viernes, 1 de octubre de 2021

"REQUIEM" (W.A.Mozart) - Palau de les Arts - 30/09/21

 

El Palau de les Arts inauguró ayer oficialmente su nueva temporada 2021-2022, que esperemos que pueda desarrollarse sin incidencias en su programación ni tanto sobresalto pandémico como las dos anteriores, y ojalá dentro de muy poco podamos volver a recuperar en nuestros teatros aquella “normalidad” que tan lejana nos parece.

Esta apertura de temporada operística se ha reservado curiosamente a una obra que no puede ser considerada ópera, como es la Misa de Réquiem en re menor, de Wolfgang Amadeus Mozart. Bueno, eso es lo que pone en el cartel, pero realmente, como luego veremos, hubiera sido más adecuado titularlo algo así como  Elucubraciones escénicas de Romeo Castellucci, con pastiche musical e incursiones danzarinas, a partir de la inacabada Misa de Réquiem en re menor de Wolfgang Amadeus Mozart finalizada por Süssmayr. Con el subtítulo: Cor de la Generalitat, porque yo lo valgo.

Este era también el inicio de temporada programado para el pasado año, aunque las medidas de seguridad frente a la pandemia llevaron a la dirección del teatro, creo que acertadamente, a posponer su representación a un momento en el que el riesgo sanitario para los intérpretes en escena fuese menor, dado su número y los requerimientos exigidos a los mismos. No sé si la situación actual es todavía la ideal para un espectáculo como este, o si alguna lo sería, pero está claro que mejor que hace un año sí estamos, y estoy seguro de que el teatro habrá adoptado todos los protocolos y medidas necesarias para garantizar la seguridad de todos los intervinientes.

Más allá de la calidad del espectáculo ofrecido o de que este Réquiem lleve su parte escénica y haya costado tanto traerlo como una ópera, no acabo yo de entender que no sea un título operístico, y de los relevantes, el encargado de protagonizar un acontecimiento como debería ser siempre el de la inauguración de la temporada operística de abono en el Palau de les Arts. Pero bueno, así supongo que se venderá mejor eso de que este recinto debe albergar todo tipo de espectáculos, cosa con la que estoy de acuerdo, aunque, como digo siempre, no dentro del abono de ópera. Y así también, lo que en otro formato hubiera ido al Auditori a precio de concierto, se enchufa a la sala principal al mismo precio que la Butterfly o el Wozzeck. Por cierto, con un aumento en los precios de las localidades este año de entre dos y ocho euros según las zonas, sin que desde el teatro se haya dicho ni pío a los abonados. No pretendo quejarme de la subida de precios después de las penurias pandémicas que han tenido que ir sorteando este año en un teatro que, pese a todo, sigue teniendo unos precios más que asequibles en comparación con otros recintos; lo que me fastidia, una vez más, es el silencio de sus gestores y la deficiente política de comunicación e información al abonado que sigue rigiendo en este teatro desde sus inicios, con pandemia o sin pandemia.

Quien esté leyendo estas primeras referencias al Réquiem en estos términos de interpretación escénica y no haya asistido al estreno, puede pensar que me han echado droja en el cola cao, pero, no, tranquilos, la explicación es que la versión ofrecida anoche es la curiosa propuesta escenificada por el italiano Romeo Castellucci que ya fue estrenada en el festival de Aix-en-Provence de 2019 y que se presenta ahora en coproducción con el Palau de les Arts, Adelaide Festival, Theatre Basel, Wiener Festwochen y La Monnaie.

Pese a que el video de una de las funciones representadas de este Réquiem en Aix-en-Provence está fácilmente localizable en YouTube, no he querido verlo antes de encontrarme en directo con el espectáculo en el escenario de Les Arts. No lo suelo hacer nunca, si puedo evitarlo, para no verme condicionado por una primera percepción fuera del marco escénico en directo para el que ha sido concebida. Así que, aunque había visto fotografías o algún corto fragmento, procuré simplemente dejar de lado cualquier prejuicio y dejarme llevar… Bueno, pues he de reconocer que llegado el momento de escribir esta crónica me encuentro con sentimientos bastante encontrados. A diferencia de otros conocidos míos, no me aburrí en absoluto, incluso en algún momento logró brotar la emoción y hasta conseguí concentrarme de vez en cuando en la música mozartiana; pero pienso que no era preciso meterse en este berenjenal que no creo que ponga de relieve la música de Mozart, sino que sólo la usa para acompañar la escena, como podría haber utilizado música de El lago de los cisnes o de Juanito Valderrama.

Es innegable que la propuesta de Castellucci tiene detrás un trabajo dramático y de concepción escénica y plástica, sobresaliente. Luego podrá convencer o no, nos parecerá fallida o genial, pero al menos se constata que el equipo escénico se lo ha currado de lo lindo y todo tiene un sentido, eso sí, dentro del muy particular concepto que ha motivado la propuesta. Pero desde luego no tiene nada que ver con algunas de las tomaduras de pelo legendarias que nos hemos chupado en este teatro (tranquilos que no diré Saura) donde el regista pasaba por caja, se ponían cuatro paneles y se dejaba a los artistas deambular a su aire por escena, perdidos como pedo en un jacuzzi. Aquí sí hay un exhaustivo y minucioso trabajo escénico. El problema es que ese particular concepto de la propuesta del que hablaba, no siempre acaba de entenderse. No estamos ante una ópera con un libreto que cuente una historia que, mal que bien, se haya adaptado, sino que, con el fondo musical de una misa de réquiem, se va dramatizando una narración independiente que va a su bola y que tendrá todo su sentido, pero tan cuajada de referencias, mensajes y elementos simbólicos que muchos espectadores acaban por perderse, o al menos no acaban de entrar del todo en lo que se quiere contar, y el que entra acaba abrumado, con los ojos como Marty Feldman y desconectado de lo musical. Pienso que si se quiere disfrutar esta propuesta sin que el espectador se desconecte o caiga en la hilaridad, lo primero que se precisaría sería un texto explicativo detallado, con un manual de instrucciones como un transbordador espacial. Y, como he dicho tantas veces, si una producción necesita explicarse mucho, mal vamos.

Se ha dicho que Castellucci quiere convertir este Réquiem en un canto a la vida, en una celebración del eterno retorno de la vida desde la muerte. La historia comienza con una mujer mayor fumando, viendo la tele junto a su cama, en un entorno oscuro, y cuando se acueste la cama parecerá tragársela, con un efecto francamente muy conseguido, cubriéndose poco a poco todo el escenario de negro, simbolizando su muerte. A partir de ahí, será el blanco el color que lo presida todo con puntuales notas de color según avance la obra, para acabar de nuevo en negro en un tramo final realmente impactante. Cuando comience el Kyrie empezará a proyectarse sobre el escenario lo que Castellucci denomina Atlas de las grandes extinciones: los nombres de lugares, especies, lenguas, religiones u obras de arte que han desaparecido en nuestro planeta y se han extinguido. Bueno, hasta ahí bien, pero luego sigue con futuras extinciones, que podía acabar rápido y decir que todo acabará extinguiéndose, pero no, hay que dar un poco más la brasa, saliendo entre ellas mencionado desde el propio Palau de les Arts a chorradas tales como extinción de mí.

La fuerza visual del espectáculo y su impacto emocional en muy determinados momentos, es otro de los aspectos que resultan difícilmente cuestionables. Especialmente todo el tramo final me pareció teatralmente ejemplar. En los últimos minutos de la función, el espacio escénico volverá a negro y lo que ha sido el suelo del escenario se elevará quedando de cara a los espectadores, arrastrando todo lo que allí quedaba, tierra, vestuario y todo tipo de residuos, dejando una especie de lienzo pintado a lo Pollock, con las manchas y cicatrices de todo lo ocurrido en escena durante la representación, que no ha sido sino una alegoría de la vida y la historia del mundo; mientras cuatro mujeres de diferentes edades aparecen sobre el escenario dejando allí a un bebé solo con unos juguetes, símbolo de la nueva vida que renace de la propia muerte, mientras un niño de la Escolanía canta a capela, desde la primera fila del patio de butacas, la antífona de la misa de difuntos In paradisum. Ciertamente impactante, aunque el mensaje quede quizás un pelín pretencioso y pasado de rosca ecológico-buenista, pero en fin, mejor esto que un alegato del holocausto nazi.

Pese a haber un cuerpo de una decena escasa de bailarines como base del movimiento escénico y coreográfico, el coro, y también los solistas pero menos, estará permanentemente sometido a estas exigencias escénicas, convirtiéndose así en la columna vertebral de la obra, tanto en lo vocal como en esta vertiente dramática. Igual que con los otros aspectos que he comentado, también en este apartado vi luces y sombras. Hay momentos de una enorme belleza plástica y otros que mueven más a la risa que a la emoción, como esa simulación de posar de uno en uno como si fueran atropellados por un vehículo para retirarse luego a morir al rincón. O ver al coro cantar de forma conmovedora mientras les hacen moverse como si estuvieran bailando el corro de la patata o una sardana, dando saltitos, vestidos qué sé yo si de lagarteranas, lapones o la Moma del Corpus… pues para qué nos vamos a engañar, todo eso hace difícil que la emoción que subyace en la música encuentre su altavoz en la representación escénica. Así, escuchar un Dies Irae excelentemente cantado por el coro viéndoles dando saltitos cogidos de las manos como si estuvieran bailando una sardana pasada de velocidad en el video y con lombrices en el recto, demostrará que además de cantar muy bien están en plena forma física, pero te corta el rollo.

Y es que, a mi juicio, uno de los mayores reparos que puede hacerse a este espectáculo es esa relevancia absoluta que se da aquí al apartado escénico, sin que lo representado tenga que ver directamente con lo que se escucha. La genial música de Mozart acaba convirtiéndose así en una especie de hilo musical que ambienta las ocurrencias (malas, buenas o buenísimas) de Castellucci. El intimismo, la profundidad, el recogimiento y la emoción que brotan de esta creación mozartiana se ven aquí perturbados por una actividad escénica que tan sólo puntualmente conseguirá hermanarse naturalmente con la emoción musical. Es mi opinión. No critico el espectáculo y valoro como se merece un trabajo tan prolijo, pero pienso que el espectador acaba asistiendo más a una obra teatral con música bonita, que a un concierto de Mozart con escenificación, y encima perdiéndose a veces en lo que se le quiere narrar. El protagonismo cambia así de eje en detrimento de lo musical. Toda esa información más o menos críptica que se ofrece en escena, esa pobre niña a la que embadurnan de pintura y otros líquidos y polvos, la cuelgan de la pared, la empluman cual petimetre del lejano oeste, y acaban disfrazándola de bruja piruja, todo ese ir y venir permanente, los letreritos lanzándote mensajes… todo eso lo que hace al final es que el espectador pierda la concentración en la música que debería ser la protagonista. Tampoco ayudan precisamente los ruidos al pintar con spray el fondo del escenario o al arrancar al final de la función los paneles blancos de las paredes para volver al negro, circunstancias y elementos de gran plasticidad, pero que dificultaban la escucha de la música.

Si a todo eso añadimos que a lo escrito por Mozart y acabado por Süssmayr esta producción le embute además intercaladas otras composiciones de Mozart, así como dos fragmentos gregorianos cantados a capela: el gradual Christus factus est y la antífona de la misa de difuntos In paradisum, que iniciarán y cerrarán la obra, respectivamente; pues llego a la conclusión, como decía al comienzo, de que hubiera sido más honesto no anunciar el espectáculo como el Réquiem de Mozart, sino el de Castellucci. No es un Réquiem escenificado, para nada; es una creación de teatro y danza de Romeo Castellucci con el Réquiem de Mozart y otras músicas de fondo. Es lo mismo que pasa con esos ballets que hacen utilizando distintas músicas de uno o varios autores y que no se venden como la música de fulanito bailada o escenificada, sino que se le suele dar un nombre al espectáculo distinto y luego se especifica qué música suena.

Bueno, pero vamos ya con la música. Uno de los alicientes de este estreno era ver como se desenvolvía James Gaffigan en su primera dirección desde el foso de la sala principal desde que fuese designado nuevo titular de la Orquestra de la Comunitat Valenciana. Ya sabéis que no ha sido un nombramiento que me haya emocionado especialmente, pero, como siempre he hecho en este moribundo blog, mis opiniones procurarán estar lo más libres de prejuicios de lo que yo sea capaz de desprenderme. No serán objetivas, obviamente, sino mi subjetiva y muy particular opinión de las sensaciones que yo reciba en la sala. He metido esta explicación por delante para seguir diciendo que ayer no me gustó Gaffigan. Y si me hubiera parecido genial su dirección os aseguro que lo diría, pero no fue así. Me pareció una dirección bastante poco mozartiana, muy falta de transparencia, espesa y pesante por momentos, fofa, y que de repente parecía querer epatar mostrando intensidad, pero más a base de músculo que de emoción. El poderío sonoro en determinados momentos fue excesivo, abusando de volumen sin piedad, quiero pensar que por no conocer todavía bien la peculiar acústica de esta sala y sin tener en cuenta tampoco las características de los cantantes, ni el tamaño y ubicación del coro. Dirigió con gesto claro e intenso, con esa vitalidad que se le sale por los poros a veces, muy atento e implicado con la escena, dando todas las indicaciones y entradas, aunque con la jarana que se movía por arriba dudo que fuesen siempre bien percibidas. De hecho, en el Sanctus se le fue orquesta y casi inmediatamente también se descontroló puntualmente el coro. La orquesta hubo momentos en que sonó muy bien, eso lo reconozco, pero el resultado de conjunto no me convenció. Yo siempre he preferido las versiones de esta obra mozartiana más intimistas y espirituales, frente a aquellas más teatrales. En este caso, con la primacía ya condicionada por el propio teatro al ofrecer esta versión escenificada, estaba claro que de salida el intimismo tenía las de perder, pero es verdad que musicalmente podrían haberse acentuado algunos fragmentos muy propicios para ello. En el foso destacaron los metales en el Tuba Mirum y me conmovió especialmente un bonito diálogo de oboe y clarinete, con los siempre impecables Christopher Bouwman y Tamás Massànyi.

El trabajo del coro en esta producción es tremendamente exigente, extenuante física y vocalmente, permaneciendo prácticamente todo el tiempo en escena en permanente movimiento, con memorización del texto y de casi hora y media de movimientos escénicos y bailes. Resulta casi milagroso el que además hayan conseguido, porque lo hicieron, que la maravillosa música de Mozart brillase como merecía en medio del jaleo escénico, sin llegar a los 40 cantantes y con una orquesta a la que Gaffigan no dudaba en meter caña con muy poco miramiento de vez en cuando, como en el Confutatis. Y a eso hay que añadirle la amortiguación del sonido derivada del enmascaramiento forzado por la pandemia (qué ganas tengo de volver a escuchar a este coro sin mascarillas…), el estar sometidos a más cambios de vestuario que el teatro chino de Manolita Chen y todas las ocurrencias escénicas: desde los permanentes y ya comentados saltitos joteros y números coreográficos, a tener que cantar retorciéndose envueltos en velos negros, cantar de espaldas al público y a la orquesta o hasta tumbados en el suelo. Y, por si semejante yincana no era suficiente, a Castellucci se le ocurrió que se quedase el coro en bolas al final de la función, mientras cantaban, of course.

Bueno, pues pese a todas esas circunstancias, lo visto y escuchado anoche a esta agrupación ejemplar obtuvo un resultado sobresaliente y sólo puede conducirnos a hacer más grande nuestra admiración y reconocimiento. Impactantes y poderosos resultaron momentos como el Rex Tremendae, el Dies Irae o el Confutatis  aunque fuesen cantados sin parar de dar saltitos; y esa gran joya de la historia de la música que es el Lacrimosa fue toda una explosión de emotividad y emoción, más allá de lo que pasaba en escena, gracias a una ejecución vocal cargada de matices. Me gustaron mucho también: el Agnus Dei, cantando en plena pugna con los volúmenes de Gaffigan; el postizo Miserere mei, cantado inmediatamente antes del inicio del Réquiem propiamente dicho y ese O gottes lamm estremecedor que se marcaron cantando tumbados. Pocos coros actualmente podrían pasar con una nota tan alta un reto como este, tanto en el apartado escénico como en el vocal. Sin duda, el Cor de la Generalitat ha vuelto a demostrar estar en la primera línea de los mejores coros europeos. Ojalá esto sirviese definitivamente para se le valore como merece por parte de la actual dirección del teatro que tan poca empatía con ellos viene demostrando, y sobre todo para que el IVC, la Conselleria de Cultura y demás organismos autonómicos competentes se tomen en serio de una vez el solucionar el conflicto laboral en el que sigue absurdamente inmerso este coro, y lo hagan con la única solución razonable, que no es otra que asegurar la consolidación de todos sus miembros y garantizar su crecimiento y su futuro. Si después de lo vivido anoche y las sobradas pruebas de profesionalidad que ofrecieron en el escenario, todavía hay algún mequetrefe mental con cargo que sigue diciendo que han de someter a sus miembros a pruebas objetivas basadas en los principios de igualdad, mérito y capacidad, merecerá ser subido al escenario, desnudado y emplumado para celebrar su propio Réquiem escenificado.

En el apartado de los solistas vocales ha dominado la corrección, aunque ha habido también un poco de todo. La contralto Sara Mingardo es la que más me gustó del cuarteto solista, con esa autenticidad e intensidad expresiva que la caracteriza. Toda la noche hizo gala de una musicalidad ejemplar, con una emisión natural, sin forzar en ningún momento la línea de canto. Pero al no ser poseedora de una voz grande, se vio especialmente lastrada por algunos picos de volumen excesivo del foso y en los concertantes apenas se hacía presente, pero eso no puede menguar lo más mínimo la calificación de su rendimiento. A mí me emocionó de manera singular en una de las piezas mozartianas postizas, no pertenecientes al Réquiem, el precioso O gottes lamm, donde la veterana cantante italiana mostró una exquisita sensibilidad, ayudada en este caso por Gaffigan que, por una vez, sostuvo bastante el acompañamiento orquestal.

Buenas sensaciones dejó también la soprano rusa Elena Tsallagova con una voz tampoco especialmente grande pero con cuerpo y gran proyección, pese a moverse en terrenos lírico ligeros, que supo conducir con delicadeza y que quizás destacaba un pelín de más en los números de conjunto con algún sonido un tanto chillón y fijo en la zona más aguda, pero todo quedó más que compensado con una entrega notable.

Dentro de la corrección se movió también el tenor alemán Sebastian Kohlhepp, quien mostró quizás la voz de más caudal de los cuatro solistas, con un timbre atractivo, pero a la que sin embargo le falta dotar de un mayor empaque expresivo.

El que menos me convenció fue el bajo argentino Nahuel Di Pierro a quien pudimos escuchar el año pasado como Don Alfonso en el Cosí fan tutte que abrió la pasada temporada valenciana. Como ya dije entonces, me parece que su voz es más baritonal que de bajo, lo cual quedó en evidencia especialmente en un Tuba Mirum en el que se echó de menos una mayor profundidad y gravedad.

Mención aparte y reconocimiento muy especial merece el niño de la Escolanía Mare de Déu dels Desamparats, Juan José Visquert. Hay que tenerlos como el caballo de Espartero para plantarse a su edad en el centro de la sala principal de Les Arts, llena de público, cantando a capela, tan bien como lo hizo, el bellísimo In paradisum final. Nada importa que en el otro fragmento que cantó en solitario en mitad de la función se le fuese un poco más la afinación. Bravísimo por él.

La sala principal de Les Arts presentó una notable asistencia de público (dentro de las limitaciones de aforo que siguen aplicándose), pero con visibles huecos. Desde luego la entrada no fue todo lo contundente que podría esperarse para una noche de inauguración de temporada valenciana con una obra tan popular como este Réquiem, aunque haya sido tuneado por Castellucci. Eso sí, la sala no estaría llena, pero hubo muchísimos ruidos, como en los mejores tiempos anteriores al Covid, con toses y móviles acompañando la función con saña, sobre todo en su inicio. Los aplausos brotaron espontáneamente en muchos espectadores cuando finalizó el Réquiem propiamente dicho, pero lo que no sabían los aplaudidores es que aún quedaba el último tramo creado por Castellucci. Cuando ya todo finalizó de verdad de la buena, ahí ya sí hubo ovación general que se convirtió en atronadora con la salida del coro, que, con buen criterio, fueron los últimos en salir como grandes protagonistas de la velada. También fueron muy fuertemente ovacionados los miembros de la orquesta, por cierto bastante más que su director; y también recibieron aplausos los responsables de la escena, pese a que más de una persona me comentó a la salida que estuvo a punto de abuchear o protestar. Yo ya digo que, pese a que creo que la propuesta es fallida, un trabajo de esta envergadura no merece un abucheo.

Ya acabo. En el palco de Les Arts pudo verse a Jorge Culla Bayarri, recién nombrado director general por la Comisión Ejecutiva del Patronato de la Fundación de Les Arts el pasado día 17 de septiembre, en sustitución de José Carlos Monforte, en otro movimiento de esos que, más allá de lo acertados o desafortunados que sean, ponen en evidencia una vez más las malas formas que lamentablemente se están haciendo demasiado habituales por parte de los actuales dirigentes del coliseo valenciano. De cara al público, bastó una simple nota de prensa en la que se agradecían los servicios prestados por Monforte y se alababan las excelencias de su sustituto, sin explicar por qué, si tan bien lo había hecho, se le remplazaba. Y en relación con el propio afectado, me consta que fue conocedor de la noticia apenas 48 horas antes de hacerse efectiva sin darle tampoco más explicación. Jorge Culla ha tenido relación profesional con el director artístico Jesús Iglesias y es amigo íntimo personal del presidente del Patronato de la Fundación Palau de les Arts, Pablo Font de Mora, con quien también comparte cargo en el consejo rector de la Asociación Amics de l’Òpera i de les Arts. El pasado mes de agosto se rescindió la relación laboral de Culla con los Teatros del Canal de Madrid y ha sido llamado por Iglesias y Font de Mora para unirse al equipo gestor de Les Arts prescindiendo de Monforte. Se ha dicho desde la Conselleria de Cultura que su elección ha sido evaluada y aprobada siguiendo las pautas y procedimiento estipulado en estos casos por el órgano de gobierno de Les Arts, aunque no se explique cuál ha sido ese procedimiento, ni a qué se debe, ni qué otras alternativas ha habido. No pretendo en modo alguno cuestionar la valía de Jorge Culla que tiene una sólida relación con el mundo teatral y musical valenciano, pero sí la forma en que se ha producido el cuarto cambio de director general en Les Arts en menos de tres años, cuando además la gestión de Monforte en un momento tan crítico como la crisis del Covid se ha reconocido como ejemplar. Y si, como se rumorea, se confirmase que el nuevo director va a percibir 30.000 euros más que su antecesor, pues quizás alguna explicación más se debería de dar. En fin, seguiremos informando.