Casi cinco años después, la música de Wagner volvió a sonar en Les Arts… Desde
aquella magnífica Valquiria que
dirigiera el maestro Zubin Mehta
allá por noviembre de 2013, la obra de Richard
Wagner no había vuelto a tener presencia en el teatro valenciano. Una auténtica
vergüenza, especialmente teniendo en cuenta las características de la Orquestra de la Comunitat Valenciana
que se ajusta extraordinariamente bien y siempre ha destacado en el repertorio
germánico del XIX y XX.
La llegada a la dirección artística de Davide Livermore sepultó las ilusiones
de los muchos wagnerianos que formamos parte del público habitual de Les Arts y
que temporada tras temporada veíamos como se nos empachaba de Verdi y Puccini mientras la programación de óperas de Wagner o Strauss, quedaba
reducida a cero. Siempre alegó el turinés que el motivo era económico al
precisar esas obras de refuerzos orquestales. Sin embargo no parecía haber
problemas económicos para incluir otras óperas italianas, como Aida o Don Carlo, o francesas, como La
condenación de Fausto, que no exigen precisamente unas orquestas reducidas.
Además, como ya he dicho otras veces, no toda la producción de Wagner requiere fosos abarrotados, ahí
están por ejemplo El Holandes Errante
o Lohengrin y no digamos obras como Ariadne auf Naxos de Strauss. A mí nadie me quitará nunca la
idea de que el único motivo de peso ha sido la preferencia y gusto personal del
ex intendente Livermore.
Pero bueno, el caso es que esta temporada,
antes de marcharse, Livermore aceptó
incluir de nuevo en la programación la música de Richard Wagner. Eso sí, a modo de popurrí, en versión concierto y
relegada a la infecta acústica de ese aberrante espacio que se hace llamar
Auditori. Ayer volvimos a vivir un ejemplo de la tortura para las orejas que supone
un concierto en esta sala, donde según el lugar en que te ubiques puedes tener una
acústica sólo mala o pésima, dispersándose el sonido, retumbando los metales,
escuchándose el ruido exterior y con imposibilidad de ubicar correctamente a
los solistas vocales, lo que en un concierto como el de ayer, con una orquesta muy
numerosa, tiene garantizado el avasallamiento y un desequilibrio importante. Por
eso confieso que ayer no pude evitar reírme cuando Siegmund dijo eso de “O
lieblichste Laute, denen ich lausche!” (Oh, dulcísimo sonido el que escucho)…
sobre todo si además se pronunciaba con el timbre de grajo de las antípodas de Simon O’Neill.
Además de eso, a las despejadas mentes de
Les Arts no se les ha ocurrido nada mejor que, al poco tiempo de salir las
entradas a la compra general, vender (espero) todo el aforo libre a un
patrocinador (Pavasal), con lo que desde hace meses en la web del teatro
aparecían las localidades como agotadas; así que los aficionados que no tenían
incluido en abono este concierto ni estuvieron especialmente rápidos en la
compra anticipada, se han visto obligados a acudir a taquillas el mismo día de
la representación a chuparse la cola, con perdón, y buscar si les llegaba
alguna del 5% reservado legalmente. Ese bloqueo de entradas ha motivado además
que, pese a la gran expectación que existía y a venderse en prensa que el
concierto había agotado las localidades, se vieran bastantes huecos en la sala,
posiblemente debidos a entradas regaladas por el patrocinador que no han sido
utilizadas. Una pena hacer las cosas tan mal.
De cualquier forma, como decía, la
expectación que se ha vivido estas últimas semanas ante el concierto y el
ambiente emocionado que se respiraba ayer a la entrada, mostraban a las claras
las ganas que tenía el público valenciano de volver a escuchar la música de Richard Wagner en su teatro; en un
teatro que, no hemos de olvidar, hace no tantos años fue un referente internacional
de la interpretación wagneriana.
El programa presentado estaba compuesto por
la Obertura de Tannhäuser, el
Preludio y Liebestod de Tristan e Isolda, y el primer acto de Die Walküre; contándose además con la presencia
de tres voces importantes en el circuito internacional en repertorio wagneriano
como las de Camilla Nylund, Simon O’Neill y Matti Salminen. El programa resultaba realmente atractivo para el
espectador. Sobre todo para el más neófito porque esta modalidad de selección
variadita a los wagnerianos más recalcitrantes nos deja un poco con sensación
de coitus interruptus. Cuando la obertura
de Tannhäuser te había introducido en
el mundo del Venusberg, había que
cambiar el chip al intimismo de Tristan.
Y no digamos asistir a un emocionante primer acto de Valquiria y tenerse que marchar uno a casa sin que Wotan haga acto de presencia. Pero en
fin, no me quejaré porque la verdad es que, pese a todo lo que pueda criticarse,
yo me lo pasé estupendamente y espero que a partir de ahora si el teatro sigue
vivo, cosa que cada vez veo más complicada, no tengamos que esperar otros 5
años para escuchar, aunque sea mal, la música de Wagner.
A esa expectación de la que hablaba contribuía
también la anunciada presencia al frente de la Orquestra de la Comunitat Valenciana del húngaro Henrik Nánási, un director muy querido
por el público de Les Arts tras haber ofrecido unas magistrales
interpretaciones en repertorios tan distintos como Bartók (El castillo del duque
Barbazul), Verdi (Macbeth) o Massenet (Werther), y un
maestro también muy querido por los músicos de la orquesta de la casa, que le
han situado como el segundo preferido para dirigirla, sólo superado por escasos
votos por Gustavo Gimeno, en una
encuesta que salió hace diez días a la luz y que parece que ha sido el
detonante para la dimisión de Fabio
Biondi esta misma semana.
Ayer desde luego quedó claro que Nánási tiene una muy buena relación con
los componentes de la Orquestra de la
Comunitat Valenciana. Ese entendimiento entre director y músicos hay
ocasiones en que trasciende más allá del pódium y casi se puede palpar en la
sala y anoche fue una de esas jornadas. Sólo había que ver la forma en la que
fue despedido por los integrantes de la orquesta, a los que sólo les faltó
agarrarse a sus piernas y decirle: no te vaaayaaas. Yo no sé si existirá alguna
posibilidad de materializar que este hombre pudiera ser el nuevo titular de la
orquesta de Les Arts, pero no me cabe duda de que sería una muy buena noticia.
Supongo que la cosa será difícil, si no imposible, y dejar su dirección actual
de la Komische Oper de Berlín para venirse a esta jaula de grillos valenciana
no parece una decisión especialmente sensata.
La labor de Nánási ayer, pese a todo, tuvo cosas mejores y peores y a la salida
había opiniones para todos los gustos, pero nadie podrá discutirle su
personalidad y profesionalidad. En general se caracterizó por estirar los tempi, ralentizando a veces hasta el
límite del batacazo de la tensión, como en Tristan;
pero compaginándolo siempre con algunos detalles magníficos. Me encantó la
variedad dinámica y el espíritu que impuso en Tannhäuser. Y me gustó mucho su primer acto de Valquiria, con una introducción realmente espectacular y con una
lectura lírica muy ajustada a las voces que le tocaron en suerte. Personalmente,
me volvió a sorprender por su aparente facilidad para hacer brillar el conjunto
orquestal, con un equilibrio fantástico, teniendo que pelear contra una
acústica nefasta, primando la expresividad sin perder nunca la fuerza dramática
y el pulso narrativo, salvo quizás en algún pasaje de Tristan. La colocación de
las voces fue un error, pero tampoco creo que tuviera mucha mejor opción.
La Orquestra
de la Comunitat Valenciana tuvo una gran noche. Hubo algún comentario de esos
típicos de “esta orquesta no suena como
antes”. Si seguimos tomando como referencia los tiempos del Fidelio o del Anillo más vale que nos surtamos de Prozac, pero, objetivamente,
escuchar ayer la orquesta fue una gozada. Daba gusto ver el escenario
abarrotado de músicos y el nivel ofrecido fue excelente pese a algunas pifias,
unos pizzicatos a destiempo, algún desajuste puntual… pero yo disfruté
muchísimo. Los violonchelos, con Rafal
Jezierski marcándose un solo en Valquiria
de escándalo, estuvieron sublimes; así como los metales, especialmente en Tannhäuser; el oboe de Pierre Antoine Escoffier, el clarinete
de Joan Enric Lluna… Bravo.
En el apartado vocal fue un lujo contar con
la presencia de una cantante wagneriana de referencia como es mi muy querida Camilla Nylund. La soprano finlandesa comenzó
afrontando el Liebestod de Tristan e Isolda apenas unas semanas
después de haber cantado por vez primera el rol (segundo acto y versión
concierto) en Boston en compañía de Jonas Kaufmann que también debutaba el papel de Tristan. En esta segunda y breve aproximación
al personaje de Isolde, la Nylund ofreció ayer una muerte de amor emocionante,
cargada de lirismo y sentido dramático, con un fraseo exquisito que se vio
empañado por su colocación en medio de la orquesta, lo cual unido a la densidad
orquestal de la partitura y su voz lírica, bellísima, pero a la que,
posiblemente, le falte todavía cuerpo como para insistir demasiado a estas
alturas de su carrera en frecuentar este personaje, hizo que quedase sepultada
por la avalancha orquestal.
Mucho más adecuado a su vocalidad resulta
su Sieglinde, un papel que ha paseado
ya con éxito por los principales recintos operísticos, incluido el templo
wagneriano de Bayreuth, y con el que yo creo que se ha convertido en una de las
dos o tres Sieglinde de referencia
del panorama actual. Es verdad que aquí también su voz es más lírica de lo que,
sobre todo históricamente, es habitual, pero la belleza de su canto, la fuerza
dramática, la expresividad y el alma que imprime a la narración, son
auténticamente cautivadoras, al menos para el que esto escribe.
Todo lo contrario me ocurrió con el tenor neozelandés
Simon O’Neill que me resultó un Siegmund de saldo. ¿Cometió alguna pifia, dejó de dar las notas
que tocaban?, no; pero su voz se encuentra lejísimos de lo que debería ser un
héroe wagneriano. La única heroicidad respecto a su personaje fue la de los
espectadores que tuvimos que aguantar impertérritos cómo afeaba los dúos con Sieglinde y como toda la elegancia
orquestal que se pretendía imprimir se machacaba con un timbre horrendo, nasal
e ingrato. Ayer no tuvimos a Siegmund
en escena, sino a Mime cantando el
papel de Siegmund. Vocalmente, al
lado de Nylund y hasta de un Salminen cascado, O’Neill fue un mero monigote con voz de pregonero. Es verdad que
aguantó el fiato en unos Wälse largos, pero sin espíritu heroico
y es que su canto insulso y monolítico aburría a las ovejas.
Tras anunciarse inicialmente que el
encargado de asumir el papel de Hunding
sería el veterano bajo norteamericano Eric
Halfvarson, hace pocos días se conoció la noticia de que se veía obligado a
cancelar su participación por enfermedad, y nos encontramos con la sorpresa
añadida de que su sustituto sería el más veterano aún Matti Salminen. El legendario bajo finlandés que tan memorables
jornadas nos ha brindado en este teatro desde sus inicios, anunció a finales de
2016 su retirada de los escenarios, con lo que su presencia en Les Arts ha sido
aún más inesperada. Obviamente la voz de Salminen
no es la misma de sus grandes años y asoman lógicas carencias, pero cualquier
reproche queda automáticamente enmudecido ante la autoridad y presencia de su
canto y su imponente fraseo. El público valenciano le adora y lo demostró
sobradamente en los saludos finales.
Como he dicho antes fue una pena ver
notorios huecos en la sala después de haber estado presumiendo de sold out durante meses. El ambiente, no
obstante, era el de las grandes noches, con una ilusionante presencia, además,
de bastante gente joven. Como siempre, algún móvil descontrolado y toses
inoportunas, con especial referencia a la que se cargó sin piedad tras mi
cogote el silencio final al consumirse las últimas notas del Liebestod. Al final, grandes ovaciones y
euforia general pusieron el punto final a una noche mágica, pese a que algunos aficionados
a la salida se mostraban ligeramente decepcionados. No fue mi caso. Yo disfruté
mucho, pese a la acústica, al timbre de O’Neill
y al coitus interruptus. Ojalá podamos seguir teniendo la presencia en Valencia
de la música de Wagner y de Henrik Nánási.
Y mientras todo esto ocurría… en la conselleria
de cultura supongo que el señor Girona buscaba en su colección de álbumes de
cromos de fútbol a ver si encontraba en qué equipo jugaba ese tal Fabio Biondi del que todo el mundo le
hablaba estos días, mientras su equipo de colaboradores seguía debatiendo si el
concurso para elegir director artístico lo resolvían con la lotería de los
Juegos Reunidos Geyper o echándolo a pies.