miércoles, 26 de septiembre de 2012

PREMIOS "HELGA DE ORO" 2012. LOS FINALISTAS


Mientras esperamos que se inicien las funciones operísticas en el Palau de les Arts, fieles a su cita anual llegan a este blog  las estatuillas “Helga de Oro”, los premios simbólicos que designan lo que los lectores de este blog, mediante votación, consideran lo mejor y lo peor que ha pasado por el Palau de les Arts de Valencia durante la pasada temporada 2011-2012 y las funciones del V Festival del Mediterrani.

Como siempre, un jurado que he convocado al efecto, realiza una primera selección para establecer los cinco candidatos que optarán al premio en cada una de las categorías, siendo luego los visitantes del blog quienes votarán, decidiendo así los destinatarios de las diferentes estatuillas. Como también suele pasar todos los años,  hay un desequilibrio importante entre las distintas categorías. Hay algunas donde ha resultado complicado reducir a cinco los finalistas, mientras que en otras el problema ha sido encontrar cinco candidatos que reuniesen un mínimo de calidad.

Las encuestas para que podáis votar y elegir a los premiados este año, se encontrarán disponibles en la columna de la derecha del blog desde hoy, hasta las 22 horas del próximo miércoles 3 de octubre. Como de costumbre, podéis votar a todas o sólo a alguna de dichas categorías y dentro de ellas hacerlo a uno o varios candidatos, aunque, como también suelo decir, es preferible que se vote tan sólo a un candidato, salvo que la indecisión sea invencible.

Los finalistas a los premios Helga de Oro 2012 son:

Mejor dirección escénica

En este apartado habrá que optar entre: el director de cine ruso Andréi Konchalovski, por su sobrio y eficaz trabajo en la coproducción del Palau de les Arts con la Fondazione Lirico Sinfonica Petruzzelli e Teatri di Bari y el Teatro Regio di Torino, de la ópera de Mussorgsky “Boris Godunov”, que inauguró la temporada 2011-2012 en Les Arts; la alemana Nicola Raab, por la colorida y vistosa “Thaïs”, de Massenet, que concibió para la producción de la ópera de Göteborg presentada en marzo; el también alemán Phillip Himmelmann, por la puesta en escena de la producción de “Dido y Eneas”, de Purcell, que se programó el pasado mes de mayo para ser representada por alumnos del Centre de Perfeccionament Plácido Domingo; y, por partida doble, el dramaturgo español Gerardo Vera, por su discutido y original trabajo, con escenografía ambivalente, para las dos óperas escenificadas que pudimos ver en el Festival del Mediterrani, “Il Trovatore”, de Verdi, y “Medea” de Cherubini, producciones ambas del propio Palau de les Arts.

Mejor dirección musical

Los finalistas en esta categoría, todos ellos por su labor al frente de la Orquestra de la Comunitat Valenciana, son: el joven director italiano Michele Mariotti, que nos sorprendió a muchos con su fresca y cuidada lectura de La Cenerentola de Rossini; el veterano Sir Andrew Davis, por la pulcra y brillante “Ariadne auf Naxos” de Richard Strauss que nos ofreció en diciembre del año pasado; el francés Patrick Fournillier, por una “Thaïs” llena de matices y ajustada en estilo; y el ganador de las dos últimas ediciones, el director indio Zubin Mehta, que vuelve a ser elegido además por partida doble, por su espléndida labor en el último Festival del Mediterrani con “Il Trovatore” y “Medea”.

Mejor Tenor

Este año los candidatos a este premio son: el austriaco Nikolai Schukoff, por el valiente Bacchus que ofreció en “Ariadne auf Naxos”; el ruso Dmitri Korchak, por la sensibilidad y emoción de sus intervenciones como el Don Ottavio de “Don Giovanni”, de Mozart; y el tinerfeño Jorge de León, nada menos que por partida triple, por el  Cavaradossi, de “Tosca”, de Puccini; por su brillante debut como Rodrigue en “Le Cid” de Massenet; y por otro debut espectacular, el del papel de Manrico en “Il Trovatore”.

Mejor Bajo/Barítono

En este apartado los finalistas son: el bajo ucraniano Alexánder Tsymbalyuk, por el impresionante Comendador de “Don Giovanni”; otro bajo, esta vez el ruso Dmitri Ulianov, por el contundente y expresivo rey René, de la “Iolanta” de Tchaikovsky que pudimos ver en enero; el polifacético Plácido Domingo, que al final ha entrado también en la lista, por su debut como Athanaël en “Thaïs”; el bajo Dmitri Beloselski, por el poderoso Creonte que compuso en “Medea”; y el chino Liang Li, por el sentido Rey Marke que nos ofreció en el “Tristan und Isolde”, de Wagner, que cerró el pasado Festival del Mediterrani.

Mejor soprano

Creo que esta ha sido una de las categorías de mayor nivel de este año, donde ha habido algunas intervenciones de enorme relieve. Las finalistas son: La estadounidense Amber Wagner, por la sorprendente y unánimemente alabada Ariadne de “Ariadne auf Naxos”; la sueca Malin Byström, por su buen hacer en el papel protagonista de “Thaïs”; la ucraniana Ludmila Monastirska, una poderosísima Jimena en “Le Cid”; la italiana María Agresta, por la brillante creación de Leonora en “Il Trovatore”; y la lituana Violeta Urmana, por su desgarradora creación de la protagonista de  “Medea”.

Mejor mezzosoprano

Afortunadamente, este año ha habido material como para haber podido dividir el premio a la mejor cantante femenina, en mejor soprano y mejor mezzosoprano. Y las candidatas a esta estatuilla a la mejor mezzosoprano son: Cecelia Hall por sus detalles llenos de musicalidad y expresividad en el papel de El Compositor en “Ariadne auf Naxos”; María Luisa Corbacho por la breve pero intensa intervención como La Abuela de “La Vida Breve” de Manuel de Falla; Ekaterina Semenchuk por su entregada Azucena de “Il Trovatore”; María José Montiel por su exquisita y sensible Neris de “Medea”; y Ekaterina Gubanova por la sensacional Brangäne de “Tristan und Isolde”.

Cantante revelación

Esta categoría está destinada a premiar a jóvenes cantantes que, no siendo finalistas en alguna de las restantes categorías, hayan pasado la temporada anterior por primera vez por el escenario de Les Arts y nos hayan sorprendido favorablemente. Y este año los candidatos serán: el barítono italiano Paolo Bordogna, por su hilarante y expresivo Don Magnífico de “La Cenerentola”; la soprano irlandesa Helen Kearns, por su papel de Dido, en “Dido y Eneas”; el tenor Mario Cerdá, por sus brillantes intervenciones durante toda la temporada en pequeños papeles, como el Marinero de “Dido y Eneas”; el barítono onubense Juan Jesús Rodríguez, por el exitoso Conde de Luna que, casi sin tiempo de preparar el papel, ofreció en la función de estreno de “Il Trovatore”; y el tenor ruso Serguéi Skorojodov, por su papel de Jasón en “Medea”.

Mejor espectáculo de la temporada

En este apartado se premia siempre aquella producción que, valorando en conjunto todos los elementos (dirección escénica, musical, solistas), nos haya dejado la sensación de ser la ópera más redonda o equilibrada de las que pasaron por Les Arts. Las candidatas de 2012 a esta Helga de Oro son: “Boris Godunov”, “Ariadne auf Naxos”, “Thaïs”, “Il Trovatore” y ”Medea.

Lo peor del año

La Helga Abucheadora, es el galardón que reservo para destacar lo más abucheable de cuanto pasó por el teatro de ópera valenciano, con la intención principal de que quien tenga que tomar nota lo haga y no nos vuelva a castigar con cosas similares. Este año los candidatos son los siguientes: La mezzosoprano italiana Serena Malfi, por su muy decepcionante y limitada Angelina de “La Cenerentola”; Jonathan Miller, por ese excremento escénico perpetrado para un “Don Giovanni” que cuesta olvidar; Marco Vratogna, un Scarpia inaudible y ladrador en “Tosca”, malo como pocos; Omer Meir Wellber también por “Tosca”, en este caso por un trabajo de batuta incoherente, efectista y carente de tensión; y Sebastian Catana, el Conde de Luna que castigó nuestros oídos en todas las funciones posteriores al estreno de “Il Trovatore”.

Hasta aquí las candidaturas. Ahora os toca a vosotros ir a la columna de la derecha del blog y votar.

domingo, 23 de septiembre de 2012

WILHELM KIENZL. UN COMPOSITOR OLVIDADO



Wilhelm Kienzl (1857-1941) fue un músico, director de orquesta y compositor austriaco que gozó de una gran popularidad en los últimos años del siglo XIX y principios del XX, gracias sobre todo a su ópera “Der Evangelimann” (El Predicador), y que sin embargo apenas es hoy conocido y muy raramente es interpretada su música.

Kienzl nació en la pequeña localidad de Waizenkirchen, pero cuando apenas contaba tres años de edad su familia se mudó a Graz, ciudad que él siempre consideró como  la suya y en la que estudió violín, piano y composición, aunque posteriormente completaría su instrucción en otros lugares como Praga, Munich o Viena.

Wilhelm Kienzl era un wagneriano convencido. Así, se tiene noticia de que asistió al estreno de la tetralogía “El Anillo del Nibelungo” que tuvo lugar en 1876, en la primera edición del Festival de Bayreuth, y durante toda su vida fue un asiduo de este Festival. Llegó a conocer personalmente a Richard Wagner, escribió diversos estudios sobre él y su obra y fue una de las personas que tras el fallecimiento del compositor acompañó su féretro desde Venecia hasta Bayreuth.

Este wagnerianismo de Kienzl se refleja también en su música, con enormes influencias del maestro de Leipzig, pudiéndose enmarcar claramente dentro del romanticismo germánico post wagneriano, en la línea de otros compositores contemporáneos suyos como Engelbert Humperdinck (1854-1921), quien sin embargo, a diferencia de Kienzl, sí ha conseguido que su obra (sobre todo “Hansel y Gretel”) perviva en el repertorio.

En su producción destacan especialmente las diez óperas que escribió, así como casi un centenar de lieder, que en su momento gozaron también de gran popularidad, y numerosas obras para piano y orquesta de cámara.

Como decía antes, la obra más famosa de Wilhelm Kienzl es su ópera “Der Evangelimann” (El Predicador). Al igual que su admirado Wagner, Kienzl se encargó también de escribir el libreto, basado en este caso en unos sucesos reales acaecidos en la población austriaca de Hellerhof. Estrenada en Berlín el 4 de mayo de 1895, tuvo un enorme éxito de crítica y público y fue alabada por personajes de la talla de Gustav Mahler o Richard Strauss. A principios del siglo XX se había convertido en una de las óperas más representadas, figurando en el repertorio de muchísimos teatros de todo el mundo, e intérpretes de primera línea como Kirsten Flagstad o Richard Tauber la cantaron en escena. No obstante, tras la Segunda Guerra Mundial desapareció prácticamente de la programación operística y tan sólo se ha representado en contadísimas ocasiones, casi siempre en Austria.

La obra es un melodrama romántico caracterizado por su sencillez e inspiración melódica, que cuenta con bastantes influencias de la música popular. El fragmento más conocido de “Der Evangelimann” es el aria que canta el tenor en el segundo acto: “Selig sind, die Verfolgung leiden" (Bienaventurados los que sufren persecución). En su momento llegó a ser una melodía de moda en toda Centroeuropa y, aunque la ópera completa no haya sido apenas objeto de grabaciones, sí que muchos tenores han optado por incluir este bello fragmento en discos o recitales.

Aquí podemos escuchar este “Selig sind, die Verfolgung leiden" en la voz del tenor húngaro Sándor Kónya, acompañado por las voces del Münchner Chorbuben y de la contralto Ursula Boese como Magdalena:


video de Diapasondoro

Tras el éxito de “Der Evangelimann”, los teatros y el público solicitaban nuevas composiciones de Kienzl. Éste se dedico por completo a una ópera basada en el cervantino “Don Quijote” en la que tenía depositadas muchas esperanzas, pero que lamentablemente fue un fracaso. Sin embargo, en 1911 estrenaría en Viena otra ópera, “Der Kuhreigen”, con la que volvió de nuevo a obtener un importante éxito que llevaría la obra a los principales escenarios operísticos.

Aquí podemos escuchar el final del primer acto de “Der Kuhreigen”, en la inconfundible voz del gran Fritz Wunderlich:


video de willworkforwages

Conforme pasaban los años, Kienzl era más consciente de que sus composiciones quedaban lejos de las corrientes vanguardistas que, poco a poco, estaban revolucionando el panorama musical y, al mismo tiempo, reconocía que él hacía la música que quería hacer, pero no quería tampoco convertirse en un producto anticuado. Quizás estás contradicciones, unidas a problemas de salud sufridos a principios de los años 30 del pasado siglo, hicieron que Kienzl dejara de componer.
 
A partir de ese momento, sobre todo tras el paréntesis de horror de los años de guerra, las obras de Kienzl dejaron de interpretarse y actualmente, fuera de Austria, su producción permanece injustamente en el olvido.

Finalizo este post de hoy con otro momento de “Der Evangelimann”, en este caso es el aria de Magdalena que abre el acto II: Johannes schläft… O schöne Jugendtage” (Johannes duerme… Oh, bellos días de juventud). La interpretación esta vez corre a cargo de Herta Töpper, una contralto austriaca precisamente nacida en Graz:


video de Addiobelpassato

Y yo cada vez que escucho ese fragmento no puedo evitar acordarme de esto:


video de kri306

jueves, 13 de septiembre de 2012

MI PRIMER BAYREUTH (2ª parte: La experiencia musical)


Relataba en el anterior post mi primera experiencia como asistente al Festival de Bayreuth. Allí me centraba en las impresiones acerca de todos los rituales que rodean el Festival y las visitas a la ciudad bávara, y ahora quisiera comentar algo sobre lo que realmente viví dentro de la sala del Festspielhaus en el apartado musical.

Mi primer día en Bayreuth tenía lugar la representación de “Tristan und Isolde”. Precisamente se trata de una de mis óperas favoritas y difícilmente podría haber encontrado un mejor modo de estrenarme en este Festival al que durante tanto tiempo había soñado con poder acudir. El momento en que se apagaron las luces por completo y comenzó a sonar el maravilloso Preludio, con esas notas iniciales que cambiaron la historia de la música, siempre permanecerá en mi memoria como uno de los instantes más emocionantes que he vivido en un teatro de ópera, hasta el punto de no poder evitar que se me saltaran las lágrimas.

Aunque lo que de verdad debía haber provocado mi llanto era la puesta en escena concebida por Christoph Marthaler, por su racanería mental, falta de sentido dramático y nula comprensión del drama wagneriano, dibujando una Isolde entontecida en el segundo acto y un Kurwenal patético, con falda escocesa y andares de haberse defecado encima. Y todo ello sin aportar absolutamente nada con un mínimo de interés.

Pero no quiero hablar aquí hoy de esa absurda mamarrachada, sino centrarme en lo puramente musical, donde, sin ninguna duda, lo primero que debo destacar es el impacto que me produjo la acústica de la sala.

Ya había oído hablar mucho de ella y estaba preparado para disfrutar de un magnífico sonido, pero hasta que no estás allí no acabas de ser consciente de su excelencia. La concha acústica cubre el foso casi en su totalidad y, por la perspectiva de la sala, desde los asientos del Festspielhaus no se ve absolutamente nada de la orquesta. Parece que no haya foso. Esto me trajo a la memoria algo que contaba la insigne soprano sueca Birgit Nilsson, como fue su desconcierto la primera vez que pisó el escenario de Bayreuth al mirar al director, Eugen Jochum, y verle descamisado y con pantalones sport, hasta que recordó que desde el público no se le podía ver. Incluso parece que alguno como Thomas Schippers llegó a dirigir con camiseta y pantalón corto.

Esa posición de la orquesta y el sentido musical con el que se diseñó la sala y se eligieron los materiales, proporciona un sonido peculiar y único, enormemente aterciopelado, que surge del fondo mismo del teatro y se extiende y corre con un equilibrio extraordinario, donde todos los instrumentos tienen presencia, con una cuerda transparente y la percusión y los metales sonando más matizados. En relación con otros recintos operísticos aquí posiblemente se pierda brillantez, pero se compensa con el enorme equilibrio orquestal. Igualmente, el balance con las voces es perfecto y hasta las notas en pianísimo emitidas por los cantantes desde el fondo del escenario son perfectamente audibles, salvo que se trate de una voz minúscula. Incluso los peores agitabatutas que tengan la suerte de dirigir en este teatro tienen complicado destrozar el equilibrio orquestal y vocal, aunque tendrán que mostrar su valía en el juego de las dinámicas y el adecuado mantenimiento y evolución de la tensión.

El director musical de este “Tristán e Isolda” era Peter Schneider. Cuando el pasado mes de julio escuché la retransmisión por la radio de la primera de las funciones, su versión me resultó desangelada, plana y rozando el aburrimiento. Escuchada en directo, mis sensaciones fueron distintas. Mis sensaciones, no la realidad que seguía mostrándonos una batuta rutinaria y aséptica, pero posiblemente la sensacional ejecución de la orquesta, con unos metales soberbios, la acústica mágica de la sala, la inspiradísima partitura de Wagner y la emoción del momento, alejaron cualquier posibilidad de aburrimiento o frustración. Aunque, desde luego, tengo muy claro que con otro director en el foso mi experiencia hubiese sido mucho mejor, como comprobaría sobradamente al día siguiente.


En el apartado vocal tengo que destacar muy por encima del resto a la Isolde de una inconmensurable Irene Theorin, pese a que esta cantante no haya sido nunca santo de mi devoción. Su timbre me resulta ingrato, especialmente en la zona más aguda, y su tendencia al chillido ha llegado a enervarme en no pocas escuchas discográficas y radiofónicas. No obstante, la soprano sueca constituye uno de esos casos en los que una voz gana muchísimos enteros en directo, como ya pude comprobar hace un par de años en su “Elektra” del Festival de Salzburg. Pero es que, además, su Isolde es un ejemplo de expresividad, canto matizado, lleno de intención, fuerza, desgarro y arrebatado lirismo. Su timbre sigue sin enamorarme, pero su ejecución fue ejemplar, especialmente en un primer acto excelso. Su segundo acto fue incandescente poesía hecha canto, pese a las majaderías concebidas por el regista, y el liebestod final desbordó por completo el tarro de las emociones, cerrando su intervención con un pianísimo espectacular. He visto a Theorin en fragmentos de la grabación en Dvd de esta producción y me parece a años luz de lo que ofreció aquella noche en el Festspielhaus de Bayreuth.

Con Robert Dean Smith me pasó casi lo contrario. Este tenor es un todoterreno que, como otros muchos, ante la alarmante escasez de voces wagnerianas, lleva unos años inflándose a cantar papeles de tenor heroico sin serlo. Y, desde mi humilde punto de vista, de forma más que digna. Su Tristán, escuchado por la radio o en Dvd, me pareció muy meritorio, bien cantado y con un tercer acto pletórico. En directo, sin embargo, su voz me pareció mucho más irrelevante, con poco cuerpo y problemas de proyección, quedando deslucida su intervención en los preciosos dúos del acto segundo. No obstante, cumplió con creces y firmó un último acto espléndido al que llegó aparentemente fresco.

Extraordinario estuvo también el imponente Rey Marke que compuso el coreano Kwangchul Youn, con un fraseo sentido y emocionante; y muy bien la Brangäne de Michelle Breedt. Mención aparte, en lo negativo, merecen el insustancial Melot de Ralf Lukas y sobre todo el deficiente Kurwenal de Jukka Rasilainen, quien sin embargo fue incomprensiblemente aplaudidísimo en los saludos finales.

Posiblemente la mayor decepción que me traje de mi visita a Bayreuth fue comprobar cómo, también en este templo wagneriano, hubo un cenutrio que arrancó a aplaudir y soltó un desafinado y destemplado “bravo” cuando la última nota aún no se había apagado. No fueron pocos los que le chistaron y elevaron voces de desagrado, pero el caso es que rompió completamente la magia del momento.

Poco a poco el aluvión de aplausos fue in crescendo, tornándose en tormenta de bravos acompañados de los clásicos pateos rítmicos del suelo de madera de la sala, especialmente tras la salida de Irene Theorin, a quien yo también braveé ruidosa y repetidamente, como un auténtico hoolligan.

Al encenderse las luces, mi compañero de butaca, un elegante teutón de avanzada edad y gruesa nariz colorada, me miró sonriendo y me soltó una larga parrafada en perfecto alemán de la que no entendí ni una palabra. No sé si me decía: “que bien ha cantado la jodía”, “me gustas más que las salchichas con chucrut, cuerpazo” o “déjeme salir ya, por Wotan, que tengo la próstata regulera y me meo por la pata”. El caso es que yo también sonreí y cerré la conversación con un tajante y seguro: “Ja”. Sólo el espíritu de Wagner sabrá a qué demonios le dije que sí.



El segundo día tocaba “Tannhäuser”. Poco después de tener en mi poder las entradas tuve una alegría extra al conocer que el director musical sería mi admirado Christian Thielemann. Y escuchando a Thielemann me percaté de que aquella orquesta que el día anterior me había sonado a gloria, aún podía sonar mejor, muchísimo mejor.

Si emocionante fue el inicio de “Tristán e Isolda”, la Obertura de “Tannhäuser”, con la grandiosa Orquesta de Bayreuth a las órdenes de Thielemann, fue una obra maestra de inspiración musical y técnica de batuta, con una utilización portentosa de las dinámicas y los tempi y unos pianísimos en cuerda y metales casi imposibles. Pura emoción. Fue como si me hubiesen conectado una corriente eléctrica en la espalda y no la desenchufasen hasta su finalización, momento en el que pude percibir un débil rumor, una especie de generalizado suspiro de satisfacción, en un público que estaba controlando su reacción natural de ovacionar una ejecución portentosa. Y eso sólo era el inicio de una noche en la que Thielemann exhibió un dominio absoluto de la partitura, logrando mantener una tensión constante, haciendo brillar pequeños detalles que parecían haber estado ocultos entre las notas hasta que él los hubiera descubierto y donde los sonidos que surgían del foso maravillaron por su precisión, inteligencia musical e intensidad dramática, con una orquesta en estado de gracia.

Si la Orquesta de Bayreuth es el referente operístico wagneriano, otro tanto puede decirse del Coro de la casa. En “Tristán e Isolda” apenas tenía ocasión de lucimiento y por eso no he hecho mención antes de su excelente, aunque muy breve rendimiento, pero en “Tannhauser”, donde tiene un protagonismo muy relevante, demostró una potencia, equilibrio y homogeneidad sin parangón y dejó claro por qué es considerado el mejor coro wagneriano del mundo.

Para un enamorado de la música de Wagner, escuchar a esa orquesta y ese coro dirigidos por el genio de Thielemann en ese recinto con su peculiar acústica, es una experiencia que llega a rozar lo místico.

En cuanto a las voces solistas, la verdad es que el nivel general fue también estupendo. Yo destacaría a un magnífico Torsten Kerl. Este es otro cantante que sin ser un tenor heroico se ha convertido en un habitual de estos papeles y que solventa la papeleta de maravilla. Sólo en las frases finales del segundo acto rozó fugazmente el gallo y a punto estuvo de quebrarse, pero aguantó y completó una actuación de gran nivel tanto vocal como dramáticamente. Me gustó muchísimo y puede que esté destinado a ser el Tannhäuser de los próximos años.

Camilla Nylund fue una Elisabeth muy correcta y con poderío escénico, aunque su voz posiblemente sea demasiado lírica para un papel que no creo que sea el que mejor se adapta a sus características. También Michelle Breedt, la Brangäne del día anterior, cumplió sobradamente como Venus, con fuerza y presencia vocal, aunque en la vertiente más sensual del personaje presentase más limitaciones.

Günther Groissböck, a quien tuvimos ocasión de ver en Les Arts como el Gremin del “Eugene Onegin” de hace un par de temporadas, fue un estupendo Hermann y, pese a su juventud (más que el tío de Elisabeth parecía su hermano pequeño) luce una voz de auténtico bajo, contundente, con potencia, siendo, con justicia, uno de los más aplaudidos de la noche.

Sólo deslució el panorama vocal el flojo Wolfram de Michael Nagy, muy voluntarioso pero sin graves ni expresividad, en definitiva sin entidad para este papel y menos aún en este teatro y con las voces y músicos que le acompañaban.

De la puesta en escena de Sebastian Baumgarten voy a comentar muy poco. Dice el sabio que si catas un melón y está podrido, lo mejor que puedes hacer es tirarlo a la basura y no seguir comiendo. Y este sería el único destino razonable de semejante inmundicia escénica, porque lo de Baumgarten es de una podredumbre que tira de espaldas. El “Tristán e Isolda” de Marthaler era malo por absurdo y carente de ideas, pero esta defecación mental de Baumgarten es una provocación y un insulto al mundo de la ópera. El tipejo este suelta su discurso ridiculizando los personajes del drama y lo mismo le daba que la historia de base fuese “Tannhäuser” o un capítulo de “La Familia Telerín”. Las contradicciones con el texto son permanentes y las presuntas lecturas subyacentes las entenderá él después de chutarse. Las imbecilidades se suceden en escena sin descanso, como una Venus embarazada asistiendo al concurso de canto, unos espermatozoides gigantes bailarines o el coro de peregrinos, mientras suena la majestuosa música de Wagner, plagado de sujetos en calzones como autómatas limpiadores, momento éste en que opté por cerrar los ojos y concentrarme en lo que oía. Era algo tan surrealista como ver Benny Hill con el Adagietto de la 5ª sinfonía de Mahler como fondo musical.

Al finalizar la representación asistí a una de las más grandes ovaciones en las que yo he estado presente en un teatro. Casi 30 minutos de aplausos (obviamente no salió a saludar ningún responsable escénico), y cada vez que aparecía Thielemann la sala se venía abajo. Yo acabé ronco y con agujetas en los brazos. Está claro que Bayreuth adora a Thielemann, con toda justicia, y el director berlinés honra ese escenario y engrandece el recinto concebido por Richard Wagner.


video de Sugerius

Pues hasta aquí el relato de mi peregrinación a Bayreuth. Una experiencia inolvidable. Ahora toca volver a la realidad. A esperar, cruzando los dedos, que podamos consolidar en Valencia una temporada de ópera estable y en condiciones, pese a la crisis.

De momento, al menos Les Arts ha anunciado ya oficialmente en su página web la programación de la temporada, que podéis consultar pinchando aquí. Falta todavía muchísima información y además, si siguen fieles a su línea tradicional de actuación, cualquier parecido que tenga lo que finalmente se represente con lo anunciado, será pura coincidencia.
 
Pero, ante todo, elevaremos nuestras plegarias y pelearemos con todos los medios a nuestro alcance para intentar que nuestros gobernantes, aunque sea dándose un golpe en la cabeza, tengan un destello de lucidez y adquieran suficiente sensatez para no echar por la borda lo conseguido a lo largo de los últimos años, defendiendo con uñas y dientes la orquesta y coro que tenemos. Porque si algo tengo todavía más claro después de haber escuchado en Bayreuth a la mejor orquesta y coro wagnerianos del mundo, es que en Valencia contamos con una orquesta y un coro de auténtico lujo.

 

viernes, 7 de septiembre de 2012

MI PRIMER BAYREUTH (1ª parte: Mitos, ritos y fauna)


La vida a veces te sorprende con una concatenación de situaciones no previstas que desembocan en un agradable final. El año en que, por circunstancias varias, menos contaba con unas vacaciones de verano que incluyeran algún evento operístico internacional, me encontré de repente con la posibilidad de disponer de entradas para cumplir con un sueño que tenía desde hace mucho tiempo, como era el de acudir al Festival de Bayreuth.

No han sido pocas las tardes de verano en que la tradicional y sanísima “spanish siesta” era sustituida en mi casa por el sonido del transistor emitiendo en directo la música de Richard Wagner desde Bayreuth, mientras fantaseaba con la posibilidad de poder estar yo también algún día sentado en esos míticos e incómodos asientos.

Es cierto que el nivel del Festival ha venido siendo últimamente bastante irregular y que la peregrinación a Bayreuth, sobre todo para aquellos wagnerianos a los que no nos pilla precisamente cerca, puede que en el fondo tenga más de mitomanía y fetichismo que de búsqueda de un nivel operístico que cada vez es más frecuente poder encontrarlo tan bueno o mejor fuera del Festival concebido por Richard Wagner. Sin ir más lejos, los que tuvimos la suerte de poder disfrutar del Anillo representado recientemente en Les Arts, podemos atestiguarlo.

Pero, sea como fuere, la emoción de llegar a la “verde colina”, de vivir todo el ritual del Festival, de descubrir que los asientos no son tan incómodos como la leyenda hacía presagiar, de maravillarte con una acústica mágica, y de escuchar en esa sala a la Orquesta y Coro de la casa interpretar las notas de “Tristan und Isolde” y de  “Tannhäuser” (en este último caso además dirigidos por Christian Thielemann), fue algo absolutamente indescriptible y que nunca olvidaré.

La única frustración que tuve fue encontrarme con que Wahnfried, la casa en la que vivió y trabajó Wagner en Bayreuth, ahora convertida en museo del compositor, estaba cerrada por obras de acondicionamiento. Supuse que para que en la celebración en 2013 del bicentenario del nacimiento estuviese remozada. Pero parece ser que no, ya que leí en la prensa que no creen que el próximo verano hayan finalizado. Si esto es cierto, será prueba palpable de que en todas partes cuecen habas, porque hay que ser muy inútil para cerrar en pleno Festival un lugar de visita obligada y más aún en el Festival de 2013. Al menos pude acercarme a la tumba de Richard y Cosima en el jardín trasero de la casa, donde tenía lugar un incesante ir y venir de aficionados, muchos de los cuales dejaban flores y notas sobre la lápida que cubre los restos del Maestro.

Pese a lo anterior, no cabe duda de que la localidad de Bayreuth sabe sacarle partido al peregrinaje anual al Festival y los precios de los hoteles no sabe uno muy bien si están en euros o en liras turcas, así que opté, tras el consejo de un buen amigo, por no pernoctar en el mismo Bayreuth sino en una población muy cercana, donde los precios también rozaban lo escandaloso pero por el mismo dinero por el que allí estabas en una pensión con retrete en el pasillo, aquí podías disfrutar de un hotel muy aceptable.


Otro de los consejos recibidos, y que también seguí, fue que me olvidase del coche y acudiese al Festival en el autocar que facilitaba el hotel a sus clientes, para evitar así los problemas de aparcamiento en las cercanías del Festspielhaus. Y esto sí que fue toda una experiencia. No sé cuántos años tendría el chófer encargado para la misión, pero por su aspecto y lozanía me atrevería a asegurar que cuando tuvo lugar la batalla de Stalingrado este hombre ya debía haber sobrepasado la edad de jubilación. Para colmo de males tenía un humor de perros, no hablaba más que alemán con acento bávaro y estaba más sordo que un ladrillo. Llevaba un par de sonotones, pero el resultado era el mismo que si llevase dos patatas fritas bañadas en ketchup, no oía nada. Cada maniobra que debía efectuar le costaba una eternidad e iba acompañada de lo que a todas luces eran exabruptos germánicos. Yo imaginaba que estaría despotricando de los nuevos motores asiáticos añorando el del Fokker que tripulase junto a Von Richtofen en la Gran Guerra.

Pese a nuestro Barón Rojo particular, llegamos siempre con suficiente antelación a las funciones y no perdimos el Gerontomóvil de vuelta, cosa que no todos pueden decir, ya que, el último día, el primo de Richtofen se cansó de esperar y, con un par, se largó del Festspielhaus cuando todavía faltaban pasajeros por llegar. En los hoteles, más considerados con la clientela que los conductores de autocar, esperaban con el restaurante abierto para la cena hasta el regreso de los operófilos, que en el caso de Tristan eran casi las 12 de la noche, y te atendían con inusitada amabilidad sin ponerte el más mínimo problema.

Desde que tuve en mi mano las entradas para el Festival, el tema del vestuario me generaba cierta inquietud. Fui con traje y corbata, pero dado que sabía que el esmoquin es casi el uniforme masculino establecido, dudaba de cuánto pudiera desentonar con el público asistente. Finalmente, como era de esperar, había un poco de todo. Entre las señoras podían verse desde elegantes trajes de noche con quilométricos taconazos hasta alguna que se había colocado las enaguas de su abuela con medias-calcetín a juego y sandalias ortopédicas; y los caballeros, efectivamente, lucían mayoritariamente esmoquin, pero se veía suficiente variedad de vestimentas como para que yo pasase totalmente desapercibido. Había quien optó por su traje típico nacional (bávaro, escocés, senegalés…), alguna camisa con chorreras digna de los años de esplendor del Festival OTI, uniformes de almirante de la Armada teutona con olor a naftalina…

Pero, sin duda, la estrella de la pasarela Bayreuthiana fue un fenómeno que se hospedaba en mi mismo hotel y que me convenció nada más verle de que nadie iba a reparar en mi vestuario. El Cristobalito en cuestión llevaba una americana brillante de color marrón grisáceo con zapatos chúpamelapunta a juego, camisa blanca con pajarita azul turquesa y pantalones cortos azul-azulete. El conjunto se completaba con una abundante pelambre en sus extremidades inferiores y unos elegantes calcetines grises de lana bien estirados. La verdad es que, tras mi inicial desconcierto, acabé cogiendo cariño a Cristobalín y me quedé con ganas de darle un abrazo y felicitarle por su osada irrupción en el templo de las esencias wagnerianas de semejante guisa.

Es sabido que la sala del Festspielhaus no tiene pasillos laterales ni central y el acceso a la fila en la que está tu asiento se efectúa directamente desde las 14 puertas laterales, por lo cual, si te equivocas de puerta de acceso, no puedes llegar a tu localidad a menos que encuentres la puerta correcta. Cada una de las puertas está custodiada por una joven, con su nombre en una plaquita identificativa prendida en su chaqueta, que comprueba tu entrada, la pasa por el lector y te da la bienvenida con una sonrisa o te llama asno en alemán y te invita a buscar el acceso correcto. Todas las guardianas de puertas, perfectamente uniformadas y en posición de firmes, aguardan una señal y, cuando va a empezar la representación, cierran al unísono su puerta con llave, echan la cortina y se sientan junto a la puerta hasta el descanso, todo ello con precisión germánica.

Una vez que accedes a tu asiento, la tradición manda que permanezcas de pie para permitir que por el estrecho espacio entre fila y fila puedan ir accediendo a sus localidades el resto de vecinos de fila. Cuando la fila está completa o por plebiscito visual se consensua que ya es hora de depositar las nalgas en el asiento, se mira a derecha e izquierda y toda la fila se sienta. Si en ese momento hay huecos libres más centrados, todos mejoran posiciones y si después de la sentada general, aunque todavía estén las puertas abiertas y las luces encendidas, llega algún espectador retrasado, no se le deja pasar a su localidad, sino que se quedará en un asiento que esté libre hasta el siguiente acto.

Los asientos de Bayreuth son de madera, muy rectos, con el respaldo corto (como a mitad de espalda) y lo que a finales del siglo XIX pudiera ser un mullido forrado en la base, hoy apenas es una pelusilla. La incomodidad de la sala es mítica y cuenta la leyenda que Richard Wagner decidió que fuese así para evitar que el público se durmiese, sobre todo después de decidir implantar la costumbre de que se apagasen totalmente las luces durante la representación. Esta legendaria incomodidad hace que sea habitual ver llegar a los elegantes señores de esmoquin con almohadillas bajo el brazo como si fueran a ver al Bombero Torero.

No voy a defender que los asientos de Bayreuth sean cómodos, porque no lo son, pero confieso que una de mis grandes sorpresas fue que la incomodidad no resultó tan grande como esperaba. Posiblemente lo duro y recto del habitáculo me obligaba a mantenerme erguido y esta postura castigó menos mi osamenta. No lo sé. Pero doy fe de que lo he pasado mucho peor en Les Arts en representaciones más cortas que un Tristán. Debo ser raro hasta para esto.  

Y eso que la incomodidad se veía incrementada por el calor reinante en una sala donde no hay aire acondicionado. Y en el exterior, durante los dos días que estuve en Bayreuth, los termómetros llegaron a rozar los 40 grados.

Para compensar todo esto, los descansos después de cada acto eran de casi 1 hora. El público abandonaba ordenadamente la sala respetando el orden de la fila y se dirigía a los diferentes puntos de repostaje o evacuación disponibles. Hay una gran variedad de posibilidades para tomar algo en los descansos, pero yo no pasé del agua y un pretzel o un helado. Y, vistos los precios de mis humildes consumiciones, intuyo que los que vi cenando con cerveza, champagne y dos platos debieron hipotecar su casa o dejar a la suegra en prenda.

Hay quien opta por llevarse el picnic de casa y se monta la merienda en las amplias praderas que circundan el teatro. La verdad es que tiene su gracia verles llegar al Festspielhaus vestidos de fiesta con cesta, manta y almohadillas, y luego tirados por el césped con las botellas de Riesling y el sándwich de salami ahumado y pepinillo.

Quince minutos antes de que empiece la representación y de que finalicen cada una de las pausas, tiene lugar otro de los rituales más característicos del Festival. Salen al balcón ocho músicos (metales) de la orquesta e interpretan una frase del acto que va a comenzar. Cuando restan diez minutos vuelven para dar el segundo aviso haciendo sonar la música dos veces, y cuando quedan cinco minutos lo interpretan en tres ocasiones, siendo éste el último aviso.


video de MrRobuso

Reconozco que el primer día que llegué al Festspielhaus, paseando por el exterior esperando que comenzase la representación, me emocioné profundamente cuando sonó la fanfarria interpretando unas notas del primer acto de “Tristan und Isolde”, mientras yo contemplaba la imagen de ese edificio de ladrillo rojo sobre la verde colina y una voz interior me decía: "Ya estás aquí".

Aunque las verdaderas emociones estaban todavía por llegar. Pero del apartado musical os hablaré en otro post que hoy ya me he extendido demasiado.