Decía el otro día la Intendente Helga Schmidt en una entrevista, que en el Palau de les Arts “vamos de milagro en milagro”. Y realmente, tal y como está la situación en el coliseo valenciano y ante el desamparo en el que se encuentra por parte de las instancias políticas autonómicas y estatales competentes, es verdad que es un milagro que siga pudiéndose desarrollar una programación operística de nivel relevante en nuestra ciudad.
Ayer, uno de esos milagros volvió a hacerse realidad con el estreno de la ópera Simon Boccanegra, de Giuseppe Verdi, en la producción propia de Les Arts que pudo verse en Valencia en 2007, con el protagonismo esta vez, en el papel del corsario Simon reconvertido en Dux, del tenor reconvertido en barítono, Plácido Domingo y la presencia en el foso de un director musical de cierto renombre como es el italiano Evelino Pidò.
El milagro del que hablo es el hecho mismo de que pueda montarse una producción de estas características y con estos nombres en el momento actual. Cosa distinta es que luego los resultados artísticos obtenidos sean más o menos satisfactorios. Y en este sentido tengo que empezar por manifestar que ayer no salí precisamente satisfecho del teatro. Por diferentes motivos. Principalmente por una dirección musical, a mi juicio, desafortunada, y unas voces, en general, decepcionantes.
Sobre la dirección musical de este Simon hubo absoluto silencio durante meses, motivado, en un principio, por el proceso de negociación con el maestro Wellber respecto a la fecha en que dejase la dirección de la orquesta titular de Les Arts. Después, los problemas de agenda y compromisos adquiridos por diferentes directores, tuvieron en vilo al aficionado hasta hace bien poco tiempo, cuando finalmente se conoció que sería el maestro turinés Evelino Pidò quien subiría al podio en todas las representaciones, salvo la última en que lo hará el alcoyano Jordi Bernàcer.
De Evelino Pidò siempre se comenta cuando se promocionan sus actuaciones que es el director de referencia de famosos cantantes como Angela Gheorghiu, Roberto Alagna o Elina Garanca. No sé si diciendo esto se pretende hacerle un favor, pero yo lo percibo como si (perdonen los antitaurinos la comparación) se buscase alabar una ganadería diciendo que es la preferida de las grandes figuras del toreo, cuando posiblemente lo único que indique esa preferencia sea su blandura y falta de bravura para facilitar la posturita pinturera y sin riesgo del diestro de turno. En nuestro caso, cuando leí el comentario sobre Pidò lo primero que pensé es que estaríamos ante un director que antepondría el cuidado a las voces y a las exigencias y características del divo de turno, frente a cualquier intento de hacer brillar la partitura verdiana.
Y no sé si es porque iba con esa predisposición, pero la verdad es que la sensación con la que salí anoche fue la de haber asistido a una labor de batuta que no consiguió transmitir ese plus de emoción, ese aliento verdiano, que hace que una gran partitura como es esta, además de belleza musical deje un poso de emoción. Y en esta ocasión, la emoción vino más de algún instante esporádico de sabio fraseo verdiano del veterano Domingo, con todos los peros que se le quieran poner, que del foso.
La dirección de Pidò me resultó plana. Es complicado encontrar, en una partitura tan rica en color y matices como esta, una lectura tan carente de brillo y contrastes como la que ayer perpetró Pidò. Puso el piloto automático del forte y sólo pasó a modo manual al final del primer acto, para subir aun más el volumen hasta los mismos límites del reventón de tímpanos, y en la escena final, donde, por fin, apianó el sonido de la orquesta. Más que una batuta parecía que llevase un garrote en la mano, por la tosquedad de una dirección con menos sutilezas que un concurso de ventosidades de puercos del Pirineo.
Desde luego, si algo no se le puede negar es que adaptó los tiempos de la orquesta a las necesidades de Domingo, y en ocasiones aquello difería notablemente de los Boccanegra que podemos estar acostumbrados a escuchar. En eso sí estuvo condescendiente con el cantante. Pero, contra lo que yo pensaba a priori, no cuidó en absoluto el volumen de la orquesta y avasalló las voces de forma inmisericorde. Esto no es el primer director que lo hace. El mismo Maazel más de una vez tiró de decibelios sin prisioneros, pero, mientras lo hacía, conseguía que la orquesta brillase en todo su esplendor y nos ofreció versiones personalísimas y bellísimas. Pidò no. Su visión de Boccanegra me pareció simplista, efectista y chimpunera, con incapacidad para la creación de atmósferas y el mantenimiento de la tensión dramática.
En los concertantes tampoco estuvo acertado y el ajuste fue imposible. El bellísimo trío del segundo acto fue un disparatado ejemplo. Allí cada uno iba a la suya: la orquesta a todo volumen y al pachín pachón que marcaba el batutero; Domingo a su ritmo; Guanqun Yu en forte permanente, y Magrí entrando tarde y desafinando como sólo él sabe.
Eso no obsta para que el rendimiento de la Orquestra de la Comunitat Valenciana fuese espléndido, con unos violonchelos intensos y estremecedores, unas trompas, y metales en general, gloriosos, y las virtuosas intervenciones de Francisco Javier Ros en el clarinete bajo, Tamás Massànyi al clarinete, y Pierre Antoine Escoffier con el oboe.
El coro en Simon Boccanegra tiene un papel preponderante y se convierte en un personaje más que ha de tener toda la relevancia que el maestro Verdi quiso imprimirle. Aquí, otra vez más, el Cor de la Generalitat no falló y estuvo rotundo y poderoso, haciéndose oír incluso por encima del tsunami sonoro alentado por Pidò.
Si alguien pretende asistir a este Simon Boccanegra comparando al protagonista con las versiones de referencia que cada uno tenga, mal vamos. Ir a escuchar a Plácido Domingo cantando de barítono hay que planteárselo de forma distinta. Hay que saber que se va a ver el Simon de Plácido. Habrá algunos a quien, como a mí, nos compense la fuerza dramática del madrileño, la intencionalidad de su fraseo o su poderío escénico; y otros que lanzarán pestes porque aquello se parezca al original como un huevo a una castaña, y tendrán razón.
Personalmente, me siento afortunado de poder disfrutar todavía en los teatros de un monstruo de la escena como Domingo y de una voz que, esto sí que es un milagro, a los setenta y tantos años siga teniendo frescura, pese a que cada año se perciba más pérdida de brillo, sonidos más abiertos, mayor fatiga y un arsenal de trucos más extenso que los Presupuestos de Montoro. Y a mí me compensa una frase cantada con auténtico sabor verdiano, bien respirada y con sentido del drama, como ese “figlia” que puso fin al dúo del acto primero. Volviendo al símil taurino, me reconozco como esos aficionados que se zampaban con ilusión una soporífera Feria de San Isidro con tal de haber podido contemplar un par de naturales dibujados a la vieja usanza por Curro Romero.
Al igual que hiciese en I due Foscari, volvió a morirse Domingo pegándose tremendo batacazo, sin que hayamos leído hoy en la prensa que se haya roto la cadera, con lo cual aumentan nuestras sospechas de que no es humano y en realidad se trata de un cyborg cantarín.
No me desagradó Guanqun Yu como Amelia Grimaldi, aunque más por ser la tuerta en el país de los ciegos que porque nos ofreciera algo extraordinario. Tiene una voz lírica, timbrada, con volumen y que brilla en la zona alta y se proyecta con fuerza, sin embargo cantó todo el tiempo en forte y fue incapaz de matizar ni una sola frase. Su pronunciación sigue siendo ininteligible y el acento verdiano estuvo de vacaciones, pero fue una Amelia aceptable para lo que se cocía en escena.
Para el papel de Jacopo Fiesco se anunció al principio de temporada al gran bajo ruso Ildar Abdrazakov. Posteriormente, sin aviso, como es mala costumbre en Les Arts, desapareció del cartel, apareciendo en su lugar Vitali Kovaliov, un bajo ucraniano del que la única referencia que yo tenía era, nada menos, que haber sido el Wotan de La Valquiria dirigida por Daniel Barenboim que abrió la temporada milanesa en 2010.
Tiene Kovaliov una voz profunda, oscura, que da el pego de que nos encontramos ante un bajo “de acero”, como exigía Verdi al rol, pero que, en cuanto cantó un poquito, nos demostró ser más bien un bajo de mantequilla. Cada vez que bajaba a la zona más grave, su voz desaparecía y era sustituida por un eructillo áfono y su fraseo, además, fue plano y completamente falto de emoción. Personalmente salí muy defraudado con un cantante del que esperaba bastante más.
Ivan Magrì fue un Gabriele Adorno de voz fea y técnica deficiente. Ya conocemos todas sus carencias de anteriores actuaciones. Es incapaz de regular o apianar, y cuando lo intenta pierde la impostación y la voz se cae. Desafinó reiteradamente, tuvo varias entradas fuera de tiempo, y en escena estuvo tenso como un pasmarote. Tuvo algunos agudos de buena factura y no le faltó arrojo, pero masacró su aria y estuvo muy lejos de brillar como el personaje merece.
Tampoco me convenció el Paolo de Gevorg Hakobyan, un barítono rudo, de voz cascada y al que le eché en falta carácter y presencia vocal.
Estuvieron bastante correctos en sus pequeños papeles Serguéi Artamonov, Valentino Buzza y Chiara Osella.
Yo no tuve ocasión de ver en 2007 esta producción, así que este era mi primer contacto con la dirección de escena concebida por Lluis Pasqual, adaptada para esta reposición por Leo Castaldi, y creo que, en general, puede calificarse de positiva.
Dos de sus características: la oscuridad y la presencia permanente del mar, se adaptan perfectamente al libreto. La escenografía es mínima y tan sólo con unas celosías o enrejados móviles van creándose los diferentes escenarios y ambientes, con la imprescindible colaboración de una inteligente iluminación, si bien en este apartado hay que reprochar los reflejos y luces de fondo que en algunos momentos molestan bastante en la platea.
No hay un trabajo excesivo en los movimientos de actores y el vestuario no me pareció nada del otro mundo, pero en conjunto, como decía, resulta una puesta en escena eficaz, que no molesta y que deja que fluya el drama con relativa facilidad.
Como ya viene siendo tristemente habitual, nuevamente un estreno mostró demasiadas butacas vacías. Yo sigo insistiendo en que mantener más caras las entradas de la primera función, además de no tener sentido, no puede compensar. Ayer, además, el público estuvo bastante frío. Es cierto que desde el foso tampoco es que se estimulase la emoción, pero los aplausos fueron tibios y esporádicos. Al finalizar la representación sí se escucharon muestras de aprobación algo más rotundas, sobre todo para Plácido Domingo.
Y una vez más también voy a tener que hacer referencia al lamentable espectáculo vivido en el cuarto piso. Aquello parecía ayer una verbena de barrio: comentarios permanentes en voz alta, bolsas de plástico tamaño edificio de Calatrava que eran arrugadas con sadismo, estornudos y toses que pugnaban en superar los decibelios de la orquesta… allí sólo faltaba una mascletà. Pero lo mejor llegó transcurrido un cuarto de hora de función cuando, en mitad de “il lacerato spirito”, irrumpieron en la sala de forma ruidosa un grupo de 4 ó 5 personas acompañadas por una acomodadora con linternita, como si estuviésemos en la terraza de verano con el bocata de calamares, la cual además se puso a levantar de sus asientos a quienes habían ocupado las plazas de los retrasados, montándose un lío de narices. Cuando un espectador en el descanso recriminó a la joven su conducta, ésta le dijo que habían sido instrucciones del jefe de sala.
Yo no sé quién fue el responsable ni la causa de lo ocurrido, pero, ya que no es la primera vez que pasa, convendría recordar las normas del propio Palau de les Arts que impiden la entrada en el recinto una vez comenzada la representación, máxime si, como ayer, apenas unos minutos después iba a haber un cambio de acto.
Bueno, pues ahora sólo nos queda esperar a Maror y aguardar con impaciencia la llegada del Festival del Mediterrani y que sus expectativas se cumplan. Aunque, ya puestos a pedir, me gustaría que, lo antes posible, pudiéramos anunciar que Zubin Mehta ha aceptado asumir la dirección musical de la casa. Eso daría más garantías de supervivencia a nuestra orquesta y haría que la Consellera Catalá y sus secuaces dejasen de lanzar torpedos a la línea de flotación del Palau con absoluta irresponsabilidad, como están haciendo ahora, volviendo hoy a sacar a la palestra a los jóvenes directores valencianos.
Aunque pedirle responsabilidad y sensatez a nuestros gobernantes… eso sí que es un milagro y no los de Santa Helga…
video de PalaudelesartsRS
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