Permitidme que, aunque me repita, empiece esta crónica agradeciendo una vez más el esfuerzo que siguen llevando a cabo cada día los trabajadores y equipo técnico y artístico de Les Arts para que podamos disfrutar de cultura con seguridad. Y es que el teatro valenciano continúa adelante con su programación, resistiendo las adversidades externas cual irreductible galo, aunque, como Obelix, sin poder chupar de la marmita de poción mágica. Ayer le tocó el turno al estreno del cupo zarzuelero de la temporada con uno de sus títulos más celebrados, El barberillo de Lavapiés, de Francisco Asenjo Barbieri.
Es de justicia reconocer al compositor madrileño como uno de los músicos más importantes que ha dado nuestro país y, por supuesto, como una figura absolutamente capital de la zarzuela restaurada, habiendo contribuido de forma decisiva a la consolidación del género y dejando para la posteridad obras tan relevantes como Pan y Toros, Gloria y Peluca, Jugar con fuego o este Barberillo de Lavapiés, que está repleto de fragmentos tan populares como llenos de sentido musical. La obra se desarrolla en Madrid, durante el reinado de Carlos III, con una rivalidad política de fondo, que nunca existió, entre los partidarios del Secretario de Estado, el italiano Jerónimo Grimaldi, y los del muy hispano conde de Floridablanca que le sustituiría en el cargo. Ese enfrentamiento entre lo italiano y lo español no es casual y probablemente intente reflejar el esfuerzo que los autores de zarzuela estaban haciendo en la segunda mitad del siglo XIX por asentar su género frente a la todopoderosa ópera italiana. En los personajes principales encontraremos también el contraste, muy acertadamente dibujado musicalmente, entre los representantes del pueblo (los majos Lamparilla y Paloma) y los de alta cuna (la Marquesita, seguidora de Floridablanca, y Don Luis, sobrino de Grimaldi).
Reconozco que estamos ante una de las páginas más
interesantes del género y es esta una de las zarzuelas que me suele generar
menos pereza a la hora de acercarme a su escucha. Pero confieso que esta vez, no
sé muy bien por qué motivo, y pese al
mono de música en directo que algunos padecemos, me apetecía casi tanto asistir
a este estreno como que un asno cocease mi bolsa escrotal. Afortunadamente para
el asno, una vez tomé asiento en mi localidad y comenzó el espectáculo, el
poder de la música volvió a imponerse y, pese a los reparos que no dejaré de
hacer, al final la experiencia resultó bastante positiva.
La producción presentada proviene del Teatro de la
Zarzuela, donde se estrenó en 2019, y ha visitado ya con éxito otras plazas
como Oviedo y Sevilla. El responsable de la dirección de escena es Alfredo
Sanzol, contando con el imprescindible apoyo de un elemento clave en esta
producción, como es el colorido y alegre vestuario dieciochesco de Alejandro Andújar, así como con la
iluminación de Pedro Yagüe.
Desde luego no se puede criticar la propuesta por
salirse del marco espacio temporal previsto en el chispeante libreto de Luis Mariano de Larra, ni por ofrecer
extrañas lecturas poco acordes a la historia contada, ya que se ajusta al
original como unos leguis a la popa de la Kardashian;
pero tampoco ofrece nada especialmente destacable. Se ha optado por prescindir
de todo elemento escenográfico y de atrezo, a excepción de unos paneles móviles
muy negros que no se sabe muy bien qué hacen ahí y que se mueven de vez en
cuando, haciendo bastante ruido por cierto y teniendo que ser empujados por los
propios artistas en el escenario. Se supone que estos muros móviles van
enmarcando y dibujando los distintos enclaves en los que la acción se lleva a
cabo, pero, ante la pobreza y falta de sentido del resultado, le deja a uno con
la sensación de que el movimiento es puramente aleatorio y dirigido únicamente
a aparentar que hay un trabajo escenográfico que en la práctica brilla por su
ausencia. Seguro que no es así y que se han estrujado el melón un montón, pero ni
los ambientes se acaban de dibujar bien, ni se resuelven adecuadamente algunos
equívocos y situaciones de la trama que podrían haber dado mucho más juego si
se hubiesen utilizado mejor estos mismos paneles. Sólo me pareció que
consiguieron potenciar la acción dramática en el terceto del primer acto, cuando
las dos mujeres presionan al barbero para pedir su ayuda, mientras este se ve en
escena físicamente aprisionado por los paneles que empujan ellas.
Se deja así pues que la acción se desarrolle en un escenario
completamente vacío sobre un fondo oscurísimo (a excepción de la escena de
costureras, la única generosamente iluminada), donde sólo el color del
vestuario y la puntual iluminación aportarán vistosidad al conjunto escénico.
No soy yo de los que echa de menos una corrala de cartón piedra joseluismorenesca ni un abigarramiento
escenográfico, pero entre eso y esta insulsez absurda hay un punto medio.
Tampoco en el apartado de movimiento escénico y
dirección de actores he apreciado nada destacable, no dudo que se haya
trabajado esa faceta, pero, igual que pasa con la escenografía, me parece que resulta
fallida. Se suelen apiñar los cantantes en la boca del escenario de cara al
público, lo cual se agradece desde el punto de vista acústico, pero en una trama
que posibilita lucirse en el movimiento escénico, yo me quedé con la particular
impresión de que no ha habido grandes ideas teatrales o no se han sabido
trasladar a la escena, lo cual me llamó especialmente la atención al ser Alfredo
Sanzol un hombre de teatro y actual director del Centro Dramático Nacional.
Parece que el propio Sanzol se ha
encargado también de la adaptación y recorte de algunos diálogos. Yo
personalmente hubiera agradecido que, en lugar de gastar esfuerzos en eso,
hubiera trabajado más el concepto teatral de la producción, porque me quedé un
poco defraudado. No es tanto que el resultado haya sido malo, como que yo me
esperaba bastante más.
Sí debe destacarse, por ser la única aportación al
movimiento escénico, el trabajo coreográfico de Antonio Ruz, con movimientos y números coreografiados en muchas de
las escenas que sí proporcionan esa chispa a la acción. Aparte de eso están los
momentos de baile propiamente dichos, en esta ocasión con una versión bastante
libre de algunas de las danzas tradicionales, como las seguidillas, la jota o
el zapateado. A mí, que ya le tengo de por sí una aversión alérgica a lo
danzarín, si además me haces una combinación entre baile contemporáneo y
exhibición sindical del primero de mayo, pues me cae como un bocata de fabada
con alioli; pero esto sí que es un problema mío personal, porque reconozco que
más allá de mis propias filias y fobias, este trabajo coreográfico es uno de
los elementos de la producción que, junto al vestuario, aporta más frescura.
Al frente de la Orquestra
de la Comunitat Valenciana se situó el veterano Miguel Ángel Gómez
Martínez, a quien ya conocemos bien los melómanos de la capital por su
periodo al frente de la Orquesta de
Valencia. No era este su debut dirigiendo la agrupación de Les Arts, pues
ya lo hizo en 2018 en un programa de concierto en el que por cierto también
tuvo su hueco la zarzuela; pero sí era la primera vez que se situaba en el foso
de la sala principal del coliseo del Jardín del Turia para dirigir una obra
escenificada. Es incuestionable el oficio y buen hacer del maestro granadino, que
demostró ser un experto conocedor del género y que concertó con habilidad los
números de conjunto, perfiló los contrastes dinámicos y estilísticos, supo imprimir
brío, nervio y tensión narrativa a la partitura y por lo general cuidó mucho
las voces, aunque es verdad que en algún momento muy puntual se emocionó y el
exceso de volumen orquestal pasó por el escenario sin hacer prisioneros. Me dio
la impresión de que esta vez los paneles separadores que rodeaban las maderas,
igual por su ubicación no central sino en la parte izquierda del foso,
contribuyeron a descompensar un poco el conjunto y, como me comentó un amigo a
la salida, el sonido se emborronó en
algunos pasajes, pero es un peaje menor ante la protección debida a los músicos.
Entre ellos destacaría las intervenciones ayer de trompetas, clarinetes y
flautas. Buen trabajo también el de la rondalla Orquesta de Plectro “El
Micalet” de Lliria acompañando la
jota de los estudiantes.
Como ya he dicho tantas veces, es todo un privilegio
poder contar en nuestro teatro con el Cor
de la Generalitat de forma habitual, y muy especialmente en obras, como
este Barberillo, donde las intervenciones
del coro juegan un papel interpretativo muy relevante, constituyendo el sustento
de la estructura musical de esta zarzuela. Pese al impuesto enmascaramiento
pandémico de sus componentes, sus prestaciones vocales volvieron a ser óptimas,
aunque en esta ocasión sí se puso más de relieve que las mascarillas hacen
perder brillantez a las voces y claridad al texto. En cualquier caso,
bienvenidas sean estas medidas de seguridad si nos permiten seguir disfrutando
de la programación habitual y de nuestro coro, consiguiendo momentos tan
lucidos como tuvimos ayer con el Aquí
están los que buscamos y toda la escena final; o con los chicos como la guardia
valona del final del segundo acto; o, por supuesto, con las chicas en el de
costureras, uno de los instantes más inspirados de la noche en todos los
aspectos. En el apartado teatral, como de costumbre, estuvieron también
espléndidos y además daba la impresión de que se lo estaban pasando pipa. Eso
sí, cuando acaben estas funciones van a tener los brazos como Popeye de tanto empujar paneles por la
escena.
En el mundo de la zarzuela, en el que las partes
cantadas se unen a otras recitadas en verso, no es fácil encontrar cantantes
que, además de cantar bien, interpreten y reciten adecuadamente. Ayer hubo de
todo, pero hemos tenido la suerte de contar con una pareja protagonista que en
el apartado actoral y teatral merece un diez, sin reparo alguno, como aquellos
de la Comaneci en Montreal 76.
El barberillo que da título a la obra, ese trasunto castizo
del Fígaro llamado Lamparilla, estuvo encarnado a la
perfección por Borja Quiza. El
cantante gallego se mete al público en el bolsillo desde su primera aparición,
con una tremenda soltura interpretativa y naturalidad expresiva. Su entrega
escénica es irreprochable y destaca por la intención de su fraseo en las partes
recitadas, donde despliega desparpajo, gracejo y expresividad vocal y gestual.
En el terreno del canto, aunque se anuncia como barítono, a mí su voz me
recuerda más a la de un tenor corto de agudos con timbre grave que a un instrumento
puramente baritonal, porque graves de peso y enjundia no aparecieron por allí
ni de visita. Es verdad que la partitura tampoco resulta especialmente exigente
en esta zona de la tesitura, pero llamaba la atención que cada vez que por allí
se acercaba, la emisión perdía consistencia, pese a que en el registro medio y
agudo mostraba una muy contundente proyección y volumen, del que hacía
ostentación, a veces incluso en exceso. La falta de refinamiento de su canto y
los sonidos abiertos y puntualmente estentóreos, tienen muy poca importancia en
un papel al que la rusticidad no le viene mal y en el que el recurso al parlato es habitual; pero, lo principal
es que todo eso quedó en un segundo plano porque el resultado final se ve más
que compensado ante su magnífica interpretación del personaje.
Hemos tenido también la fortuna de contar para el papel
de Paloma con la crevillentina Sandra Ferrández, una cantante que ya
demostró en este teatro en 2019, como la Raimunda
de La malquerida, lo bien que se
mueve en el género, y que, como hiciera entonces, encandiló al público con un
memorable desempeño teatral y vocal. Su sentido musical y dramático es ejemplar,
y es capaz de aunar la corrección técnica y estilística con la belleza vocal, sin
perder en ningún momento la esencia del drama, derrochando expresividad,
sabiduría teatral y resultando seductora, divertida, celosa o pizpireta según
lo requiere el libreto, manteniendo siempre un impecable fraseo, dicción e
intención expresiva, además de integrarse con naturalidad en las coreografías
diseñadas por la producción. Me dio la impresión de que salió un poco tensa en
su celebérrima entrada Como nací en la
calle de la Paloma, mejoró en el dúo con Lamparilla del segundo acto, Una
mujer que quiere, posiblemente el instante más largamente ovacionado de la
velada, y estuvo sencillamente estupenda en otro dúo del tercer acto, Ende que te he conocío, esta vez con la Marquesita, donde se mostró pletórica de
gracia y estilo.
También ofreció detalles muy interesantes la Marquesita del Bierzo de la soprano
catalana María Miró, con una voz lírica
de bello timbre, con cuerpo, rica en armónicos, que supo encauzar en una muy
correcta línea de canto. Lástima que en los textos recitados no estuviese al
mismo nivel, presentando una artificialidad y poca intención en los diálogos que
recordaba a una mala función escolar de primaria. Fue una pena que no acabase
de redondear con ello su actuación, porque sus prestaciones vocales fueron
excelentes.
El papel de Don
Luis de Haro fue encarnado por el tenor bilbaino Javier Tomé, quien presentó una voz muy deslucida debido a una
emisión retrasada, tirante y carente de luminosidad. Sí hay que reconocerle su entrega
escénica y vocal, y su empeño en mantener un fraseo bien hilvanado, donde
mostró un más que aceptable control del fiato.
Echó el resto en su dúo del acto segundo con la Marquesita, En una casa
solariega, donde quizás consiguió los mejores resultados.
El resto de comprimarios cumplieron con corrección, mejor
el Don Pedro de Monforte de Abel García que el Don Juan de Peralta de David
Sánchez, ambos con sonoras voces graves, sin que se pueda destacar mucho
más, salvo las tablas escénicas del primero. Bien el Lope de Ángel Burgos. Y
cumplieron también correctamente su cometido los miembros del Cor de la Generalitat: David Asín, Antonio Gómez y Carmen
Avivar.
La función se representó de un tirón, sin descanso entre
actos, supongo que para posibilitar poder cumplir el toque de queda de las 22
horas sin adelantar más su inicio. Pese a que la zarzuela tiene también su
público fiel, la sala principal de Les Arts presentaba ayer bastantes más
huecos que los derivados de las impuestas limitaciones de aforo. Resultó estimulante
el detectar la presencia de público joven, algo que también había ocurrido ya
con otros títulos del género programados en este teatro, alejando así un poco
esa tópica identificación entre zarzuela y espectador añoso. El respetable
asistente estuvo muy aplaudidor y cada número que contase con un chimpún fue
debidamente ovacionado. Se escucharon risas ante las ocurrencias humorísticas del
libreto e incluso fue aplaudida alguna de las críticas políticas que también
trufan el texto de Larra. Al
finalizar la función, la orquesta acompañó los saludos del elenco retomando la música
de las caleseras, durante los cuales los mayores reconocimientos fueron para Borja Quiza, Sandra Ferrández y el Cor de
la Generalitat. Una vez más, como ya ocurriese en La Cenerentola y Falstaff,
volvió a privarse al espectador de poder reconocer o protestar el trabajo de la
dirección de escena. Ignoro si esto se va a convertir ya en habitual o
simplemente ha sido una confluencia de casualidades.
Aunque acudiese yo ayer al teatro con bastantes pocas
ganas y, como siempre hago en estas crónicas, le haya sacado punta a todo y me
ponga tiquismiquis y samalacatron, lo cierto es que me lo pasé francamente bien;
así que sólo puedo animaros a asistir a alguna de las funciones que quedan y que
opinéis por vosotros mismos de un espectáculo que, en cualquier caso, es bastante
disfrutable. Esperemos que para la próxima cita del abono, ese programa doble Cavalleria y Pagliacci del mes que viene, la situación sanitaria siga mejorando,
o al menos no empeore, y podamos ir recobrando poco a poco la normalidad.
Mientras tanto, como diría Lamparilla,
os deseo salud, dinero y bellotas.