A finales de 2006, el Palau de les Arts de Valencia vivió uno de los momentos más complicados de su corta historia al producirse el hundimiento de la plataforma central del escenario, lo que motivó que la producción de “Don Giovanni”, que estaba a punto de estrenarse, tuviera que hacerlo con una puesta en escena que se vendió como “de circunstancias”, y que era poco más que una versión en concierto.
El pasado viernes, cinco años después de aquellos acontecimientos, se ha estrenado la reposición de esta producción de “Don Giovanni”, con la dirección escénica, concebida por el prestigioso Jonathan Miller, por fin pudiendo brillar en todo su esplendor. Pero, lamentablemente, lo único que brilló el viernes en Les Arts fue el enorme collar que lucía Rappel en el patio de butacas, porque la creación de Miller es una tomadura de pelo en toda regla que muy poco se diferenciaba de lo que se vio en 2006.
La ‘fabulosa’ escenografía que no pudo lucirse en aquella ocasión no son más que tres oscuras fachadas de mansiones con numerosas puertas y ventanas; un enorme espacio vacío en el centro del escenario a modo de plaza donde se desarrolla toda la acción, ya sea el jardín, un patio, el salón de la casa de Don Giovanni o el cementerio; y dos bancos en cada uno de los extremos del escenario. No existe ni un solo cambio en la escenografía, y ese estatismo en los decorados tampoco se compensa con una iluminación sugerente que pueda crear distintos ambientes. Nada. Espacio vacío, la luz justa y a cantar.
Llegados a ese punto, el desastre sólo podía salvarlo una inteligente, o por lo menos adecuada, dirección de actores. Pues tampoco. Todo el trabajo de Miller en este sentido parece haberse centrado en la escena del baile de máscaras, donde se ve una cierta preparación y hay unos movimientos mínimamente estudiados. El resto es de llorar. Miller se empeña en colocar a los cantantes siempre que puede quietos y a ser posible sentados en los bancos de los extremos del escenario, no sé si por pura incompetencia o para fastidiar al espectador de los laterales. En todos los miembros del elenco solista se percibía un importante estatismo en escena que sólo podía responder a las instrucciones del ingenio de Miller. El colmo llegó en la escena del banquete, cuando la presunta pugna final entre la estatua del Comendador y Don Giovanni, más bien parecía una foto para la prensa en la escalera de La Moncloa entre Rajoy y Zapatero. Los dos personajes completamente quietos chocando sus manos sin mover un músculo, mientras Leporello, por supuesto, permanecía también quieto sentado en el banco del extremo del escenario, para variar.
La concepción es absolutamente clásica y respetuosa del libreto, eso sí. La única innovación aportada por Miller es la inclusión al finalizar la escena del banquete, mientras Don Giovanni desciende a los infiernos, de una especie de mujeres zombis que se supone serán las almas de las féminas ultrajadas por el conquistador. No me parece mal la cosa, pero, vamos, que ese sea todo el bagaje de su propuesta es vergonzoso.
Dejando aparte la infumable dirección escénica de Miller y yendo a lo puramente musical, tengo que decir que todo se movió en un nivel de corrección muy aceptable, pero curiosamente el resultado de conjunto resultó frío, soso y rozó siempre los límites del aburrimiento, lo cual, hablando de una obra maestra como “Don Giovanni”, es un crimen. Posiblemente Jonathan Miller tuvo mucho que ver en eso, pero creo que Zubin Mehta tampoco consiguió que la emoción de la música de Mozart acabase de prender en la sala.
La primera impresión que me produjo la dirección de Mehta fue la de desconcierto. Los primeros compases de la obertura fueron lentísimos y parecían augurar un “Don Giovanni” alla Maazel, pero inmediatamente después el tempo se aceleraba y se escuchaba un Mozart lleno de brío y frescura y hasta con cierto apresuramiento. A lo largo de toda la obra se repitieron momentos donde de repente se echaba el freno a la orquesta y los tempi se ralentizaban para volver luego a acelerarse, produciéndome una personal sensación de incoherencia en la lectura que se estaba ofreciendo de la partitura mozartiana.
En la parte positiva, tengo que consignar algunos pasajes donde la excelente labor de técnica de dirección de Mehta consiguió extraer unos sonidos de la orquesta verdaderamente increíbles, escuchándose algunos detalles que la mayoría de las veces pueden pasar desapercibidos, especialmente en maderas y cuerdas. En lo negativo, destacaría los numerosos instantes de falta de sincronía entre el foso y la escena, que quiero pensar que tan sólo fueron producto de pocos ensayos con los solistas. En conjunto, algunos momentos sublimes se vieron empañados por una lectura que me pareció incoherente, muy irregular y con un notable decaimiento de la tensión dramática en muchos pasajes.
La Orquesta de la Comunitat Valenciana cumplió su trabajo con enorme corrección, con un Joan Enric Lluna al clarinete sencillamente soberbio, como también lo estuvo el siempre acertado Alvaro Octavio a la flauta.
Los miembros del Coro de la Generalitat, aunque no tienen en esta obra demasiadas opciones de lucimiento, también mantuvieron su habitual nivel de excelencia.
En el apartado de los solistas, se ha conseguido reunir un joven reparto bastante homogéneo, donde no hubo nada extraordinariamente malo, pero tampoco nada especialmente genial.
Lo mejor, a mi juicio, el Don Ottavio que compuso el tenor ruso Dmitri Korchak, quien protagonizó el momento de mayor emoción de toda la noche con su aria “Dalla sua pace”, que dibujó con una sensibilidad enorme, haciendo un inteligente uso de las medias voces y exhibiendo un legato espléndido.
Estupendo estuvo también el bajo ucraniano Alexánder Tsymbalyuk como El Comendador, haciendo absoluta ostentación de su profunda y enorme voz que provocaba el temblor de los asientos de la sala, y ofreciéndonos una escena del banquete sobresaliente en lo vocal.
Me gustó bastante la Zerlina de la joven italiana Rosa Feola, así como la Donna Anna de la rusa Anna Samuil, aunque esta última tuvo en su contra una deficiente pronunciación y unos agudos, la mayoría de las veces, chillados.
Muy bien el Leporello de David Bizic, pero habría que escucharle en otra producción con otros directores escénico y musical, porque la mamarracha puesta en escena de Miller le llevaba a estar siempre sentado, hasta en el aria del catálogo, donde además la dirección lentísima de Mehta le deslució su mejor momento.
Correcto sin más el Masetto de Simon Lim. Y en cuanto al protagonista, el bajo barítono italiano Nicola Ulivieri, me dejó cierto sabor agridulce. No hizo nada especialmente mal, tiene una voz bonita, cantó con buen gusto, pero mostró grandes carencias de expresividad, numerosos desajustes con la orquesta y creo que le falta fuerza vocal y autoridad escénica para este papel.
Lo peor, lamento decir que fue la Donna Elvira de Sonia Ganassi. La mezzosoprano italiana era uno de los mayores alicientes que encontraba yo en el reparto a priori y sin embargo me defraudó muchísimo. No sé si es que tendría algún problema puntual, pero desde luego mostró algunos preocupantes signos de decadencia vocal propios de cantantes de bastante más edad que la suya. Sus graves eran inexistentes, su fiato escasísimo y la línea de canto horrorosa. Es verdad que en la difícil aria “Mi tradì, quell'alma ingrata” tuvo sus mejores prestaciones, y expresivamente quizás fuese la mejor de todo el reparto, pero los problemas ya mencionados deslucieron mucho el resultado final.
El público que prácticamente llenaba las butacas de Les Arts se mostró bastante frío toda la noche, pero al final supo estar a la altura y premió con cálidos aplausos a la orquesta y a todo el elenco solista, destacando una gran ovación a Alexánder Tsymbalyuk, y tributó algunos merecidos abucheos a Jonathan Miller.
Supongo que eso igual es lo que esperaba el director británico, después de haber declarado esta pasada semana que la ópera no le interesaba nada, que era un coñazo y que pensaba que el público que llenaba las butacas de los teatros de ópera tan sólo buscaba lucir las pieles. No sé si lo dijo para provocar o no, pero es impresentable que haga semejantes declaraciones cuando luego lo que ofrece sobre el escenario es de encefalograma plano. Si al menos nos hubiera sorprendido con alguna genialidad, le aguantaríamos su majadería, pero, encima, demostrándonos su incompetencia, lo mínimo que le podía pasar era llevarse el abucheo que se le propinó.