Que Plácido Domingo a sus 70 (presuntos) años siga cantando en los escenarios, ofreciendo un rendimiento óptimo, es toda una heroicidad, y sobre todo algo muy poco común en estos tiempos en los que la moda parecen ser los tenores kleenex, de usar y tirar, con carreras meteóricas en las que logran llegar, en medio de un gran revuelo mediático, a los principales teatros del mundo en un corto plazo. Casi tan corto como suele ser luego el tiempo que la voz les aguanta sana.
Que además Plácido Domingo lo haga menos de dos meses después de haber sido sometido a una complicada operación para extirparle un pólipo canceroso en el colon, es algo que roza lo sobrenatural.
Y que, encima, esa reaparición en los escenarios sea nada menos que en La Scala, el templo operístico por excelencia, cantando Verdi, y ante uno de los públicos más exigentes del mundo, eleva el reto del tenor madrileño a cotas difícilmente igualables, resultando realmente increíble.
Para que pudiésemos creerlo, ayer tuvimos la ocasión de verlo y escucharlo en directo, gracias a la retransmisión a cines de toda Europa, que se llevó a cabo desde el Teatro alla Scala de Milán, de la representación de “Simon Boccanegra” de Giuseppe Verdi, con el principal aliciente de asistir a esta vuelta a los escenarios del incombustible Domingo.
La producción presentada cuenta con una puesta en escena, dirigida por Federico Tiezzi, que no me convenció en absoluto. Se inclina por una concepción clásica “ma non troppo”. Así que intercala algunos toques escenográficos presuntamente modernos, junto a un vestuario tradicional y una rutinaria dirección de actores que, en algún momento, se notaba forzada, al existir contradicciones entre el planteamiento escénico y el libreto; y al final le sale un pastiche, bastante atractivo en cuanto a plasticidad (gracias sobre todo al, aunque un poco kitsch, deslumbrante vestuario de Giovanna Buzzi), pero profundamente vacío respecto al fondo, sin que aporte nada, y sin que ni siquiera acabe de resultar un vehículo adecuado que no incomode el desarrollo del drama.
Lo que podía haberse quedado en una dirección escénica simplemente sosa y olvidable, alcanza por méritos propios la calificación de majadería nivel 3 en la escena final, donde, de repente, el coro aparece con vestimentas de principios de siglo XX, tras haber estado toda la obra con vestuario del siglo XIV, y, para completar la soplagaitez, un espejo baja al escenario y la sala se ve reflejada en él (vaya, esto me suena… igual ya se le había ocurrido antes a alguien). Se ve que este año la tendencia primavera-verano de los directores de escena viene marcada por el “momento espejo”. Aquí, al igual que ocurre en “La Traviata” que está representándose en Les Arts, el espejo y las memeces finales lo único que consiguen es distraer al espectador en los momentos de mayor intensidad dramática de la obra.
De cualquier modo, la dirección artística fue algo muy secundario. Quien atraía toda la atención era Placido Domingo y su nueva incursión en terrenos baritonales. Y Domingo hizo su Boccanegra. Si alguien esperaba enjuiciarle comparándole vocalmente con otros Boccanegra, examinándole como barítono dramático, la crítica era fácil. Él no es barítono, es un tenor cantando un papel de barítono atenorando el mismo. Es evidente que sus graves no son propiamente de barítono, sino de un tenor con un centro que continúa siendo amplio y contundente y con un buen registro grave. Y es verdad que su voz no siempre sonaba natural, especialmente en las zonas más bajas. Hay quien pueda cuestionar esto, pero no seré yo. Este señor, que tanto ha hecho por el mundo de la ópera, se ha ganado el derecho, a estas alturas de su vida, a pisar los escenarios cantando los papeles que le apetecen, aunque no sean propiamente de su cuerda. Y si además, como es el caso, el resultado final es muy positivo, aunque se aleje de la estricta ortodoxia, yo no tengo reproche alguno que efectuar.
Llegó Domingo (qué menos) un tanto fatigado al final y en algún momento dejo entrever también algún problema de fiato, pero todo eso se compensaba sobradamente con un canto exquisito (especialmente en las partes más líricas de la partitura), una mayúscula expresividad, un fraseo memorable que ajustaba a sus condiciones físicas sin que se viera afectado el discurso, logrando aguantar las tremendas exigencias que los lentísimos tiempos de Barenboim imponían y, sobre todo, haciendo derroche de su imponente presencia escénica con una interpretación majestuosa llena de fuerza e intensidad.
Lo mejor de la noche, junto a la exhibición de superpoderes de Domingo, fue la excepcional soprano alemana Anja Harteros, que, como diría el amigo Joaquim, merece un reclinatorio para ella solita, para celebrar a la mejor Amelia que he escuchado en mucho tiempo, recordándome por momentos (y no fui el único) a algún nombre tan ilustre que hasta me causa pudor exteriorizarlo. Ya me sorprendió muy agradablemente en el “Lohengrin” de Munich con Kaufmann, y ayer dio toda una lección de canto, con una voz muy homogénea, consistente y redonda en todos los registros, con unos graves bellísimos en los que no perdía el color y unos agudos limpios, brillantes, potentes y bien atacados. Y todo ello adornado con un recital absoluto de matices, marcándose unas medias voces y pianísimos estremecedores.
Ferruccio Furlanetto compuso un destacable Fiesco. Se nota que los años no pasan en balde, pero el veterano bajo italiano, aun no teniendo sus graves la fuerza y rotundidad de antaño, llevó a cabo una encomiable labor. Por eso me pareció insultante y vergonzoso el abucheo que recibió al final por parte de un sector del Loggione milanés, absolutamente injustificado.
Massimo Cavalletti, sin embargo, obtuvo una de las grandes ovaciones de la noche, pese a que su Paolo me pareció simplemente correcto. Su voz tiene un bonito color baritonal, pero su canto fue irregular, con algún problema incluso de afinación y llegando a gallear en un momento dado.
Fabio Sartori, a quien no había escuchado anteriormente, me sorprendió muy positivamente cantando el papel de Adorno que tantas veces ha interpretado Domingo. Sartori presentó una voz brillante, lírica, muy rica en armónicos, fraseó con mucho gusto y aunque algún agudo le quedó un poco estrangulado, su actuación fue muy notable.
La dirección musical corrió a cargo de Daniel Barenboim, quien recibió sonoros abucheos al salir a escena en el segundo acto y supongo que al final. Digo que “supongo” porque la pésima realización de la retransmisión (nefasta toda la noche) decidió omitir los saludos del director y la orquesta. Barenboim ofreció una lectura reposada, detallista y muy intimista de la partitura. Es verdad que no sonaba muy verdiana, pero a mí me resultó enormemente atractiva. Unos tiempos lentos, saboreados con deleite, caracterizaron su ejecución, a mi juicio bellísima, aunque no fuese muy italiana, de ahí las protestas de un sector milanés que quizás se sintió mancillado en su condición de guardián de las esencias verdianas.
Muy destacable fue la labor de los cuerpos estables scaligeros, donde el Coro mostró un empaste y control de las dinámicas sobresaliente, aunque presentase algunas carencias en lo actoral, con unos soldados que parecían más clicks de Famobil que fieros combatientes.
Enorme ovación final para Domingo no escuchándose esta vez los aislados abucheos que hubo en el estreno.
Veremos cual es el próximo reto del Maestro, se dice que quiere interpretar el papel de Rigoletto en Mantua. Pues muy bien, como si quiere cantar “Boris Godunov”. A este paso le veremos con 80 años cantando la Olympia de “Los Cuentos de Hoffmann” o la Reina de la Noche. Da igual, lo que hace falta es que podamos seguir disfrutando muchos años de un artista y un ser humano de los que ya no quedan.
Que además Plácido Domingo lo haga menos de dos meses después de haber sido sometido a una complicada operación para extirparle un pólipo canceroso en el colon, es algo que roza lo sobrenatural.
Y que, encima, esa reaparición en los escenarios sea nada menos que en La Scala, el templo operístico por excelencia, cantando Verdi, y ante uno de los públicos más exigentes del mundo, eleva el reto del tenor madrileño a cotas difícilmente igualables, resultando realmente increíble.
Para que pudiésemos creerlo, ayer tuvimos la ocasión de verlo y escucharlo en directo, gracias a la retransmisión a cines de toda Europa, que se llevó a cabo desde el Teatro alla Scala de Milán, de la representación de “Simon Boccanegra” de Giuseppe Verdi, con el principal aliciente de asistir a esta vuelta a los escenarios del incombustible Domingo.
La producción presentada cuenta con una puesta en escena, dirigida por Federico Tiezzi, que no me convenció en absoluto. Se inclina por una concepción clásica “ma non troppo”. Así que intercala algunos toques escenográficos presuntamente modernos, junto a un vestuario tradicional y una rutinaria dirección de actores que, en algún momento, se notaba forzada, al existir contradicciones entre el planteamiento escénico y el libreto; y al final le sale un pastiche, bastante atractivo en cuanto a plasticidad (gracias sobre todo al, aunque un poco kitsch, deslumbrante vestuario de Giovanna Buzzi), pero profundamente vacío respecto al fondo, sin que aporte nada, y sin que ni siquiera acabe de resultar un vehículo adecuado que no incomode el desarrollo del drama.
Lo que podía haberse quedado en una dirección escénica simplemente sosa y olvidable, alcanza por méritos propios la calificación de majadería nivel 3 en la escena final, donde, de repente, el coro aparece con vestimentas de principios de siglo XX, tras haber estado toda la obra con vestuario del siglo XIV, y, para completar la soplagaitez, un espejo baja al escenario y la sala se ve reflejada en él (vaya, esto me suena… igual ya se le había ocurrido antes a alguien). Se ve que este año la tendencia primavera-verano de los directores de escena viene marcada por el “momento espejo”. Aquí, al igual que ocurre en “La Traviata” que está representándose en Les Arts, el espejo y las memeces finales lo único que consiguen es distraer al espectador en los momentos de mayor intensidad dramática de la obra.
De cualquier modo, la dirección artística fue algo muy secundario. Quien atraía toda la atención era Placido Domingo y su nueva incursión en terrenos baritonales. Y Domingo hizo su Boccanegra. Si alguien esperaba enjuiciarle comparándole vocalmente con otros Boccanegra, examinándole como barítono dramático, la crítica era fácil. Él no es barítono, es un tenor cantando un papel de barítono atenorando el mismo. Es evidente que sus graves no son propiamente de barítono, sino de un tenor con un centro que continúa siendo amplio y contundente y con un buen registro grave. Y es verdad que su voz no siempre sonaba natural, especialmente en las zonas más bajas. Hay quien pueda cuestionar esto, pero no seré yo. Este señor, que tanto ha hecho por el mundo de la ópera, se ha ganado el derecho, a estas alturas de su vida, a pisar los escenarios cantando los papeles que le apetecen, aunque no sean propiamente de su cuerda. Y si además, como es el caso, el resultado final es muy positivo, aunque se aleje de la estricta ortodoxia, yo no tengo reproche alguno que efectuar.
Llegó Domingo (qué menos) un tanto fatigado al final y en algún momento dejo entrever también algún problema de fiato, pero todo eso se compensaba sobradamente con un canto exquisito (especialmente en las partes más líricas de la partitura), una mayúscula expresividad, un fraseo memorable que ajustaba a sus condiciones físicas sin que se viera afectado el discurso, logrando aguantar las tremendas exigencias que los lentísimos tiempos de Barenboim imponían y, sobre todo, haciendo derroche de su imponente presencia escénica con una interpretación majestuosa llena de fuerza e intensidad.
Lo mejor de la noche, junto a la exhibición de superpoderes de Domingo, fue la excepcional soprano alemana Anja Harteros, que, como diría el amigo Joaquim, merece un reclinatorio para ella solita, para celebrar a la mejor Amelia que he escuchado en mucho tiempo, recordándome por momentos (y no fui el único) a algún nombre tan ilustre que hasta me causa pudor exteriorizarlo. Ya me sorprendió muy agradablemente en el “Lohengrin” de Munich con Kaufmann, y ayer dio toda una lección de canto, con una voz muy homogénea, consistente y redonda en todos los registros, con unos graves bellísimos en los que no perdía el color y unos agudos limpios, brillantes, potentes y bien atacados. Y todo ello adornado con un recital absoluto de matices, marcándose unas medias voces y pianísimos estremecedores.
Ferruccio Furlanetto compuso un destacable Fiesco. Se nota que los años no pasan en balde, pero el veterano bajo italiano, aun no teniendo sus graves la fuerza y rotundidad de antaño, llevó a cabo una encomiable labor. Por eso me pareció insultante y vergonzoso el abucheo que recibió al final por parte de un sector del Loggione milanés, absolutamente injustificado.
Massimo Cavalletti, sin embargo, obtuvo una de las grandes ovaciones de la noche, pese a que su Paolo me pareció simplemente correcto. Su voz tiene un bonito color baritonal, pero su canto fue irregular, con algún problema incluso de afinación y llegando a gallear en un momento dado.
Fabio Sartori, a quien no había escuchado anteriormente, me sorprendió muy positivamente cantando el papel de Adorno que tantas veces ha interpretado Domingo. Sartori presentó una voz brillante, lírica, muy rica en armónicos, fraseó con mucho gusto y aunque algún agudo le quedó un poco estrangulado, su actuación fue muy notable.
La dirección musical corrió a cargo de Daniel Barenboim, quien recibió sonoros abucheos al salir a escena en el segundo acto y supongo que al final. Digo que “supongo” porque la pésima realización de la retransmisión (nefasta toda la noche) decidió omitir los saludos del director y la orquesta. Barenboim ofreció una lectura reposada, detallista y muy intimista de la partitura. Es verdad que no sonaba muy verdiana, pero a mí me resultó enormemente atractiva. Unos tiempos lentos, saboreados con deleite, caracterizaron su ejecución, a mi juicio bellísima, aunque no fuese muy italiana, de ahí las protestas de un sector milanés que quizás se sintió mancillado en su condición de guardián de las esencias verdianas.
Muy destacable fue la labor de los cuerpos estables scaligeros, donde el Coro mostró un empaste y control de las dinámicas sobresaliente, aunque presentase algunas carencias en lo actoral, con unos soldados que parecían más clicks de Famobil que fieros combatientes.
Enorme ovación final para Domingo no escuchándose esta vez los aislados abucheos que hubo en el estreno.
Veremos cual es el próximo reto del Maestro, se dice que quiere interpretar el papel de Rigoletto en Mantua. Pues muy bien, como si quiere cantar “Boris Godunov”. A este paso le veremos con 80 años cantando la Olympia de “Los Cuentos de Hoffmann” o la Reina de la Noche. Da igual, lo que hace falta es que podamos seguir disfrutando muchos años de un artista y un ser humano de los que ya no quedan.