ópera, como fue ese peculiar Réquiem de Mozart convertido escénicamente por el ingenio de Romeo Castellucci en no se sabe muy bien qué; ayer se ofreció otro título del abono que, cáspita, resulta que tampoco es una ópera. En este caso se trata de la cuota anual zarzuelera, servida para la ocasión, eso sí, con una obra cumbre del repertorio como es Doña Francisquita, de Amadeo Vives, que en su vertiente musical tiene mucha más enjundia que la que tradicionalmente los prejuicios y la ignorancia pretenden atribuirle al género. Aunque, lo cierto es que, como luego veremos, también se ha ofrecido adaptada de forma no poco peculiar en su apartado escénico.

Este estreno tiene lugar poco menos de una semana después de que el Palau de les Arts haya anunciado oficialmente que, a partir del próximo día 11 de noviembre, recuperará el 100% del aforo en todos sus espectáculos. Bueno, realmente a partir del día 11 parece que no va a ser, porque hoy mismo aparece como aplazado, sin más explicación (Les Arts style), el recital previsto para ese día que iban a ofrecer Erwin Schrott y Leo Nucci. La noticia de recuperación del aforo es una alegría a priori, aunque quizás sea algo pronto como para cantar victoria y pensar que se vuelve a la normalidad, pues las cifras de la pandemia están comenzando a subir de nuevo y no es descartable que tengamos que chiquitear y volver algunos pasos hacia atrás dentro de poco. Espero que no, no quisiera ser gafe, y obviamente no es mi deseo, pero mucho dependerá del comportamiento y la concienciación de cada uno de nosotros, sabiendo que no debemos bajar la guardia todavía ni medio milímetro.

En cualquier caso, en el estreno de ayer todavía estaba el aforo reducido por imperativo de las medidas adoptadas por el teatro, más el voluntario que se produjo por una asistencia de público lejos de lo que podría ser un estreno operístico de cierto relieve, la próxima Butterfly por ejemplo. La zarzuela tiene su público, pero está claro que, al menos en València, no tiene el tirón de las óperas de repertorio, ni necesariamente sus aficionados coinciden con el abonado operístico. He venido diciendo en anteriores ocasiones, y lo mantengo, que me parece muy bien la existencia de la cuota anual de zarzuela en Les Arts; aunque, igual que pienso respecto a los conciertos, lied o ballet, opino que sería mejor que los abonos operísticos fueran eso, únicamente operísticos, y se creasen diferentes abonos para el resto de géneros, incrementando incluso el número de este tipo de espectáculos. Pero bueno, da igual. Está ya más que visto que por mucho que lo diga nada va a cambiar, así viene siendo año tras año y da igual quien esté al frente de Les Arts, que el relleno no deseado del abono se sigue produciendo.

Hay que reconocer que la programación diseñada este año por Jesús Iglesias Noriega y su equipo ha empezado pisando fuerte en el apartado escénico, sin miedo a que se pueda considerar una provocación para el espectador más tradicional (y el no tan tradicional). Se abrió el ejercicio el 30 de septiembre con el ya mencionado Réquiem jotero de Castellucci; se siguió el pasado día 30 de octubre con un schubertiano Winterreise encomendado a una voz femenina, Joyce DiDonato (que resultó espléndido, por cierto); y ahora se ofrece esta Doña Francisquita en la adaptación escénica concebida por Lluís Pasqual, que en su estreno en el Teatro de la Zarzuela, fue objeto de encendidas críticas y sonoras protestas. Y este año no ha acabado aún. Todavía quedan unos Cuentos de Hoffmann en la versión del alemán Johannes Erath que casi seguro generará también cierta polémica; un Ariodante tampoco nada tradicional, con dirección de escena de Richard Jones; o el Wozzeck de Andreas Kriegenburg, en una producción de la Bayerische Staatsoper que, como suele ser habitual en la casa de ópera bávara, no tiene en el comedimiento y el clasicismo sus principales virtudes. Aunque bien es verdad que quizás el Wozzeck no tenga ya de entrada tanta presencia de ese público más tradicional que igual teme más la música de Berg que la posible transgresión escénica con que lo adornen.

La polémica suscitada por esta propuesta de Lluís Pasqual, no surge tanto por el hecho de que se haya trasladado la acción de cada acto a una época histórica distinta, como porque se ha decidido suprimir todos los diálogos hablados, que constituyen una de las características principales de este género y son los encargados, con mayor o menor fortuna, de hacer avanzar dramáticamente la trama. En su lugar, se ha optado por incluir en escena a un actor, Gonzalo de Castro, que se encargará, mediante unos textos obviamente inventados para la ocasión (¡¡¡y con amplificación!!!), de justificar por qué no se incluyen los diálogos hablados e intentar explicar al espectador cómo va evolucionando el argumento original de la obra. Pero la cosa no acaba ahí. También los cantantes que interpretan a los personajes de la zarzuela tendrán líneas de diálogo nuevas y hasta al director de orquesta le hacen dialogar con el actor en un momento del tercer acto, creándose con todo ello una nueva trama que va mucho más allá de intentar centrar al espectador en el argumento de la zarzuela, y cobra vida propia, dando origen a una presunta comedia paralela de tercera fila que deja los guiones de Mariano Ozores cercanos al Nobel de literatura.

Absolutamente incomprensible todo e injustificado, desde mi humilde punto de vista. Porque ya no es que se hayan suprimido las partes habladas para dejar sólo los fragmentos musicales, como yo creía que ocurriría, sino que los diálogos creados por Federico Romero y Guillermo Fernández Shaw para el libreto, libremente inspirado a su vez en La discreta enamorada de Lope de Vega, son eliminados para ser sustituidos por otros que no vienen a cuento, supongo que escritos por Lluís Pasqual ya que nada se dice en el programa de mano sobre su autoría, intuyo que para evitar ser acusado judicialmente por crímenes de lesa humanidad. Ya no se trata sólo con esas líneas de diálogo nuevas de zurcir e intentar imbuir de algo de sentido a una versión deconstruida y remendada de una pieza clave de la zarzuela, sino que se acaba creando una cosa nueva, un Frankenstein con la música de la zarzuela como excusa, pero que, igual que dije respecto al Réquiem de Castellucci, no creo que deba venderse con su título original.

Os aseguro que acudí al teatro con la mejor de las voluntades y, aunque sabía que se habían suprimido los diálogos hablados, no me importaba mucho si el resto tenía un cierto sentido y se resaltaba lo musical. Pero nada de eso ha ocurrido y sólo puedo expresar mi crítica, como también he hecho en otras ocasiones en las que también se decidió unilateralmente desde la dirección de escena la mutilación gratuita de una obra, o su relleno con partes no escritas originalmente, para adaptarse a la particular creación escénica del director de turno, en lugar de ser esta la que se plegase al material existente tal y como fue concebido. ¿Quién no recuerda con espanto aquellas frases añadidas a la perriflauta mágica de Graham Vick? Y esto no es una cuestión de mayor o menor conservadurismo ante posibles innovaciones escénicas, las cuales incluso agradezco, sino que a partir de un cierto punto de distorsión ya no creo que estemos ante una visión diferente de una obra, sino ante una grave falta de respeto hacia el creador, ya se llame este Mozart o Amadeo Vives.

Además, ¿qué se pretende con esa eliminación de los diálogos hablados? Si se trata de abreviar la duración, se ha fracasado estrepitosamente, porque con los diálogos nuevos, cambios de escenario y actuaciones estelares de las que luego hablaré, la función se alarga igual o más que hubiera hecho una producción fiel al original. Parece que el señor Pasqual ha declarado que se trata de revitalizar el género y eliminar textos que han envejecido mal; pues mire usted, más vale texto envejecido por el paso del tiempo pero con una cierta calidad literaria, que estos nuevos diálogos casposos que ya han nacido viejos y no aportan nada ni literaria ni dramáticamente. Y para colmo, se decide incluir amplificación en un teatro de ópera, en este caso para el actor Gonzalo de Castro, algo injustificable lo pilles por donde lo pilles. Un actor teatral en escena ha de saber declamar, es la base de su profesión, y si no es así búscate a otro.

El primer acto se ambienta durante la Segunda República española, en un estudio de grabación donde una compañía lírica va a grabar la zarzuela Doña Francisquita. Gonzalo de Castro le cuenta entonces por teléfono a un ministro de la República que se van a suprimir las partes habladas para poder vender mejor el disco en el extranjero. Y ahí se desarrolla todo este infausto primer acto de la obra, como si fuera una versión en concierto, con un estatismo total del elenco y, por supuesto sin los diálogos originales y con más morcillas que en Embutidos Casa Toribio de Xirivella. El segundo acto se trasladará a un plató televisivo de los años 60 donde el actor encarnará esta vez al realizador de una emisión en directo de la zarzuela para toda España, recibiendo la llamada de un ministro franquista que le pide que suprima los diálogos para que el programa acabe pronto y pueda irse a dormir. Y en el último acto la acción se ubicará en la actualidad, en un teatro donde Gonzalo de Castro será ahora director de escena en el ensayo general de una versión innovadora de Doña Francisquita que parece que no se va a poder representar por problemas con los herederos.

Independientemente de la posible polémica sobre la defensa de los valores o características primigenias del género por la supresión de las partes habladas, pienso que además la propuesta cojea en otro aspecto esencial, como es que al suprimirse esos diálogos y perderse cualquier nexo de unión entre la acción dramática de cada uno de los tres actos, la trama original queda completamente desdibujada, resultando la mayoría de las veces incomprensible para el espectador que no se conozca esta zarzuela de memoria. Y las frases que se han incluido para intentar ir explicando esa trama y centrar al espectador, creo que tampoco logran este propósito, quedando el público aún más despistado cuando los nuevos diálogos van creando tramas paralelas que no convergen ni tampoco tienen una unidad a lo largo de los tres actos, los cuales quedan convertidos en unidades dramáticamente independientes con situaciones cómicas sin gracia y números musicales sueltos, dejando un regusto a una especie de Noche de fiesta de José Luis Moreno, pero sin Pepa, Avelino ni desfiles en calzoncillos (bueno, esto último porque no estaba Castellucci para despelotar al coro).

El primer acto concebido por Pasqual es un mojón de proporciones intergalácticas. Como ya he dicho, resulta sumamente estático y poco se diferencia de lo que hubiera sido una versión en concierto, la cual casi se hubiera agradecido. Se producen así además algunas situaciones carentes de sentido y huérfanas de cualquier consistencia dramática, como el pasacalle de los estudiantes o la canción de la juventud. Pero el colmo es que ni siquiera el director de escena es capaz de mantener la coherencia de su propia creación majadera. Y es que, tras un inicio de acto donde se pretende representar que se está grabando un disco y todos guardan silencio y apenas se mueven, después, en la escena de la confitería, hay una semiescenificación y hasta una tarta de atrezo, y en el número final del carnaval aparecerán los miembros del coro caracterizados de chulapas/os mientras unas colgaduras de luces de colores descienden por el fondo… Todo con menos sentido que una película de David Lynch doblada al silbo gomero.

En el segundo acto, al tratarse de una grabación de televisión en directo, la cosa mejora notablemente en el apartado de movimiento escénico y sentido teatral, aunque la eliminación de las partes habladas originales y los nuevos diálogos sigan causando cierto sonrojo y desconcierto. Y también en el aspecto visual se logran momentos muy interesantes, como ese congelado durante el baile final del segundo acto, desplazándose las parejas mientras permanecen estáticas. En el último acto, esta mejora escénica y visual seguirá progresando, constituyendo posiblemente el más atractivo del potaje pasqualero. El escenario se muestra prácticamente vacío, a excepción de una pantalla de fondo donde se proyectarán unas atractivas imágenes en blanco y negro de la primera película de la productora Ibérica Films, creada por dos judíos alemanes exiliados en Barcelona, David Oliver y Kurt Flatau. Esta primera película era precisamente Doña Francisquita, estrenada en 1934, y su director fue el también judío alemán Hans Behrendt. En este tercer acto hubo a mi juicio dos instantes muy destacados visualmente: el coro de románticos y la repetición del Fandango mientras una cámara cenital mostraba en la pantalla de fondo la coreografía grabada desde lo alto.

Y es que el punto fuerte de esta propuesta es el apartado visual, con un muy llamativo vestuario de Alejandro Andújar, una correcta iluminación de Pascal Mérat que procuraba suplir en la descripción ambiental de las sucesivas escenas la casi completa carencia de escenografía y texto hablado, y, especialmente, las coreografías de Nuria Castejón, y eso que ya sabéis que a mí lo de la danza me motiva tanto como chupar un polo de cianuro, pero en este caso aportó una vivacidad, colorido y frescura que se agradeció.

La sorpresa de la noche llegaría en ese tercer acto, cuando se anuncia la actuación de una estrella invitada durante el ensayo del Fandango y tendremos en escena nada menos que a la legendaria Lucero Tena que, a sus 83 primaveras, volvió a lucir su maestría con las castañuelas y su sentido del ritmo, en lo que quizás constituya la más relevante aportación de esta producción. Aunque también he de decir que esta aparición estelar le dota al conjunto de aún más sabor a Noche de fiesta.

Creo que las intenciones de Lluís Pasqual pueden ser buenas, pero el producto final, aunque tenga instantes interesantes en lo visual o escénico, resulta claramente fallido, al haberse desvirtuado completamente el producto original que se vende, una Doña Francisquita que no es tal, y al no conseguir enhebrarse un discurso alternativo coherente; además de haberse perjudicado a lo musical con una concepción de escenario profundo y abierto que dificultaba la proyección de las voces.

De la dirección musical se ha encargado Jordi Bernàcer que vuelve un año más al foso de Les Arts. La pasada temporada firmó un notable programa doble con Cavalleria Rusticana y Pagliacci, y en lides zarzueleras también ha sabido mostrarse eficaz, como en aquella recordada Luisa Fernanda donde cantaba aquel señor cuyo nombre en Les Arts parece no querer pronunciarse, como si del mismísimo Voldemort se tratara, y que sigue siendo, pese a quien pese, uno de los principales nombres que ha dado la historia universal de la ópera, cuyo recuerdo parecen querer borrar los actuales gestores del teatro a golpe de cincel ideológico en un acto de talibanismo cultural selectivo sin precedentes.

El director alcoyano volvió a firmar una labor de dirección sólida y solvente al frente de la Orquestra de la Comunitat Valenciana, enriquecida en esta ocasión con miembros de la Rondalla Orquesta de Plectro El Micalet. Hizo gala Bernàcer de una batuta viva, en estilo y con intención expresiva, prestando una atención primordial a la escena y voces, con especial cuidado a los números concertantes e intervenciones del coro, y esforzándose por encontrar un adecuado equilibrio entre orquesta y cantantes que no logró siempre, quizás por la influencia también de algunas causas externas, como ese foso ampliado en anchura para mantener las distancias de seguridad pandémicas entre músicos, la errada concepción de un escenario excesivamente abierto sin escenografía o pantallas acústicas que recogieran las voces hacia la platea, el enmascaramiento del coro o la escasa presencia de algunas voces. Todo ello provocó puntuales desajustes en ese deseado equilibrio acústico entre foso y escenario, aunque eso no empañó un más que meritorio resultado final. Momentos en los que se lució la orquesta especialmente resultaron los dos dúos del segundo acto (espectacular cuerda y vientos), el acompañamiento a la romanza del tenor y al coro de románticos, los metales en el Fandango y, sobre todo, un magnífico inicio del tercer acto rebosante de matices, colores e inteligencia en el uso de las dinámicas.

Tras el enorme derroche de calidad exhibido por el Cor de la Generalitat en el pasado Réquiem, anoche volvió a mostrar una vez más su mejor cara, pese a asumir menos exigencias escénicas que en la disparatada yincana de Castellucci. Estuvieron excelentes toda la noche, y a ello no obstó el que sigan cantando con mascarilla o su desacertada ubicación en el escenario en muchos momentos. Eso no quita para que esas circunstancias restasen brillantez a ciertos instantes, pero quedó más que compensado con algunas intervenciones para el recuerdo, como el pasacalle de los estudiantes, el Canto alegre de la juventud, o un excelso coro de románticos que hizo justicia a ese precioso fragmento surgido del genio de Amadeo Vives. Varios de los miembros del Cor de la Generalitat asumieron además papeles menores, en lo que creo que es un acierto del teatro, en lugar de recurrir a cantantes externos. Pese a algún pequeño accidente vocal al inicio de la función, el rendimiento de todos ellos fue intachable, con algún momento muy destacado como el divertido trío de dependientes, la intervención de los tres cofrades, con un José Enrique Requena espléndido, y el Sereno de Ignacio Giner que fue todo un lujazo.

El rol protagonista de Francisquita ha recaído en Ruth Iniesta, quien se está convirtiendo en una habitual del teatro en esta etapa Iglesias. El papel de Francisquita tiene más miga de lo que parece y más allá de su momento principal de exhibición con las notas picadas de la canción del ruiseñor, tiene algunas otras intervenciones dramáticas que requieren una voz con más peso. La soprano zaragozana, pese a algunos graves forzados y algún agudo de sonido un tanto ingrato, solventó el reto con éxito, gracias sobre todo a un canto expresivo que sabía poner los acentos dramáticos donde tocaba, a la vez que lucía una impecable musicalidad y desparpajo escénico e interpretativo, dentro de las cortapisas impuestas por la regia.

Lo mejor de la noche en mi opinión, con diferencia, vino servido por Ismael Jordi que fue un fantástico Fernando. El tenor jerezano no tiene un instrumento que enamore en un primer y esporádico contacto, pues aunque presenta un atractivo timbre lírico-ligero, la voz se muestra algo delgada y justa de volumen y squillo; pero todo queda en un segundo plano ante el inigualable sentido dramático que desarrolla en el uso y regulación de esa voz, exhibiendo un canto canónico, pleno de naturalidad, elegancia y buen gusto que eleva a las más altas cotas la emoción en cada una de sus intervenciones, gracias a una inagotable gama de matices y recursos expresivos, sin recurrir nunca a un excesivo amaneramiento o al fácil efectismo, sabiendo dotar siempre a cada frase de la precisa intensidad emocional con una impecable utilización de las medias voces y con un fraseo ligado y depuradísimo. Espléndido estuvo en su intervención del primer acto en el Gozad de la primavera o en el dúo con Francisquita del segundo acto, o en el quinteto… pero sería con su memorable interpretación de la archifamosa romanza Por el humo se sabe, con la que definitivamente puso al teatro patas arriba. Yo reconozco mi debilidad por este cantante que ya me conquistó la primera vez que le escuché, precisamente en este teatro hace ya nada menos que trece años, en Iphigénie en Tauride de Gluck, en la que, por cierto, sería la primera crónica en este blog de una función de Les Arts y donde también cantaba Lord Voldemort.   

El papel de Aurora corrió a cargo de Ana Ibarra. La cantante valenciana ha dejado atrás un inicio de carrera como soprano para asentarse definitivamente como mezzo y eso se nota en sus incursiones por las zonas más graves donde la voz se nota más incómoda con algunos sonidos abiertos y cambios de color. No obstante se compensa con una zona central carnosa, con cuerpo y de interesante riqueza tímbrica. Estuvo solvente en el Bolero, aunque, como en el resto de la velada, no destacó especialmente en su faceta expresiva, donde tanto vocal como dramáticamente parecía quedarse siempre un poco a medio gas.

Cumplidor el Cardona del tenor barcelonés Albert Casals que presentó una voz de timbre interesante, especialmente en terrenos más altos, pero a la que le falta dotar de una mayor depuración estilística y empaque expresivo. Además, las zonas central y grave resultaron áfonas, quedando irrelevante en números concertantes. Empezó bastante flojo y luego sí despuntó un poco tanto en su intervención al inicio del Canto alegre de la juventud, como en el Bolero.

También cumplidores estuvieron tanto el Don Matías del veterano Miguel Sola, mostrando unas tablas y un dominio de la escena envidiables, como el Lorenzo de Isaac Galán, muy relevante en su faceta expresiva.

Si bien se anunció a María José Suárez para el rol de doña Francisca, parece que algún problema físico de la asturiana ha llevado a que sea sustituida a última hora, de momento para las dos primeras funciones, por Amparo Navarro, una cantante que tuvo una presencia regular en las primeras temporadas de este teatro, brillando siempre a un muy buen nivel, pero que llevaba ya bastante tiempo sin pisar el escenario del jardín del Turia. Ayer la valenciana volvió a dejar constancia de su buen hacer interpretativo, pese a que en el aspecto vocal, especialmente en los números de conjunto resultaba poco audible. De hecho, el quinteto del segundo acto acabó pareciendo un dúo donde las únicas voces claramente distinguibles eran las de Ismael Jordi y Ruth Iniesta.

El actor Gonzalo de Castro cumplió con su cometido con desenvoltura y vis cómica, pero, como comentaba antes, no se entiende que hiciera uso de una molesta amplificación.

El público asistente ayer a la velada zarzuelera no ha sido precisamente de los más cálidos durante la función, posiblemente abrumado ante la pantomima pasqualera. De hecho, tras el descanso que tuvo lugar nada más finalizar el lamentable primer acto, hubo no pocas deserciones. Una pena porque se perdieron lo mejor. Tardaron bastante en brotar los aplausos, siendo los instantes más ovacionados la romanza Por el humo se sabe y el coro de románticos. Mención aparte merece la inmensa y merecida ovación brindada a Lucero Tena, tanto al salir a escena, como al finalizar su intervención con el público puesto en pie. Al acabar la función, Ismael Jordi, coro y orquesta recibieron los mayores aplausos. Curiosamente el único abucheo escuchado se lo llevó Gonzalo de Castro, algo que sinceramente no comprendo, supongo que sería por el tema de la amplificación, pero aún menos entendí que después de ese abucheo, la salida de los responsables escénicos fuera recibida sin protesta alguna.

Finalizo ya, que hoy se me ha vuelto a ir la pinza en la extensión de mi crónica. Es lo que tiene escribir poco, que cuando lo pillo lo agarro con ganas… Pero como dije que diría algo al respecto, quiero dejar constancia que lo que en mi anterior crónica apuntaba como rumor, definitivamente se ha confirmado. La Fundación Palau de les Arts, cuyo Patronato preside Pablo Font de Mora, ha solicitado que el Pleno del Consell apruebe una excepción salarial para que el recién nombrado director general de Les Arts, Jorge Culla Bayarri, amigo íntimo de aquél y con quien también comparte cargo en el consejo rector de la Asociación Amics de l’Òpera i de les Arts, pueda cobrar 90.000 euros anuales, esto es, 30.000 euros más que todos sus antecesores en el cargo. Mientras tanto, para reforzar orquesta, contratar directores musicales relevantes o mejorar condiciones de los trabajadores, las limitaciones económicas siguen siendo escollos insalvables. En fin, cada uno pone sus preferencias donde considera oportuno. 

viernes, 1 de octubre de 2021

"REQUIEM" (W.A.Mozart) - Palau de les Arts - 30/09/21

 

El Palau de les Arts inauguró ayer oficialmente su nueva temporada 2021-2022, que esperemos que pueda desarrollarse sin incidencias en su programación ni tanto sobresalto pandémico como las dos anteriores, y ojalá dentro de muy poco podamos volver a recuperar en nuestros teatros aquella “normalidad” que tan lejana nos parece.

Esta apertura de temporada operística se ha reservado curiosamente a una obra que no puede ser considerada ópera, como es la Misa de Réquiem en re menor, de Wolfgang Amadeus Mozart. Bueno, eso es lo que pone en el cartel, pero realmente, como luego veremos, hubiera sido más adecuado titularlo algo así como  Elucubraciones escénicas de Romeo Castellucci, con pastiche musical e incursiones danzarinas, a partir de la inacabada Misa de Réquiem en re menor de Wolfgang Amadeus Mozart finalizada por Süssmayr. Con el subtítulo: Cor de la Generalitat, porque yo lo valgo.

Este era también el inicio de temporada programado para el pasado año, aunque las medidas de seguridad frente a la pandemia llevaron a la dirección del teatro, creo que acertadamente, a posponer su representación a un momento en el que el riesgo sanitario para los intérpretes en escena fuese menor, dado su número y los requerimientos exigidos a los mismos. No sé si la situación actual es todavía la ideal para un espectáculo como este, o si alguna lo sería, pero está claro que mejor que hace un año sí estamos, y estoy seguro de que el teatro habrá adoptado todos los protocolos y medidas necesarias para garantizar la seguridad de todos los intervinientes.

Más allá de la calidad del espectáculo ofrecido o de que este Réquiem lleve su parte escénica y haya costado tanto traerlo como una ópera, no acabo yo de entender que no sea un título operístico, y de los relevantes, el encargado de protagonizar un acontecimiento como debería ser siempre el de la inauguración de la temporada operística de abono en el Palau de les Arts. Pero bueno, así supongo que se venderá mejor eso de que este recinto debe albergar todo tipo de espectáculos, cosa con la que estoy de acuerdo, aunque, como digo siempre, no dentro del abono de ópera. Y así también, lo que en otro formato hubiera ido al Auditori a precio de concierto, se enchufa a la sala principal al mismo precio que la Butterfly o el Wozzeck. Por cierto, con un aumento en los precios de las localidades este año de entre dos y ocho euros según las zonas, sin que desde el teatro se haya dicho ni pío a los abonados. No pretendo quejarme de la subida de precios después de las penurias pandémicas que han tenido que ir sorteando este año en un teatro que, pese a todo, sigue teniendo unos precios más que asequibles en comparación con otros recintos; lo que me fastidia, una vez más, es el silencio de sus gestores y la deficiente política de comunicación e información al abonado que sigue rigiendo en este teatro desde sus inicios, con pandemia o sin pandemia.

Quien esté leyendo estas primeras referencias al Réquiem en estos términos de interpretación escénica y no haya asistido al estreno, puede pensar que me han echado droja en el cola cao, pero, no, tranquilos, la explicación es que la versión ofrecida anoche es la curiosa propuesta escenificada por el italiano Romeo Castellucci que ya fue estrenada en el festival de Aix-en-Provence de 2019 y que se presenta ahora en coproducción con el Palau de les Arts, Adelaide Festival, Theatre Basel, Wiener Festwochen y La Monnaie.

Pese a que el video de una de las funciones representadas de este Réquiem en Aix-en-Provence está fácilmente localizable en YouTube, no he querido verlo antes de encontrarme en directo con el espectáculo en el escenario de Les Arts. No lo suelo hacer nunca, si puedo evitarlo, para no verme condicionado por una primera percepción fuera del marco escénico en directo para el que ha sido concebida. Así que, aunque había visto fotografías o algún corto fragmento, procuré simplemente dejar de lado cualquier prejuicio y dejarme llevar… Bueno, pues he de reconocer que llegado el momento de escribir esta crónica me encuentro con sentimientos bastante encontrados. A diferencia de otros conocidos míos, no me aburrí en absoluto, incluso en algún momento logró brotar la emoción y hasta conseguí concentrarme de vez en cuando en la música mozartiana; pero pienso que no era preciso meterse en este berenjenal que no creo que ponga de relieve la música de Mozart, sino que sólo la usa para acompañar la escena, como podría haber utilizado música de El lago de los cisnes o de Juanito Valderrama.

Es innegable que la propuesta de Castellucci tiene detrás un trabajo dramático y de concepción escénica y plástica, sobresaliente. Luego podrá convencer o no, nos parecerá fallida o genial, pero al menos se constata que el equipo escénico se lo ha currado de lo lindo y todo tiene un sentido, eso sí, dentro del muy particular concepto que ha motivado la propuesta. Pero desde luego no tiene nada que ver con algunas de las tomaduras de pelo legendarias que nos hemos chupado en este teatro (tranquilos que no diré Saura) donde el regista pasaba por caja, se ponían cuatro paneles y se dejaba a los artistas deambular a su aire por escena, perdidos como pedo en un jacuzzi. Aquí sí hay un exhaustivo y minucioso trabajo escénico. El problema es que ese particular concepto de la propuesta del que hablaba, no siempre acaba de entenderse. No estamos ante una ópera con un libreto que cuente una historia que, mal que bien, se haya adaptado, sino que, con el fondo musical de una misa de réquiem, se va dramatizando una narración independiente que va a su bola y que tendrá todo su sentido, pero tan cuajada de referencias, mensajes y elementos simbólicos que muchos espectadores acaban por perderse, o al menos no acaban de entrar del todo en lo que se quiere contar, y el que entra acaba abrumado, con los ojos como Marty Feldman y desconectado de lo musical. Pienso que si se quiere disfrutar esta propuesta sin que el espectador se desconecte o caiga en la hilaridad, lo primero que se precisaría sería un texto explicativo detallado, con un manual de instrucciones como un transbordador espacial. Y, como he dicho tantas veces, si una producción necesita explicarse mucho, mal vamos.

Se ha dicho que Castellucci quiere convertir este Réquiem en un canto a la vida, en una celebración del eterno retorno de la vida desde la muerte. La historia comienza con una mujer mayor fumando, viendo la tele junto a su cama, en un entorno oscuro, y cuando se acueste la cama parecerá tragársela, con un efecto francamente muy conseguido, cubriéndose poco a poco todo el escenario de negro, simbolizando su muerte. A partir de ahí, será el blanco el color que lo presida todo con puntuales notas de color según avance la obra, para acabar de nuevo en negro en un tramo final realmente impactante. Cuando comience el Kyrie empezará a proyectarse sobre el escenario lo que Castellucci denomina Atlas de las grandes extinciones: los nombres de lugares, especies, lenguas, religiones u obras de arte que han desaparecido en nuestro planeta y se han extinguido. Bueno, hasta ahí bien, pero luego sigue con futuras extinciones, que podía acabar rápido y decir que todo acabará extinguiéndose, pero no, hay que dar un poco más la brasa, saliendo entre ellas mencionado desde el propio Palau de les Arts a chorradas tales como extinción de mí.

La fuerza visual del espectáculo y su impacto emocional en muy determinados momentos, es otro de los aspectos que resultan difícilmente cuestionables. Especialmente todo el tramo final me pareció teatralmente ejemplar. En los últimos minutos de la función, el espacio escénico volverá a negro y lo que ha sido el suelo del escenario se elevará quedando de cara a los espectadores, arrastrando todo lo que allí quedaba, tierra, vestuario y todo tipo de residuos, dejando una especie de lienzo pintado a lo Pollock, con las manchas y cicatrices de todo lo ocurrido en escena durante la representación, que no ha sido sino una alegoría de la vida y la historia del mundo; mientras cuatro mujeres de diferentes edades aparecen sobre el escenario dejando allí a un bebé solo con unos juguetes, símbolo de la nueva vida que renace de la propia muerte, mientras un niño de la Escolanía canta a capela, desde la primera fila del patio de butacas, la antífona de la misa de difuntos In paradisum. Ciertamente impactante, aunque el mensaje quede quizás un pelín pretencioso y pasado de rosca ecológico-buenista, pero en fin, mejor esto que un alegato del holocausto nazi.

Pese a haber un cuerpo de una decena escasa de bailarines como base del movimiento escénico y coreográfico, el coro, y también los solistas pero menos, estará permanentemente sometido a estas exigencias escénicas, convirtiéndose así en la columna vertebral de la obra, tanto en lo vocal como en esta vertiente dramática. Igual que con los otros aspectos que he comentado, también en este apartado vi luces y sombras. Hay momentos de una enorme belleza plástica y otros que mueven más a la risa que a la emoción, como esa simulación de posar de uno en uno como si fueran atropellados por un vehículo para retirarse luego a morir al rincón. O ver al coro cantar de forma conmovedora mientras les hacen moverse como si estuvieran bailando el corro de la patata o una sardana, dando saltitos, vestidos qué sé yo si de lagarteranas, lapones o la Moma del Corpus… pues para qué nos vamos a engañar, todo eso hace difícil que la emoción que subyace en la música encuentre su altavoz en la representación escénica. Así, escuchar un Dies Irae excelentemente cantado por el coro viéndoles dando saltitos cogidos de las manos como si estuvieran bailando una sardana pasada de velocidad en el video y con lombrices en el recto, demostrará que además de cantar muy bien están en plena forma física, pero te corta el rollo.

Y es que, a mi juicio, uno de los mayores reparos que puede hacerse a este espectáculo es esa relevancia absoluta que se da aquí al apartado escénico, sin que lo representado tenga que ver directamente con lo que se escucha. La genial música de Mozart acaba convirtiéndose así en una especie de hilo musical que ambienta las ocurrencias (malas, buenas o buenísimas) de Castellucci. El intimismo, la profundidad, el recogimiento y la emoción que brotan de esta creación mozartiana se ven aquí perturbados por una actividad escénica que tan sólo puntualmente conseguirá hermanarse naturalmente con la emoción musical. Es mi opinión. No critico el espectáculo y valoro como se merece un trabajo tan prolijo, pero pienso que el espectador acaba asistiendo más a una obra teatral con música bonita, que a un concierto de Mozart con escenificación, y encima perdiéndose a veces en lo que se le quiere narrar. El protagonismo cambia así de eje en detrimento de lo musical. Toda esa información más o menos críptica que se ofrece en escena, esa pobre niña a la que embadurnan de pintura y otros líquidos y polvos, la cuelgan de la pared, la empluman cual petimetre del lejano oeste, y acaban disfrazándola de bruja piruja, todo ese ir y venir permanente, los letreritos lanzándote mensajes… todo eso lo que hace al final es que el espectador pierda la concentración en la música que debería ser la protagonista. Tampoco ayudan precisamente los ruidos al pintar con spray el fondo del escenario o al arrancar al final de la función los paneles blancos de las paredes para volver al negro, circunstancias y elementos de gran plasticidad, pero que dificultaban la escucha de la música.

Si a todo eso añadimos que a lo escrito por Mozart y acabado por Süssmayr esta producción le embute además intercaladas otras composiciones de Mozart, así como dos fragmentos gregorianos cantados a capela: el gradual Christus factus est y la antífona de la misa de difuntos In paradisum, que iniciarán y cerrarán la obra, respectivamente; pues llego a la conclusión, como decía al comienzo, de que hubiera sido más honesto no anunciar el espectáculo como el Réquiem de Mozart, sino el de Castellucci. No es un Réquiem escenificado, para nada; es una creación de teatro y danza de Romeo Castellucci con el Réquiem de Mozart y otras músicas de fondo. Es lo mismo que pasa con esos ballets que hacen utilizando distintas músicas de uno o varios autores y que no se venden como la música de fulanito bailada o escenificada, sino que se le suele dar un nombre al espectáculo distinto y luego se especifica qué música suena.

Bueno, pero vamos ya con la música. Uno de los alicientes de este estreno era ver como se desenvolvía James Gaffigan en su primera dirección desde el foso de la sala principal desde que fuese designado nuevo titular de la Orquestra de la Comunitat Valenciana. Ya sabéis que no ha sido un nombramiento que me haya emocionado especialmente, pero, como siempre he hecho en este moribundo blog, mis opiniones procurarán estar lo más libres de prejuicios de lo que yo sea capaz de desprenderme. No serán objetivas, obviamente, sino mi subjetiva y muy particular opinión de las sensaciones que yo reciba en la sala. He metido esta explicación por delante para seguir diciendo que ayer no me gustó Gaffigan. Y si me hubiera parecido genial su dirección os aseguro que lo diría, pero no fue así. Me pareció una dirección bastante poco mozartiana, muy falta de transparencia, espesa y pesante por momentos, fofa, y que de repente parecía querer epatar mostrando intensidad, pero más a base de músculo que de emoción. El poderío sonoro en determinados momentos fue excesivo, abusando de volumen sin piedad, quiero pensar que por no conocer todavía bien la peculiar acústica de esta sala y sin tener en cuenta tampoco las características de los cantantes, ni el tamaño y ubicación del coro. Dirigió con gesto claro e intenso, con esa vitalidad que se le sale por los poros a veces, muy atento e implicado con la escena, dando todas las indicaciones y entradas, aunque con la jarana que se movía por arriba dudo que fuesen siempre bien percibidas. De hecho, en el Sanctus se le fue orquesta y casi inmediatamente también se descontroló puntualmente el coro. La orquesta hubo momentos en que sonó muy bien, eso lo reconozco, pero el resultado de conjunto no me convenció. Yo siempre he preferido las versiones de esta obra mozartiana más intimistas y espirituales, frente a aquellas más teatrales. En este caso, con la primacía ya condicionada por el propio teatro al ofrecer esta versión escenificada, estaba claro que de salida el intimismo tenía las de perder, pero es verdad que musicalmente podrían haberse acentuado algunos fragmentos muy propicios para ello. En el foso destacaron los metales en el Tuba Mirum y me conmovió especialmente un bonito diálogo de oboe y clarinete, con los siempre impecables Christopher Bouwman y Tamás Massànyi.

El trabajo del coro en esta producción es tremendamente exigente, extenuante física y vocalmente, permaneciendo prácticamente todo el tiempo en escena en permanente movimiento, con memorización del texto y de casi hora y media de movimientos escénicos y bailes. Resulta casi milagroso el que además hayan conseguido, porque lo hicieron, que la maravillosa música de Mozart brillase como merecía en medio del jaleo escénico, sin llegar a los 40 cantantes y con una orquesta a la que Gaffigan no dudaba en meter caña con muy poco miramiento de vez en cuando, como en el Confutatis. Y a eso hay que añadirle la amortiguación del sonido derivada del enmascaramiento forzado por la pandemia (qué ganas tengo de volver a escuchar a este coro sin mascarillas…), el estar sometidos a más cambios de vestuario que el teatro chino de Manolita Chen y todas las ocurrencias escénicas: desde los permanentes y ya comentados saltitos joteros y números coreográficos, a tener que cantar retorciéndose envueltos en velos negros, cantar de espaldas al público y a la orquesta o hasta tumbados en el suelo. Y, por si semejante yincana no era suficiente, a Castellucci se le ocurrió que se quedase el coro en bolas al final de la función, mientras cantaban, of course.

Bueno, pues pese a todas esas circunstancias, lo visto y escuchado anoche a esta agrupación ejemplar obtuvo un resultado sobresaliente y sólo puede conducirnos a hacer más grande nuestra admiración y reconocimiento. Impactantes y poderosos resultaron momentos como el Rex Tremendae, el Dies Irae o el Confutatis  aunque fuesen cantados sin parar de dar saltitos; y esa gran joya de la historia de la música que es el Lacrimosa fue toda una explosión de emotividad y emoción, más allá de lo que pasaba en escena, gracias a una ejecución vocal cargada de matices. Me gustaron mucho también: el Agnus Dei, cantando en plena pugna con los volúmenes de Gaffigan; el postizo Miserere mei, cantado inmediatamente antes del inicio del Réquiem propiamente dicho y ese O gottes lamm estremecedor que se marcaron cantando tumbados. Pocos coros actualmente podrían pasar con una nota tan alta un reto como este, tanto en el apartado escénico como en el vocal. Sin duda, el Cor de la Generalitat ha vuelto a demostrar estar en la primera línea de los mejores coros europeos. Ojalá esto sirviese definitivamente para se le valore como merece por parte de la actual dirección del teatro que tan poca empatía con ellos viene demostrando, y sobre todo para que el IVC, la Conselleria de Cultura y demás organismos autonómicos competentes se tomen en serio de una vez el solucionar el conflicto laboral en el que sigue absurdamente inmerso este coro, y lo hagan con la única solución razonable, que no es otra que asegurar la consolidación de todos sus miembros y garantizar su crecimiento y su futuro. Si después de lo vivido anoche y las sobradas pruebas de profesionalidad que ofrecieron en el escenario, todavía hay algún mequetrefe mental con cargo que sigue diciendo que han de someter a sus miembros a pruebas objetivas basadas en los principios de igualdad, mérito y capacidad, merecerá ser subido al escenario, desnudado y emplumado para celebrar su propio Réquiem escenificado.

En el apartado de los solistas vocales ha dominado la corrección, aunque ha habido también un poco de todo. La contralto Sara Mingardo es la que más me gustó del cuarteto solista, con esa autenticidad e intensidad expresiva que la caracteriza. Toda la noche hizo gala de una musicalidad ejemplar, con una emisión natural, sin forzar en ningún momento la línea de canto. Pero al no ser poseedora de una voz grande, se vio especialmente lastrada por algunos picos de volumen excesivo del foso y en los concertantes apenas se hacía presente, pero eso no puede menguar lo más mínimo la calificación de su rendimiento. A mí me emocionó de manera singular en una de las piezas mozartianas postizas, no pertenecientes al Réquiem, el precioso O gottes lamm, donde la veterana cantante italiana mostró una exquisita sensibilidad, ayudada en este caso por Gaffigan que, por una vez, sostuvo bastante el acompañamiento orquestal.

Buenas sensaciones dejó también la soprano rusa Elena Tsallagova con una voz tampoco especialmente grande pero con cuerpo y gran proyección, pese a moverse en terrenos lírico ligeros, que supo conducir con delicadeza y que quizás destacaba un pelín de más en los números de conjunto con algún sonido un tanto chillón y fijo en la zona más aguda, pero todo quedó más que compensado con una entrega notable.

Dentro de la corrección se movió también el tenor alemán Sebastian Kohlhepp, quien mostró quizás la voz de más caudal de los cuatro solistas, con un timbre atractivo, pero a la que sin embargo le falta dotar de un mayor empaque expresivo.

El que menos me convenció fue el bajo argentino Nahuel Di Pierro a quien pudimos escuchar el año pasado como Don Alfonso en el Cosí fan tutte que abrió la pasada temporada valenciana. Como ya dije entonces, me parece que su voz es más baritonal que de bajo, lo cual quedó en evidencia especialmente en un Tuba Mirum en el que se echó de menos una mayor profundidad y gravedad.

Mención aparte y reconocimiento muy especial merece el niño de la Escolanía Mare de Déu dels Desamparats, Juan José Visquert. Hay que tenerlos como el caballo de Espartero para plantarse a su edad en el centro de la sala principal de Les Arts, llena de público, cantando a capela, tan bien como lo hizo, el bellísimo In paradisum final. Nada importa que en el otro fragmento que cantó en solitario en mitad de la función se le fuese un poco más la afinación. Bravísimo por él.

La sala principal de Les Arts presentó una notable asistencia de público (dentro de las limitaciones de aforo que siguen aplicándose), pero con visibles huecos. Desde luego la entrada no fue todo lo contundente que podría esperarse para una noche de inauguración de temporada valenciana con una obra tan popular como este Réquiem, aunque haya sido tuneado por Castellucci. Eso sí, la sala no estaría llena, pero hubo muchísimos ruidos, como en los mejores tiempos anteriores al Covid, con toses y móviles acompañando la función con saña, sobre todo en su inicio. Los aplausos brotaron espontáneamente en muchos espectadores cuando finalizó el Réquiem propiamente dicho, pero lo que no sabían los aplaudidores es que aún quedaba el último tramo creado por Castellucci. Cuando ya todo finalizó de verdad de la buena, ahí ya sí hubo ovación general que se convirtió en atronadora con la salida del coro, que, con buen criterio, fueron los últimos en salir como grandes protagonistas de la velada. También fueron muy fuertemente ovacionados los miembros de la orquesta, por cierto bastante más que su director; y también recibieron aplausos los responsables de la escena, pese a que más de una persona me comentó a la salida que estuvo a punto de abuchear o protestar. Yo ya digo que, pese a que creo que la propuesta es fallida, un trabajo de esta envergadura no merece un abucheo.

Ya acabo. En el palco de Les Arts pudo verse a Jorge Culla Bayarri, recién nombrado director general por la Comisión Ejecutiva del Patronato de la Fundación de Les Arts el pasado día 17 de septiembre, en sustitución de José Carlos Monforte, en otro movimiento de esos que, más allá de lo acertados o desafortunados que sean, ponen en evidencia una vez más las malas formas que lamentablemente se están haciendo demasiado habituales por parte de los actuales dirigentes del coliseo valenciano. De cara al público, bastó una simple nota de prensa en la que se agradecían los servicios prestados por Monforte y se alababan las excelencias de su sustituto, sin explicar por qué, si tan bien lo había hecho, se le remplazaba. Y en relación con el propio afectado, me consta que fue conocedor de la noticia apenas 48 horas antes de hacerse efectiva sin darle tampoco más explicación. Jorge Culla ha tenido relación profesional con el director artístico Jesús Iglesias y es amigo íntimo personal del presidente del Patronato de la Fundación Palau de les Arts, Pablo Font de Mora, con quien también comparte cargo en el consejo rector de la Asociación Amics de l’Òpera i de les Arts. El pasado mes de agosto se rescindió la relación laboral de Culla con los Teatros del Canal de Madrid y ha sido llamado por Iglesias y Font de Mora para unirse al equipo gestor de Les Arts prescindiendo de Monforte. Se ha dicho desde la Conselleria de Cultura que su elección ha sido evaluada y aprobada siguiendo las pautas y procedimiento estipulado en estos casos por el órgano de gobierno de Les Arts, aunque no se explique cuál ha sido ese procedimiento, ni a qué se debe, ni qué otras alternativas ha habido. No pretendo en modo alguno cuestionar la valía de Jorge Culla que tiene una sólida relación con el mundo teatral y musical valenciano, pero sí la forma en que se ha producido el cuarto cambio de director general en Les Arts en menos de tres años, cuando además la gestión de Monforte en un momento tan crítico como la crisis del Covid se ha reconocido como ejemplar. Y si, como se rumorea, se confirmase que el nuevo director va a percibir 30.000 euros más que su antecesor, pues quizás alguna explicación más se debería de dar. En fin, seguiremos informando.