El Palau de les Arts inauguró ayer oficialmente su
nueva temporada 2021-2022, que esperemos que pueda desarrollarse sin
incidencias en su programación ni tanto sobresalto pandémico como las dos
anteriores, y ojalá dentro de muy poco podamos volver a recuperar en nuestros
teatros aquella “normalidad” que tan lejana nos parece.
Esta apertura de temporada operística se ha reservado
curiosamente a una obra que no puede ser considerada ópera, como es la Misa de Réquiem en re menor, de Wolfgang Amadeus Mozart. Bueno, eso es
lo que pone en el cartel, pero realmente, como luego veremos, hubiera sido más
adecuado titularlo algo así como Elucubraciones escénicas de Romeo
Castellucci, con pastiche musical e incursiones danzarinas, a partir de la inacabada
Misa de Réquiem en re menor de Wolfgang Amadeus Mozart finalizada por Süssmayr. Con el subtítulo:
Cor de la Generalitat, porque yo lo valgo.
Este era también el inicio de temporada programado para
el pasado año, aunque las medidas de seguridad frente a la pandemia llevaron a
la dirección del teatro, creo que acertadamente, a posponer su representación a
un momento en el que el riesgo sanitario para los intérpretes en escena fuese
menor, dado su número y los requerimientos exigidos a los mismos. No sé si la
situación actual es todavía la ideal para un espectáculo como este, o si alguna
lo sería, pero está claro que mejor que hace un año sí estamos, y estoy seguro
de que el teatro habrá adoptado todos los protocolos y medidas necesarias para
garantizar la seguridad de todos los intervinientes.
Más allá de la calidad del espectáculo ofrecido o de
que este Réquiem lleve su parte
escénica y haya costado tanto traerlo como una ópera, no acabo yo de entender
que no sea un título operístico, y de los relevantes, el encargado de
protagonizar un acontecimiento como debería ser siempre el de la inauguración
de la temporada operística de abono en el Palau de les Arts. Pero bueno, así
supongo que se venderá mejor eso de que este recinto debe albergar todo tipo de
espectáculos, cosa con la que estoy de acuerdo, aunque, como digo siempre, no
dentro del abono de ópera. Y así también, lo que en otro formato hubiera ido al
Auditori a precio de concierto, se enchufa a la sala principal al mismo precio
que la Butterfly o el Wozzeck. Por cierto, con un aumento en
los precios de las localidades este año de entre dos y ocho euros según las
zonas, sin que desde el teatro se haya dicho ni pío a los abonados. No pretendo
quejarme de la subida de precios después de las penurias pandémicas que han
tenido que ir sorteando este año en un teatro que, pese a todo, sigue teniendo
unos precios más que asequibles en comparación con otros recintos; lo que me
fastidia, una vez más, es el silencio de sus gestores y la deficiente política
de comunicación e información al abonado que sigue rigiendo en este teatro
desde sus inicios, con pandemia o sin pandemia.
Quien esté leyendo estas primeras referencias al Réquiem en estos términos de
interpretación escénica y no haya asistido al estreno, puede pensar que me han
echado droja en el cola cao, pero, no,
tranquilos, la explicación es que la versión ofrecida anoche es la curiosa
propuesta escenificada por el italiano Romeo
Castellucci que ya fue estrenada en el festival de Aix-en-Provence de 2019 y
que se presenta ahora en coproducción con el Palau de les Arts, Adelaide
Festival, Theatre Basel, Wiener Festwochen y La Monnaie.
Pese a que el video de una de las funciones
representadas de este Réquiem en Aix-en-Provence
está fácilmente localizable en YouTube, no he querido verlo antes de
encontrarme en directo con el espectáculo en el escenario de Les Arts. No lo
suelo hacer nunca, si puedo evitarlo, para no verme condicionado por una
primera percepción fuera del marco escénico en directo para el que ha sido
concebida. Así que, aunque había visto fotografías o algún corto fragmento,
procuré simplemente dejar de lado cualquier prejuicio y dejarme llevar… Bueno,
pues he de reconocer que llegado el momento de escribir esta crónica me
encuentro con sentimientos bastante encontrados. A diferencia de otros
conocidos míos, no me aburrí en absoluto, incluso en algún momento logró brotar
la emoción y hasta conseguí concentrarme de vez en cuando en la música
mozartiana; pero pienso que no era preciso meterse en este berenjenal que no
creo que ponga de relieve la música de Mozart,
sino que sólo la usa para acompañar la escena, como podría haber utilizado
música de El lago de los cisnes o de Juanito Valderrama.
Es innegable que la propuesta de Castellucci
tiene detrás un trabajo dramático y de concepción escénica y plástica,
sobresaliente. Luego podrá convencer o no, nos parecerá fallida o genial, pero
al menos se constata que el equipo escénico se lo ha currado de lo lindo y todo
tiene un sentido, eso sí, dentro del muy particular concepto que ha motivado la
propuesta. Pero desde luego no tiene nada que ver con algunas de las tomaduras
de pelo legendarias que nos hemos chupado en este teatro (tranquilos que no
diré Saura) donde el regista pasaba por caja, se ponían
cuatro paneles y se dejaba a los artistas deambular a su aire por escena,
perdidos como pedo en un jacuzzi. Aquí sí hay un exhaustivo y minucioso trabajo
escénico. El problema es que ese particular concepto de la propuesta del que
hablaba, no siempre acaba de entenderse. No estamos ante una ópera con un
libreto que cuente una historia que, mal que bien, se haya adaptado, sino que,
con el fondo musical de una misa de réquiem, se va dramatizando una narración independiente
que va a su bola y que tendrá todo su sentido, pero tan cuajada de referencias,
mensajes y elementos simbólicos que muchos espectadores acaban por perderse, o
al menos no acaban de entrar del todo en lo que se quiere contar, y el que
entra acaba abrumado, con los ojos como Marty
Feldman y desconectado de lo musical. Pienso que si se quiere disfrutar esta
propuesta sin que el espectador se desconecte o caiga en la hilaridad, lo
primero que se precisaría sería un texto explicativo detallado, con un manual
de instrucciones como un transbordador espacial. Y, como he dicho tantas veces,
si una producción necesita explicarse mucho, mal vamos.
Se ha dicho que Castellucci quiere convertir
este Réquiem en un canto a la vida,
en una celebración del eterno retorno de la vida desde la muerte. La historia
comienza con una mujer mayor fumando, viendo la tele junto a su cama, en un
entorno oscuro, y cuando se acueste la cama parecerá tragársela, con un efecto
francamente muy conseguido, cubriéndose poco a poco todo el escenario de negro,
simbolizando su muerte. A partir de ahí, será el blanco el color que lo presida
todo con puntuales notas de color según avance la obra, para acabar de nuevo en
negro en un tramo final realmente impactante. Cuando comience el Kyrie empezará a proyectarse sobre el
escenario lo que Castellucci denomina Atlas de las grandes extinciones: los nombres de lugares, especies,
lenguas, religiones u obras de arte que han desaparecido en nuestro planeta y
se han extinguido. Bueno, hasta ahí bien, pero luego sigue con futuras
extinciones, que podía acabar rápido y decir que todo acabará extinguiéndose,
pero no, hay que dar un poco más la brasa, saliendo entre ellas mencionado desde
el propio Palau de les Arts a chorradas tales como extinción de mí.
La fuerza visual del espectáculo y su impacto emocional
en muy determinados momentos, es otro de los aspectos que resultan difícilmente
cuestionables. Especialmente todo el tramo final me pareció teatralmente
ejemplar. En los últimos minutos de la función, el espacio escénico volverá a
negro y lo que ha sido el suelo del escenario se elevará quedando de cara a los
espectadores, arrastrando todo lo que allí quedaba, tierra, vestuario y todo
tipo de residuos, dejando una especie de lienzo pintado a lo Pollock, con las manchas y cicatrices de
todo lo ocurrido en escena durante la representación, que no ha sido sino una
alegoría de la vida y la historia del mundo; mientras cuatro mujeres de
diferentes edades aparecen sobre el escenario dejando allí a un bebé solo con
unos juguetes, símbolo de la nueva vida que renace de la propia muerte,
mientras un niño de la Escolanía canta a capela, desde la primera fila del
patio de butacas, la antífona de la misa de difuntos In paradisum. Ciertamente impactante, aunque el mensaje quede quizás
un pelín pretencioso y pasado de rosca ecológico-buenista, pero en fin, mejor
esto que un alegato del holocausto nazi.
Pese a haber un cuerpo de una decena escasa de
bailarines como base del movimiento escénico y coreográfico, el coro, y también
los solistas pero menos, estará permanentemente sometido a estas exigencias
escénicas, convirtiéndose así en la columna vertebral de la obra, tanto en lo
vocal como en esta vertiente dramática. Igual que con los otros aspectos que he
comentado, también en este apartado vi luces y sombras. Hay momentos de una
enorme belleza plástica y otros que mueven más a la risa que a la emoción, como
esa simulación de posar de uno en uno como si fueran atropellados por un
vehículo para retirarse luego a morir al rincón. O ver al coro cantar de forma
conmovedora mientras les hacen moverse como si estuvieran bailando el corro de
la patata o una sardana, dando saltitos, vestidos qué sé yo si de lagarteranas,
lapones o la Moma del Corpus… pues para qué nos vamos a engañar, todo eso hace
difícil que la emoción que subyace en la música encuentre su altavoz en la
representación escénica. Así, escuchar un Dies
Irae excelentemente cantado por el coro viéndoles dando saltitos cogidos de
las manos como si estuvieran bailando una sardana pasada de velocidad en el
video y con lombrices en el recto, demostrará que además de cantar muy bien están
en plena forma física, pero te corta el rollo.
Y es que, a mi juicio, uno de los mayores reparos que
puede hacerse a este espectáculo es esa relevancia absoluta que se da aquí al
apartado escénico, sin que lo representado tenga que ver directamente con lo
que se escucha. La genial música de Mozart
acaba convirtiéndose así en una especie de hilo musical que ambienta las
ocurrencias (malas, buenas o buenísimas) de Castellucci. El intimismo, la profundidad, el
recogimiento y la emoción que brotan de esta creación mozartiana se ven aquí perturbados
por una actividad escénica que tan sólo puntualmente conseguirá hermanarse
naturalmente con la emoción musical. Es mi opinión. No critico el espectáculo y
valoro como se merece un trabajo tan prolijo, pero pienso que el espectador
acaba asistiendo más a una obra teatral con música bonita, que a un concierto
de Mozart con escenificación, y encima perdiéndose a veces en lo que se
le quiere narrar. El protagonismo cambia así de eje en detrimento de lo
musical. Toda esa información más o menos críptica que se ofrece en escena, esa
pobre niña a la que embadurnan de pintura y otros líquidos y polvos, la cuelgan
de la pared, la empluman cual petimetre del lejano oeste, y acaban
disfrazándola de bruja piruja, todo ese ir y venir permanente, los letreritos
lanzándote mensajes… todo eso lo que hace al final es que el espectador pierda la
concentración en la música que debería ser la protagonista. Tampoco ayudan
precisamente los ruidos al pintar con spray el fondo del escenario o al
arrancar al final de la función los paneles blancos de las paredes para volver
al negro, circunstancias y elementos de gran plasticidad, pero que dificultaban
la escucha de la música.
Si a todo eso añadimos que a lo escrito por Mozart y acabado por Süssmayr esta producción le embute
además intercaladas otras composiciones de Mozart,
así como dos fragmentos gregorianos cantados a capela: el gradual Christus factus est y la antífona de la
misa de difuntos In paradisum, que
iniciarán y cerrarán la obra, respectivamente; pues llego a la conclusión, como
decía al comienzo, de que hubiera sido más honesto no anunciar el espectáculo
como el Réquiem de Mozart, sino el de Castellucci. No es un Réquiem
escenificado, para nada; es una creación de teatro y danza de Romeo
Castellucci con el Réquiem de Mozart y otras músicas de fondo. Es lo mismo que pasa con esos
ballets que hacen utilizando distintas músicas de uno o varios autores y que no
se venden como la música de fulanito bailada o escenificada, sino que se le suele
dar un nombre al espectáculo distinto y luego se especifica qué música suena.
Bueno, pero vamos ya con la música. Uno de los
alicientes de este estreno era ver como se desenvolvía James Gaffigan en su primera dirección desde el foso de la sala
principal desde que fuese designado nuevo titular de la Orquestra de la Comunitat Valenciana. Ya sabéis que no ha sido un
nombramiento que me haya emocionado especialmente, pero, como siempre he hecho
en este moribundo blog, mis opiniones procurarán estar lo más libres de
prejuicios de lo que yo sea capaz de desprenderme. No serán objetivas,
obviamente, sino mi subjetiva y muy particular opinión de las sensaciones que
yo reciba en la sala. He metido esta explicación por delante para seguir
diciendo que ayer no me gustó Gaffigan.
Y si me hubiera parecido genial su dirección os aseguro que lo diría, pero no
fue así. Me pareció una dirección bastante poco mozartiana, muy falta de
transparencia, espesa y pesante por momentos, fofa, y que de repente parecía querer
epatar mostrando intensidad, pero más a base de músculo que de emoción. El
poderío sonoro en determinados momentos fue excesivo, abusando de volumen sin
piedad, quiero pensar que por no conocer todavía bien la peculiar acústica de
esta sala y sin tener en cuenta tampoco las características de los cantantes,
ni el tamaño y ubicación del coro. Dirigió con gesto claro e intenso, con esa
vitalidad que se le sale por los poros a veces, muy atento e implicado con la
escena, dando todas las indicaciones y entradas, aunque con la jarana que se
movía por arriba dudo que fuesen siempre bien percibidas. De hecho, en el Sanctus se le fue orquesta y casi
inmediatamente también se descontroló puntualmente el coro. La orquesta hubo
momentos en que sonó muy bien, eso lo reconozco, pero el resultado de conjunto
no me convenció. Yo siempre he preferido las versiones de esta obra mozartiana
más intimistas y espirituales, frente a aquellas más teatrales. En este caso,
con la primacía ya condicionada por el propio teatro al ofrecer esta versión
escenificada, estaba claro que de salida el intimismo tenía las de perder, pero
es verdad que musicalmente podrían haberse acentuado algunos fragmentos muy
propicios para ello. En el foso destacaron los metales en el Tuba Mirum y me conmovió especialmente
un bonito diálogo de oboe y clarinete, con los siempre impecables Christopher Bouwman y Tamás Massànyi.
El trabajo del coro en esta producción es tremendamente
exigente, extenuante física y vocalmente, permaneciendo prácticamente todo el
tiempo en escena en permanente movimiento, con memorización del texto y de casi
hora y media de movimientos escénicos y bailes. Resulta casi milagroso el que
además hayan conseguido, porque lo hicieron, que la maravillosa música de Mozart brillase como merecía en medio
del jaleo escénico, sin llegar a los 40 cantantes y con una orquesta a la que Gaffigan no dudaba en meter caña con
muy poco miramiento de vez en cuando, como en el Confutatis. Y a eso hay que añadirle la amortiguación del sonido
derivada del enmascaramiento forzado por la pandemia (qué ganas tengo de volver
a escuchar a este coro sin mascarillas…), el estar sometidos a más cambios de
vestuario que el teatro chino de Manolita
Chen y todas las ocurrencias escénicas: desde los permanentes y ya
comentados saltitos joteros y números coreográficos, a tener que cantar
retorciéndose envueltos en velos negros, cantar de espaldas al público y a la
orquesta o hasta tumbados en el suelo. Y, por si semejante yincana no era
suficiente, a Castellucci se le
ocurrió que se quedase el coro en bolas al final de la función, mientras
cantaban, of course.
Bueno, pues pese a todas esas circunstancias, lo visto
y escuchado anoche a esta agrupación ejemplar obtuvo un resultado sobresaliente
y sólo puede conducirnos a hacer más grande nuestra admiración y
reconocimiento. Impactantes y poderosos resultaron momentos como el Rex Tremendae, el Dies Irae o el Confutatis aunque fuesen cantados sin parar de dar
saltitos; y esa gran joya de la historia de la música que es el Lacrimosa fue toda una explosión de
emotividad y emoción, más allá de lo que pasaba en escena, gracias a una
ejecución vocal cargada de matices. Me gustaron mucho también: el Agnus Dei, cantando en plena pugna con
los volúmenes de Gaffigan; el postizo Miserere mei, cantado inmediatamente antes del inicio del Réquiem propiamente dicho y ese O
gottes lamm estremecedor que
se marcaron cantando tumbados. Pocos coros actualmente podrían pasar con
una nota tan alta un reto como este, tanto en el apartado escénico como en el vocal.
Sin duda, el Cor de la Generalitat
ha vuelto a demostrar estar en la primera línea de los mejores coros europeos.
Ojalá esto sirviese definitivamente para se le valore como merece por parte de
la actual dirección del teatro que tan poca empatía con ellos viene
demostrando, y sobre todo para que el IVC, la Conselleria de Cultura y demás
organismos autonómicos competentes se tomen en serio de una vez el solucionar
el conflicto laboral en el que sigue absurdamente inmerso este coro, y lo hagan
con la única solución razonable, que no es otra que asegurar la consolidación
de todos sus miembros y garantizar su crecimiento y su futuro. Si después de lo
vivido anoche y las sobradas pruebas de profesionalidad que ofrecieron en el
escenario, todavía hay algún mequetrefe mental con cargo que sigue diciendo que
han de someter a sus miembros a pruebas objetivas basadas en los principios de
igualdad, mérito y capacidad, merecerá ser subido al escenario, desnudado y
emplumado para celebrar su propio Réquiem
escenificado.
En el apartado de los
solistas vocales ha dominado la corrección, aunque ha habido también un poco de
todo. La contralto Sara Mingardo es la que más me gustó del cuarteto
solista, con esa autenticidad e intensidad expresiva que la caracteriza. Toda
la noche hizo gala de una musicalidad ejemplar, con una emisión natural, sin
forzar en ningún momento la línea de canto. Pero al no ser poseedora de una voz
grande, se vio especialmente lastrada por algunos picos de volumen excesivo del
foso y en los concertantes apenas se hacía presente, pero eso no puede menguar
lo más mínimo la calificación de su rendimiento. A mí me emocionó de manera singular
en una de las piezas mozartianas postizas,
no pertenecientes al Réquiem, el
precioso O gottes lamm, donde la
veterana cantante italiana mostró una exquisita sensibilidad, ayudada en este
caso por Gaffigan que, por una vez, sostuvo bastante el acompañamiento
orquestal.
Buenas sensaciones dejó
también la soprano rusa Elena Tsallagova con una voz tampoco
especialmente grande pero con cuerpo y gran proyección, pese a moverse en
terrenos lírico ligeros, que supo conducir con delicadeza y que quizás
destacaba un pelín de más en los números de conjunto con algún sonido un tanto
chillón y fijo en la zona más aguda, pero todo quedó más que compensado con una
entrega notable.
Dentro de la corrección se
movió también el tenor alemán Sebastian Kohlhepp, quien mostró quizás la
voz de más caudal de los cuatro solistas, con un timbre atractivo, pero a la
que sin embargo le falta dotar de un mayor empaque expresivo.
El que menos me convenció fue
el bajo argentino Nahuel Di Pierro a quien pudimos escuchar el año
pasado como Don Alfonso en el Cosí fan tutte que abrió la pasada
temporada valenciana. Como ya dije entonces, me parece que su voz es más
baritonal que de bajo, lo cual quedó en evidencia especialmente en un Tuba Mirum en el que se echó de menos
una mayor profundidad y gravedad.
Mención aparte y reconocimiento
muy especial merece el niño de la Escolanía Mare de Déu dels Desamparats,
Juan José Visquert. Hay que tenerlos como el caballo de Espartero
para plantarse a su edad en el centro de la sala principal de Les Arts, llena
de público, cantando a capela, tan bien como lo hizo, el bellísimo In paradisum final. Nada importa
que en el otro fragmento que cantó en solitario en mitad de la función se le
fuese un poco más la afinación. Bravísimo por él.
La sala principal de Les Arts presentó una notable
asistencia de público (dentro de las limitaciones de aforo que siguen aplicándose),
pero con visibles huecos. Desde luego la entrada no fue todo lo contundente que
podría esperarse para una noche de inauguración de temporada valenciana con una
obra tan popular como este Réquiem,
aunque haya sido tuneado por Castellucci. Eso sí, la sala no estaría llena, pero hubo muchísimos ruidos, como en
los mejores tiempos anteriores al Covid, con toses y móviles acompañando la
función con saña, sobre todo en su inicio. Los aplausos brotaron espontáneamente
en muchos espectadores cuando finalizó el Réquiem
propiamente dicho, pero lo que no sabían los aplaudidores es que aún quedaba el
último tramo creado por Castellucci. Cuando ya todo finalizó de verdad
de la buena, ahí ya sí hubo ovación general que se convirtió en atronadora con
la salida del coro, que, con buen criterio, fueron los últimos en salir como
grandes protagonistas de la velada. También fueron muy fuertemente ovacionados
los miembros de la orquesta, por cierto bastante más que su director; y también
recibieron aplausos los responsables de la escena, pese a que más de una
persona me comentó a la salida que estuvo a punto de abuchear o protestar. Yo
ya digo que, pese a que creo que la propuesta es fallida, un trabajo de esta
envergadura no merece un abucheo.
Ya acabo. En el palco de Les Arts pudo verse a Jorge Culla Bayarri, recién nombrado
director general por la Comisión Ejecutiva del Patronato de la Fundación de Les
Arts el pasado día 17 de septiembre, en sustitución de José Carlos Monforte, en otro movimiento de esos que, más allá de
lo acertados o desafortunados que sean, ponen en evidencia una vez más las
malas formas que lamentablemente se están haciendo demasiado habituales por
parte de los actuales dirigentes del coliseo valenciano. De cara al público,
bastó una simple nota de prensa en la que se agradecían los servicios prestados
por Monforte y se alababan las
excelencias de su sustituto, sin explicar por qué, si tan bien lo había hecho,
se le remplazaba. Y en relación con el propio afectado, me consta que fue
conocedor de la noticia apenas 48 horas antes de hacerse efectiva sin darle
tampoco más explicación. Jorge Culla
ha tenido relación profesional con el director artístico Jesús Iglesias y es amigo íntimo personal del presidente del
Patronato de la Fundación Palau de les Arts, Pablo Font de Mora, con quien también comparte cargo en el consejo
rector de la Asociación Amics de l’Òpera
i de les Arts. El pasado mes de agosto se rescindió la relación laboral de Culla con los Teatros del Canal de Madrid
y ha sido llamado por Iglesias y Font de Mora para unirse al equipo
gestor de Les Arts prescindiendo de Monforte.
Se ha dicho desde la Conselleria de Cultura que su elección ha sido evaluada y
aprobada siguiendo las pautas y procedimiento estipulado en estos casos por el
órgano de gobierno de Les Arts, aunque no se explique cuál ha sido ese
procedimiento, ni a qué se debe, ni qué otras alternativas ha habido. No
pretendo en modo alguno cuestionar la valía de Jorge Culla que tiene una sólida relación con el mundo teatral y
musical valenciano, pero sí la forma en que se ha producido el cuarto cambio de
director general en Les Arts en menos de tres años, cuando además la gestión de
Monforte en un momento tan crítico
como la crisis del Covid se ha reconocido como ejemplar. Y si, como se rumorea,
se confirmase que el nuevo director va a percibir 30.000 euros más que su
antecesor, pues quizás alguna explicación más se debería de dar. En fin,
seguiremos informando.