El pasado jueves 20 de enero debería haber tenido lugar en el Palau de les Arts el estreno de la célebre ópera Los cuentos de Hoffmann, de Jacques Offenbach, y yo debería haber estado allí para haberos contado después, en este blog, mi impresión de lo visto y oído. Pero, apenas tres días antes de ese esperado estreno, saltaba la noticia de que la primera función quedaba cancelada, postergándose el estreno al domingo 23 “ante la necesidad de reajustar el calendario de ensayos, que se ha visto afectado por la situación pandémica”. Así que, dado que yo no pude ir al estreno del día 23, ya advierto que la crónica que traigo hoy se corresponde con la función de ayer, día 26 de enero.
Quienes tenéis el inexplicable vicio de chuparos
puntualmente las tonterías que escribo en este blog, sabéis que vengo elogiando
estos dos últimos años la gestión de la pandemia que se está llevando a cabo
desde el teatro valenciano, cosa que sigo haciendo, sabiendo el enorme mérito
que tiene mantener una programación en las circunstancias que estamos viviendo.
Dicho eso, en esta ocasión permitidme que manifieste mi desconcierto ante esa
cancelación de la primera función. Parece que podría haber habido un positivo de
Covid en el equipo artístico, pero también lo hubo en la pasada Butterfly y eso no llevó ni a modificar
el régimen de ensayos (aunque sí la apertura al público del ensayo general) ni
a cancelar ninguna función, se buscaron sustitutos y se mantuvieron ensayos y
representaciones previstas. Por eso, ignorando qué ha pasado realmente esta vez
para retrasar los ensayos y suprimir funciones, no puedo evitar hacer pública
mi sensación de que detrás de esa noticia debe haber algo más que no acabo de
ver claro o que, al menos, pienso que no se ha explicado suficientemente. Con
esto no pretendo responsabilizar al teatro por el reajuste de funciones, ya que
imagino que al final es el principal afectado por las consecuencias económicas
que puedan derivarse de esta cancelación, pero sí cuestiono la falta de
transparencia y una política informativa que sigue siendo bastante deficiente.
Y eso que ahora tenemos un nuevo director gerente que cobra 30.000 euros más
que sus antecesores para que todo siga igual.
Mucho
ha tardado una obra tan importante en el repertorio operístico como Los
cuentos de Hoffmann
en llegar por vez primera a la sala principal del Palau de les Arts. Y lo ha
hecho con una producción de la Semperoper de Dresde que cuenta con la dirección
escénica del alemán Johannes Erath, con el apoyo fundamental de la dramaturgia de Anne Gerber, el vestuario
de Gesine Völlm, la escenografía de Heike Scheele, la iluminación
de Fabio Antoci y los videos de Alexander Scherpink. Para dejar
clara mi opinión desde un principio, diré que me pareció una espectacular puesta
en escena, inteligentemente construida y ágilmente desarrollada pese a ser
extraordinariamente compleja, con muchísima coherencia y sentido, extremadamente
cuidadosa del detalle, muy ajustada a la carga de fantasía y ensoñación que
desborda el original, con múltiples referencias al
mundo del burlesque y el cabaret, con
un más que excepcional resultado en el apartado visual y con un prodigioso
trabajo de dirección de actores y movimiento escénico. O sea, camimagujtao una jartá.
El escenario aparece dividido
en tres niveles, como si fuesen las sucesivas capas desde la realidad de la
taberna, siempre en primera línea, al subconsciente del protagonista, donde
permanecen encerrados sus sueños y recuerdos, entre ellos las tres mujeres a
las que amó y que no dejan de ser la idealización de las diferentes facetas de
su amada, la artista Stella. De ahí
que Hoffmann se pase toda la obra
intentando que aquellas mujeres vistan o se acoplen al vestido blanco tipo tutú
que, supongo, simbolizará ese ideal de mujer que busca. El color jugará un
importante papel en un vestuario dominado por los tonos grises, negros y el
blanco de la mujer ideal; mientras que tanto el protagonista como su
antagonista y la musa vestirán de púrpura, estableciendo así una interesante
unificación de estos tres personajes aparentemente tan distintos.
Al iniciarse la función y abrirse
el telón encontraremos frente a nosotros la propia sala principal de Les Arts, representada
en unos telones semitransparentes que conseguirán el efecto de que veamos a Hoffmann y otros de los actores como si
estuvieran ocupando o paseando por los palcos del teatro, mientras en un primer
plano, en el proscenio al borde del foso, se desarrolla la acción en la
taberna. De nuevo teatro dentro del teatro, un recurso que no por repetido ha
de dejar de ser eficaz; como en esta ocasión, habiéndose logrado además un impactante
efecto visual inicial que ya nos apuntaba por qué terrenos iba a desarrollarse
la cosa.
Por cierto, esa extensión del
escenario sobre el foso de la orquesta origina que tanto los músicos como el
director, para acceder a su puesto en el
foso, no lo hagan desde el mismo, sino a través de una portezuela habilitada al
nivel del patio de butacas. Eso me permitió poder acercarme y felicitar
personalmente al maestro Minkowski en uno de los finales de acto por su
extraordinaria labor… pero bueno, no haremos spoiler.
En los actos sucesivos, la
acción pasará a desarrollarse en las mansiones de París, Múnich y Venecia, sin
que el impacto visual pierda ni un ápice de fuerza, al tiempo que asistiremos a
toda una lección de cómo realizar fluidamente la transición espacial de un acto
o escena a los siguientes, sin que se detenga la acción ni se disturbe al
espectador, el cual a veces casi ni se percata de cómo se están llevando a cabo
esas transiciones escénicas, encontrándose en apenas segundos en una
ambientación completamente diferente y más impactante aún que la anterior,
finalizando la obra, casi sin saber cómo, con un escenario prácticamente desprovisto
de elementos escenográficos. Y todo esto se logra con uno de los más cuidadosos
trabajos de iluminación y manejo de los juegos de luces y sombras que han
pasado por este teatro, con sentido emocional y dramático, a la vez que de
apoyo al desarrollo escénico. También se contribuirá a ello con unos telones
que siempre cumplen una función escenográfica, con unas proyecciones que no
saturan visualmente y contribuyen a remarcar algunas sensaciones de personajes
o referencias del texto y, sobre todo, con un imponente engranaje escenográfico
que, desde la profundidad de la caja escénica hasta casi el mismo borde del
foso, irá mutando y creando los diferentes ambientes mientras se mueve con
precisión de reloj suizo.
Toda esa ingente labor de
construcción escenográfica se ve además acompañada por un exhaustivo trabajo de
dirección de actores y de movimiento escénico que creo que también se convierte
en un referente dentro de las producciones vistas en este teatro. Y aquí hemos
de agradecer que el plantel de cantantes elegido para la ocasión haya sabido
responder de manera sobresaliente al reto dramático que conlleva la propuesta.
Todos ellos, desde el protagonista principal hasta el papel más secundario, y
por supuesto los miembros del Cor de la Generalitat, se han desenvuelto
con enorme brillantez en este apartado de interpretación teatral pese a su
enorme exigencia, tanto por lo que respecta al movimiento escénico, con ese
gran marco escenográfico complejo en permanente cambio y con múltiples entradas
y salidas de escena por los lugares más inverosímiles (espectaculares me
parecieron las apariciones de La Musa – Nicklausse desde debajo del piano, o la del doctor Miracle, ambas en el acto de Múnich), como en el escrupuloso
cuidado en el detalle, con la acción desarrollándose en diferentes planos y con
cada una de las personas que está cada instante en escena, aportando siempre alguna
referencia teatral o visual. No hay ni un solo instante Carlos Saura, de
esos en los que se deja a los cantantes a su suerte, más perdidos que Andrea
Bocelli con un cubo de Rubik.
Sin ninguna duda la fuerza
visual y dramática de la producción es avasalladora y quizás la magnitud de la
información que se pretende ofrecer es de tal calibre que a veces pueda
sobrepasar a algún espectador. Por eso, a quien vaya a asistir y note que
empieza a perderse en medio de tanto detalle y elemento simbólico, yo le aconsejaría
que, en lugar de intentar descifrar cada una de las claves que se ofrecen en
escena, se deje llevar por ese torrente visual ciertamente hipnótico, porque la
propuesta es muy atractiva y dramáticamente funciona estupendamente.
Sé que hay mucho de subjetivo
en el trazado de esa línea intangible que, sobre todo en producciones como esta,
con un gran trabajo de dirección, separa la aportación dramática eficaz de la
vuelta de rosca que acaba por perjudicar aquello que se quería ensalzar. Eso me
ha ocurrido en muchas ocasiones, pero esta vez no ha sido el caso. Como tampoco
encontré, en medio de tantas ocurrencias escénicas, elementos que perjudicasen
de forma especial la escucha de la música o incomodasen directamente al
público, haciéndole perder la concentración en lo esencial que, le pese a quien
le pese, debe seguir siendo la música y la voz. Bueno, no es verdad, hubo algo
que sí me fastidió un poco en el acto de Olimpia,
y fueron las pelotitas de ping pong rebotando por el escenario, cuando caían de
uno a otro nivel, o el gag de la explosión. Pero fue una incomodidad pasajera que
además quedó sobradamente compensada con todo lo demás.
Como decía antes, considero
que esta propuesta escénica de Johannes Erath se convierte por derecho
propio, para quien esto suscribe, en una de las producciones más relevantes y
meritorias que se han visto en Les Arts. Y si mencionaba la suerte que hemos
tenido de haber podido contar con un elenco vocal que haya sabido responder con
éxito al reto, más aún debemos congratularnos de que nuestro teatro disponga de
un equipo técnico capaz de hacer frente, por parte de todos los departamentos
implicados, a una producción de esta envergadura. Por eso me alegró
especialmente ver cómo, tras el acto veneciano, aparecía en el telón la palabra
Fin y se proyectaba, a modo de títulos de crédito, los nombres de todo el
personal de cada uno de los departamentos técnicos y artísticos del teatro
valenciano. Bravo por ellos y por la idea.
Y si la noche marchó estupendamente en el apartado de
la escena, en lo musical aún funcionó mejor. La cita de este Hoffmann
tenía uno de sus principales atractivos en la presencia en el foso de Marc
Minkowski, quien ya nos visitara en noviembre de 2020 ofreciendo un fenomenal
Mitridate al frente de su orquesta Les Musiciens du Louvre. El director
francés ha optado por ofrecer una versión, basada en la edición crítica de Michael Kaye y Jean-Christophe Keck, que se nos vende como integral y la más
fidedigna a la intención de Offenbach,
quien falleció antes de completar su composición. De entrada, nos encontramos aquí
con una versión notablemente más larga, lo cual a mí precisamente no me
emocionaba, ya que yo a las versiones que se ofrecen habitualmente de esta obra,
que no es de mis favoritas, ya les cortaría alguna cosa. El caso es que, además
de añadiduras y variaciones diversas, también se han suprimido algunos pasajes,
entre ellos uno de mis preferidos, aunque no estuviese originariamente previsto
por Offenbach para esta obra, como
es el aria de Dapertutto, Scintille diamant. Así que iba yo
con la idea de que, entre la extensión de la versión ofrecida y los dos
descansos interpuestos, se me haría un poco pesada la velada. Craso error. Se
me pasó en un santiamén, y a ello contribuyó sobremanera que la versión musical
ofrecida ayer de esta ópera fuese difícilmente mejorable.
La labor de Minkowski me pareció para enmarcar y
constituyó todo un recital de dominio del arte de la dirección musical,
ofreciendo una lectura personalísima, cargada de coherencia, transparencia y
claridad expresiva, con un magistral uso de tiempos y dinámicas, siempre con
sentido dramático y sin que la tensión decayera ni un solo segundo, logrando un
impecable equilibrio entre secciones en el foso y entre este y la escena,
atentísimo siempre a cada intervención instrumental o vocal, cuidando las voces
sin perder la intensidad del discurso musical como hacía mucho que no se hacía
en este teatro, y obteniendo con todo ello un maravilloso rendimiento de una Orquestra de la Comunitat Valenciana que
sonó como en las mejores noches. Momentos que me parecieron estremecedores
fueron, por ejemplo, todo el final del Prólogo/Acto I, la intensidad y
progresión dinámica de la escena del doctor
Miracle o el nervio en la dirección
y pulso dramático en la escena de la madre, ambas en el tercer acto (en
realidad todo el tercer acto fue para postrarse de hinojos), el dúo de Hoffmann y Giuletta del cuarto, o el espectacular concertante final. Mencionar
intervenciones solistas podría ser injusto, primero porque lo fundamental fue
el excepcional resultado de conjunto obtenido, y luego porque prácticamente todas
las secciones tuvieron ocasiones de lucimiento; no obstante es imposible no
dejar reseña de la maravillosa intervención del arpa en el final del acto
veneciano, del oboe durante todo el acto tercero, la flauta y trompa en el acto
de París o el sonido de la cuerda toda la velada (destacadísimos violonchelos y
contrabajos). Esta dirección de Minkowski tardaré mucho en olvidarla.
Afortunadamente, a los asiduos a Les Arts ya nos parece
lo normal el tener un coro que cante y actúe con el grado de perfección que lo
hace nuestro Cor de la Generalitat,
adaptándose con flexibilidad a todos los géneros y a las más variopintas
exigencias dramáticas y musicales. Pero no nos engañemos, eso no es normal.
Esta calidad mantenida que vivimos en Valencia con este coro, es un lujo del que
muy pocos recintos operísticos internacionales pueden presumir. Lo cual tiene
mucho más mérito en este caso ante las dimensiones actuales del plantel, los incomprensibles
obstáculos que algunos mentecatos amb càrrec parecen
quererles seguir poniendo y hasta la incomprensión y desprecio que sufren por
parte de los gestores del teatro al que engrandecen día a día con su trabajo.
La prueba de ayer, en lo musical y en lo dramático, fue
de las que sirven de piedra de toque para catalogar a un coro, y tras lo visto
y oído, sólo cabe una vez más calificar de sobresaliente su rendimiento. A ello
no obstó que tuvieran que atender los requerimientos escénicos más diversos, o
que cantar desde el foso en el prólogo o desde lo más profundo del escenario
(bellísima Barcarola), ni que continúen
haciéndolo con mascarillas. Si con la boca tapada están logrando estos
resultados, el día que liberen la voz no sé lo que pasará. Me encantó la
contundencia del masculino en el coro de las jarras del acto primero, el Charmante, charmante del segundo, el
final del acto veneciano o el precioso concertante final. Lo dicho, un lujo.
Con todos esos antecedentes de
excelencia que estoy narrando en las otras facetas del espectáculo y teniendo
en cuenta el extenso reparto y la dificultad que entrañan los papeles
principales, parece complicado que también la totalidad del reparto de solistas
vocales reunido para la ocasión pudiera estar a la altura del elevado nivel teatral
y musical ofrecido. Pero, caramba, si lo estuvieron… Todos, desde el primero al
último, cumplieron con nota muy alta.
El papel protagonista de Hoffmann ha sido interpretado por el
tenor John Osborn, un cantante al que siempre que he escuchado me ha
dejado con muy buenas sensaciones. Y ayer no fue la excepción, siendo el más
destacado de un elenco que brilló a gran altura y demostrando que posiblemente
sea el intérprete referencial de este papel en la actualidad. Es verdad que no
tiene el norteamericano una voz de timbre especialmente bello, pero sin embargo
seduce fácilmente a la platea con un canto depuradísimo en el que el poderío en
el agudo se combina a la perfección con el recogimiento emocionalmente más
intenso cuando ha de hacerse presente en los momentos más líricos. Su
adecuación estilística es irreprochable y exhibe un impoluto refinamiento
expresivo y un fraseo delicado y elegante, dotando siempre al canto de la
intención precisa. Bellísimo me resultó el Ah!
vivre deux del acto segundo y sus dúos con Antonia o Giuletta. El
mérito de Osborn viene reforzado además por un papel que se mueve
siempre en una tesitura muy complicada y por una entrega escénica extenuante, al
permanecer prácticamente toda la obra sobre el escenario sin poder perder en
ningún instante la intensidad emocional requerida. Ejemplo claro de su buen
hacer también en lides actorales fue la gestualidad en la canción de Kleinzach.
La soprano Pretty Yende ha asumido el desafío
de encarnar los cuatro papeles femeninos principales: Olimpia, Antonia,
Giulietta y Stella, escritos para vocalidades diferentes, desde una soprano
ligera a una dramática o incluso una mezzo. Lógicamente, siempre que se afronta
un reto de esta envergadura la cantante sale mejor parada en unas lides que en
otras. Así ocurrió también ayer, pero lo bien cierto y digno de alabar es que
la cantante sudafricana cumplió perfectamente con el resultado de conjunto en todos
los papeles. Su voz bien timbrada y de caudal generoso corrió por la sala con
facilidad, sabiendo también regular intensidades y dibujar la amplia paleta de
emociones de sus personajes. En Olimpia
mostró sus orígenes de ligera, con facilidad para el agudo, y dibujó bien el
carácter autómata del rol. En Antonia
fue donde pareció mostrarse más cómoda vocalmente y donde su centro lució con
más cuerpo, logrando algunos momentos de gran intensidad expresiva, como su dúo
con Hoffmann, que resultó de una
belleza extrema. En Giuletta se
notaba más forzada, pero no desentonó en ningún instante y derrochó entrega
interpretativa. Sin duda ha sido un gran debut que augura la consolidación
exitosa en estos papeles.
Otra muy agradable sorpresa de
la velada fue la presencia por vez primera en nuestro teatro del bajo barítono Alex
Esposito, quien fue el encargado de encarnar a los cuatro villanos
antagonistas de Hoffmann: Lindorf, Coppélius, Miracle y Dapertutto. El cantante italiano hizo
gala de una voz recia y potente de bellísimo timbre, cargado de acentos nobles,
que manejó además con gran expresividad y con una dicción y articulación
absolutamente ejemplares, destacando también muy notablemente en el apartado
actoral. Aunque no canto el célebre Scintille diamant, si tuvo ocasión de lucirse en el
Répands tes feux dans l’air que lo sustituyó. Después de lo escuchado
ayer sentí muchísimo más la cancelación de ese Faust de Gounod previsto para junio de 2020, donde Esposito
estaba anunciado como Mefistófeles, curiosamente
también junto a John Osborn y Paula Murrihy.
Precisamente es Paula
Murrihy quien asume en esta producción los roles de Nicklausse y Musa. La
mezzosoprano irlandesa, que ya estuvo en este teatro como la Dorabella del Così fan tutte de 2020, hizo ostentación de una clase
interpretativa imponente, logrando que esa impecable expresividad de su
actuación dramática alcanzase también a su canto, siempre fraseado con el
sentido justo e impregnando con la sensibilidad y emoción requeridas cada línea
del personaje. Esa fuerza emocional transmitida restó importancia a que
vocalmente los extremos de la tesitura no alcanzasen todo el empaque deseado.
También destacó por su
expresividad y buenas dotes escénicas el tenor holandés Marcel Beekman
en los cuatro papeles cómicos de Andrès,
Cochenille, Frantz y Pittichinaccio.
Claridad, limpieza y precisión caracterizaron una voz especialmente adecuada
para estos roles en los que, tanto por vocalidad como por vis cómica, se movió
como pez en el agua; y ello a pesar de tener que hacerlo vestido indignamente
de mamarrachos varios. Me gustó mucho su interpretación del Jour et nuit je me mets en
quatre del acto tercero.
Como decía antes, todo el
reparto estuvo extremadamente destacado y ninguno de los papeles más
secundarios desentonó de la excelente calidad del conjunto, mereciendo el
merecido aplauso todos ellos por su entrega vocal y actoral: Moisés Marín
(un Spalanzani de aspecto Santiagosegurado), Eva Kroon, Tomislav
Lavoie, Isaac Galán, Roger Padullés y Tomeu Bibiloni.
La sala principal de Les Arts
presentó una muy generosa entrada, rozando el lleno absoluto, sin que la
situación pandémica, que lamentablemente seguimos padeciendo, pareciese menguar
la asistencia de público. El que se haya suprimido una de las funciones
posiblemente haya influido en ello también, al repartirse el abonado de estreno
entre el resto de representaciones. La lástima es que no evitasen asistir los
becerros varios que dejaron sus móviles con sonido, una vez más, para trufar de
agradables tonos de llamada la partitura de Offenbach. Al final, grandes
y muy merecidas ovaciones para todos los participantes y fue de las pocas veces
en los que, ni en los descansos ni a la salida, escuché ningún comentario que
no fuese de entusiasmo ante lo vivido.
Respecto a los móviles haría
una petición al teatro: por favor, esperen a que se empiecen a pagar las luces
y se haga cierto silencio en la sala para dar los avisos de apagar los
teléfonos, porque muchas veces ni se oyen, Y deberían reiterar esos avisos tras
cada descanso.
Y ahora una petición
solicitada por un amigo: aparte de las pantallas de traducción de los asientos,
pongan sobretítulos en el escenario, especialmente en producciones como esta,
donde ocurren tantas cosas en escena, porque, si no, al final te pierdes muchos
detalles de lo que ocurre y acabas además con un descoyunte de cuello que ni Kleinzach.