He dicho ya en varias ocasiones, y hoy considero especialmente necesario volverlo a repetir, que cuando efectúo crónicas de funciones operísticas en este blog, tan sólo pretendo reflejar mi particular opinión acerca de lo que he visto y escuchado y, a partir de ahí, intercambiar impresiones con quienes tengan la paciencia de leer las mías y el ánimo de escribir las propias, para enriquecer mi visión con la de los demás, aunque sean completamente dispares. En ningún caso es mi intención sentar cátedra, dar lecciones a nadie, ni investirme con la verdad absoluta. Es tan sólo, repito, mi opinión personal, pero no más válida que la que pueda tener cualquier otra persona.
Hecha esta previa declaración de intenciones, que espero se tome en consideración, os cuento que ayer asistí en el Palau de les Arts al estreno de “1984”, la ópera compuesta por Lorin Maazel, con libreto de J. D. McClatchy y Thomas Meehan, basada en la novela de George Orwell, y que cuenta con el morbo añadido de ser la última que el maestro francoestadounidense dirigirá desde el foso de Les Arts, poniendo así fin a un ciclo de cinco años en los que ha ostentado la dirección musical del coliseo valenciano y durante los que nos ha hecho disfrutar de noches inolvidables.
Y la noche de ayer también será inolvidable para mí. Aunque en esta ocasión por haber asistido a una obra que, musicalmente, me pareció un pestiño de proporciones ciclópeas, y desgraciadamente, tardaré mucho tiempo en apartarlo de mi memoria.
Dijo Lorin Maazel, con motivo del estreno mundial en Londres de esta obra en 2005, que su partitura es "caleidoscópica, panorámica y multifacética" (sólo se le olvidó añadir, como Súper Ratón: “y no olviden supervitaminarse y mineralizarse”). Desde luego hay que dar la razón al maestro. El único problema es que, en esa indudable variedad, la originalidad brilla por su ausencia y, lo que es peor, la sensación de “pastiche” es demasiado flagrante.
La atonalidad y las disonancias hacen acto de presencia en la obra, aunque sin demasiada agresividad, como si el compositor no se hubiera atrevido a zambullirse de lleno en ellas, pero sí lo justo para que este “1984” suene a “moderno”. Y, junto a eso, encontramos armonías y momentos melódicos con los que parece decirnos: “esto para que veáis que si me pongo a escribir más clásico también lo sé hacer, pero los compositores contemporáneos no podemos caer en estas ordinarieces”.
Si alguien se aburre durante la representación, cosa nada descartable, yo le aconsejaría un juego bastante entretenido que yo mismo practiqué para vencer el sopor: intentar ir descubriendo qué compositores podemos identificar a lo largo de la obra. Tenemos momentos en los que podemos “escuchar” a Bernstein, Weill, Gershwin, Britten, Berg, Puccini, Strauss, referencias al jazz clásico, a Broadway… pero el problema es que en ese revoltijo de morcillas con bacalao, yo no pude apreciar ni coherencia ni una pizca de personalidad creativa.
Encontré además el discurso musical concebido por Maazel más plano que el encefalograma de Belén Esteban, con una línea monótona, carente de tensión, y un patente desajuste entre la fuerza dramática de la escena y su soporte musical, que, al menos a mí, no consiguió transmitirme emoción alguna y que sólo encontré acoplada al drama en dos o tres ocasiones puntuales. A veces daba la sensación de que estuviese desarrollándose una obra de teatro sobre el escenario y en el foso hubiese unos músicos infiltrados ensayando, haciendo ruido sin ton ni son, molestando a los actores.
Y que conste que mi crítica a esta obra no viene condicionada por la “dificultad” de su escucha, por lo mucho que pueda tener de música contemporánea. No estoy rechazando las disonancias o la atonalidad, que en manos de otros compositores me pueden llegar a cautivar; estoy manifestando mi descontento ante la falta de inspiración, la superficialidad y el aburrimiento que me ha transmitido Maazel.
He visto óperas con músicas más “difíciles” pero donde la pulsión dramática estaba presente y la emoción llegaba a la sala. Lo verdaderamente importante de la música no es la melodía o la tonalidad o el empleo de efectos sonoros, lo realmente trascendente y lo que hace grande o no una obra es que haga brotar los sentimientos y las emociones en el oyente. Sin embargo, ayer la única emoción de la noche me llegó cuando constaté que aquella castaña había terminado.
Por el contrario, la puesta en escena me pareció bastante acertada. La dirección escénica es la concebida para su estreno mundial en 2005 en el Royal Opera House de Londres, por el director de cine canadiense Robert Lepage, que ya había hecho incursiones en el terreno operístico con montajes para otras óperas como “El castillo de Barba Azul” de Bartók” o “La Damnation de Faust” de Berlioz. El realizador canadiense cuenta con el apoyo de la escenografía de Carl Fillion, el vestuario de Yasmina Giguère, la estupenda iluminación de Michel Beaulieu y las coreografías de Sylvain Émard, que ha sido además el encargado de la dirección de esta reposición.
El escenario está presidido por una estructura giratoria que nos va mostrando con gran funcionalidad y agilidad los diferentes lugares en que transcurre la acción: la plaza donde el pueblo escucha al Gran Hermano, el Ministerio de la Verdad, la casa de Winston, el Pub, la tienda del anticuario o la terrible habitación 101. Las pantallas y proyecciones son otro elemento principal de esta puesta en escena que, a mi juicio, consigue, con gran eficacia, fuerza visual y sentido del drama, retratar el ambiente opresivo y de asfixiante temor que vive la sociedad de ese sombrío futuro retratado por Orwell en su novela.
La dirección de actores está bastante trabajada, con algunas aparentes influencias del musical de Broadway, y se han introducido algunas referencias a la época actual, como la clara alusión a la prisión de Guantánamo, pero la esencia del mensaje que se quiso transmitir en la obra original, permanece y encuentra en la propuesta de Lepage un interesante vehículo al que sólo le faltó estar acompañado por una música apropiada.
De la dirección musical de Maazel poco puedo decir. Al ser él también el compositor de este Frankestein operístico, dirigirá como le salga de los mismísimos mondongos y nadie le podrá discutir que esa no sea la lectura adecuada. Aunque era evidente que en ocasiones el volumen disparatado ponía en serios aprietos a unos solistas vocales que tampoco destacaron por su potencia.
No creo que fuese yo el único que anoche sintió desaprovechada la siempre eficiente Orquestra de la Comunitat Valenciana y no me siento capacitado para decir si los permanentes arreos a la percusión o el chirriar hasta la dentera de los violines, estuvieron ajustados o se fueron de compás. Hubo, eso sí, intervenciones ciertamente magníficas de la cuerda (con algunos pianísimos increíbles), de los metales y la percusión.
Al Cor de la Generalitat se han unido en esta ocasión la Escolanía de Nuestra Señora de los Desamparados, la Escola Coral Veus Juntes de Quart de Poblet y los Pequeños Cantores de Valencia. La intervención inicial en el primer cuadro del Coro fue espléndida y es de justicia destacar a la soprano Irina Ionescu que tiene ahí una breve actuación solista pero sumamente exigente, con continuos sobreagudos, y que solventó con una potencia, limpieza y claridad modélicas. Un puro violín. Me congratuló que en los aplausos finales se tuviese el detalle de que saliese a saludar en solitario para recoger su merecido premio.
Entre los intérpretes, fue notable el esfuerzo del barítono estadounidense Michael Anthony McGee, que debutaba en el papel de Winston Smith, permaneciendo en escena durante casi toda la obra, con un loable comportamiento actoral. Vocalmente se mostró voluntarioso pero mucho más limitado, resultando complicado escucharle en muchas ocasiones y abusando de falsete.
Nancy Gustafson, como Julia, demostró su veteranía, dicho sea en su acepción positiva y negativa; Richard Margison combinó potencia y agudos tambaleantes; Lynton Black fue un correcto Charrington; y el Parsons de Graeme Danby fue inaudible.
El tenor Andrew Drost, como Syme, se movió con aceptable solvencia en unas tesituras endiabladas, como también lo fueron las exigidas a la soprano valenciana Silvia Vázquez, en su doble papel de Gimnasta y Borracha, quien salvó con corrección los múltiples escollos colocados por Maazel en estos personajes y lució un amplio catálogo de chillidos, al tiempo que completaba un notable trabajo como actriz.
Quiero destacar a Mary Lloyd-Davies, que demostró mucho gusto al cantar el pequeño y agradecido papel de Proletaria.
No quiero acabar sin hacer una mención al público de ayer. Para mi sorpresa, aunque en los pisos altos había muchos huecos, la platea se encontraba prácticamente llena. Esto me pareció un excelente comienzo para una obra de estas características. Pero, tras el primer descanso, cerca de una cuarta parte del aforo ya puso pies en polvorosa sin recato alguno. Y al finalizar la función, permanecíamos en los asientos, con pulso y respirando, menos de un tercio de los valientes que iniciamos aquella intrépida aventura.
La reacción final de los supervivientes fue premiar a todos los artistas con fuertes aplausos que, cuando compareció Maazel en el escenario, se convirtieron en gran ovación con el público puesto en pie y numerosos bravos, supongo que como respuesta más al trabajo de estos cinco años, que al disfrute con lo escuchado anoche.
Como suele ser habitual en los estrenos, mucha cara guapa, caras famosas y caras duras. Allí estaba el habitual Rappel, que digo yo que menuda engañifla de adivino si pudo ver con antelación el tostón inmisericorde que se avecinaba y no hizo nada por esquivarlo.
También pudimos ver ocupando lugar de honor al todavía President de la Generalitat, quien dejó claro que a él no le levanta las nalgas del asiento oficial ni Maazel endosándole todo un “1984”, porque allí aguantó hasta el final. Aunque a él lo que le atraería más sería ese libreto de ciencia ficción que hablaba de manipulación de las masas, de ausencia de libertad de expresión, de callar al que piensa distinto, de repetir la mentira hasta que se convierte en verdad, de buscar enemigos externos para evitar la crítica interna, de aferrarse al poder a costa de lo que sea… en fin, de fantasías de escritor del siglo pasado.
Vuelvo de nuevo a lo que decía al principio. Todo lo dicho no es más que mi percepción particular. Y, desde ese mismo sentimiento personal, he de decir que tras casi cuatro horas aguantando este "1984", salí tan torturado de Les Arts como Winston Smith de la habitación 101. Y al mismo tiempo muy triste y con rabia, porque lamento enormemente que la última sensación que me deje el maestro Maazel, con el que he vivido algunas de las veladas operísticas más satisfactorias de mi vida, sea tan horrenda.
Lo tomaremos como el obligado peaje que nos ha hecho pagar, además de su desorbitado caché, por haberle tenido aquí estos años mostrando su genialidad al frente de la maravillosa Orquesta que creó y, de momento, nos deja.
En cualquier caso, maestro, gracias por todo… (pero no componga más óperas, porlamordediós).
Os dejo con este video perteneciente a las funciones londinenses de esta ópera en 2005. En concreto se trata del momento más Broadway de “1984”, el dúo de amor del acto II entre Winston (Simon Keenlyside) y Julia (Nancy Gustafson) que se ve bruscamente interrumpido por la aparición de O’Brien (Richard Margison):
video de elnim
Hecha esta previa declaración de intenciones, que espero se tome en consideración, os cuento que ayer asistí en el Palau de les Arts al estreno de “1984”, la ópera compuesta por Lorin Maazel, con libreto de J. D. McClatchy y Thomas Meehan, basada en la novela de George Orwell, y que cuenta con el morbo añadido de ser la última que el maestro francoestadounidense dirigirá desde el foso de Les Arts, poniendo así fin a un ciclo de cinco años en los que ha ostentado la dirección musical del coliseo valenciano y durante los que nos ha hecho disfrutar de noches inolvidables.
Y la noche de ayer también será inolvidable para mí. Aunque en esta ocasión por haber asistido a una obra que, musicalmente, me pareció un pestiño de proporciones ciclópeas, y desgraciadamente, tardaré mucho tiempo en apartarlo de mi memoria.
Dijo Lorin Maazel, con motivo del estreno mundial en Londres de esta obra en 2005, que su partitura es "caleidoscópica, panorámica y multifacética" (sólo se le olvidó añadir, como Súper Ratón: “y no olviden supervitaminarse y mineralizarse”). Desde luego hay que dar la razón al maestro. El único problema es que, en esa indudable variedad, la originalidad brilla por su ausencia y, lo que es peor, la sensación de “pastiche” es demasiado flagrante.
La atonalidad y las disonancias hacen acto de presencia en la obra, aunque sin demasiada agresividad, como si el compositor no se hubiera atrevido a zambullirse de lleno en ellas, pero sí lo justo para que este “1984” suene a “moderno”. Y, junto a eso, encontramos armonías y momentos melódicos con los que parece decirnos: “esto para que veáis que si me pongo a escribir más clásico también lo sé hacer, pero los compositores contemporáneos no podemos caer en estas ordinarieces”.
Si alguien se aburre durante la representación, cosa nada descartable, yo le aconsejaría un juego bastante entretenido que yo mismo practiqué para vencer el sopor: intentar ir descubriendo qué compositores podemos identificar a lo largo de la obra. Tenemos momentos en los que podemos “escuchar” a Bernstein, Weill, Gershwin, Britten, Berg, Puccini, Strauss, referencias al jazz clásico, a Broadway… pero el problema es que en ese revoltijo de morcillas con bacalao, yo no pude apreciar ni coherencia ni una pizca de personalidad creativa.
Encontré además el discurso musical concebido por Maazel más plano que el encefalograma de Belén Esteban, con una línea monótona, carente de tensión, y un patente desajuste entre la fuerza dramática de la escena y su soporte musical, que, al menos a mí, no consiguió transmitirme emoción alguna y que sólo encontré acoplada al drama en dos o tres ocasiones puntuales. A veces daba la sensación de que estuviese desarrollándose una obra de teatro sobre el escenario y en el foso hubiese unos músicos infiltrados ensayando, haciendo ruido sin ton ni son, molestando a los actores.
Y que conste que mi crítica a esta obra no viene condicionada por la “dificultad” de su escucha, por lo mucho que pueda tener de música contemporánea. No estoy rechazando las disonancias o la atonalidad, que en manos de otros compositores me pueden llegar a cautivar; estoy manifestando mi descontento ante la falta de inspiración, la superficialidad y el aburrimiento que me ha transmitido Maazel.
He visto óperas con músicas más “difíciles” pero donde la pulsión dramática estaba presente y la emoción llegaba a la sala. Lo verdaderamente importante de la música no es la melodía o la tonalidad o el empleo de efectos sonoros, lo realmente trascendente y lo que hace grande o no una obra es que haga brotar los sentimientos y las emociones en el oyente. Sin embargo, ayer la única emoción de la noche me llegó cuando constaté que aquella castaña había terminado.
Por el contrario, la puesta en escena me pareció bastante acertada. La dirección escénica es la concebida para su estreno mundial en 2005 en el Royal Opera House de Londres, por el director de cine canadiense Robert Lepage, que ya había hecho incursiones en el terreno operístico con montajes para otras óperas como “El castillo de Barba Azul” de Bartók” o “La Damnation de Faust” de Berlioz. El realizador canadiense cuenta con el apoyo de la escenografía de Carl Fillion, el vestuario de Yasmina Giguère, la estupenda iluminación de Michel Beaulieu y las coreografías de Sylvain Émard, que ha sido además el encargado de la dirección de esta reposición.
El escenario está presidido por una estructura giratoria que nos va mostrando con gran funcionalidad y agilidad los diferentes lugares en que transcurre la acción: la plaza donde el pueblo escucha al Gran Hermano, el Ministerio de la Verdad, la casa de Winston, el Pub, la tienda del anticuario o la terrible habitación 101. Las pantallas y proyecciones son otro elemento principal de esta puesta en escena que, a mi juicio, consigue, con gran eficacia, fuerza visual y sentido del drama, retratar el ambiente opresivo y de asfixiante temor que vive la sociedad de ese sombrío futuro retratado por Orwell en su novela.
La dirección de actores está bastante trabajada, con algunas aparentes influencias del musical de Broadway, y se han introducido algunas referencias a la época actual, como la clara alusión a la prisión de Guantánamo, pero la esencia del mensaje que se quiso transmitir en la obra original, permanece y encuentra en la propuesta de Lepage un interesante vehículo al que sólo le faltó estar acompañado por una música apropiada.
De la dirección musical de Maazel poco puedo decir. Al ser él también el compositor de este Frankestein operístico, dirigirá como le salga de los mismísimos mondongos y nadie le podrá discutir que esa no sea la lectura adecuada. Aunque era evidente que en ocasiones el volumen disparatado ponía en serios aprietos a unos solistas vocales que tampoco destacaron por su potencia.
No creo que fuese yo el único que anoche sintió desaprovechada la siempre eficiente Orquestra de la Comunitat Valenciana y no me siento capacitado para decir si los permanentes arreos a la percusión o el chirriar hasta la dentera de los violines, estuvieron ajustados o se fueron de compás. Hubo, eso sí, intervenciones ciertamente magníficas de la cuerda (con algunos pianísimos increíbles), de los metales y la percusión.
Al Cor de la Generalitat se han unido en esta ocasión la Escolanía de Nuestra Señora de los Desamparados, la Escola Coral Veus Juntes de Quart de Poblet y los Pequeños Cantores de Valencia. La intervención inicial en el primer cuadro del Coro fue espléndida y es de justicia destacar a la soprano Irina Ionescu que tiene ahí una breve actuación solista pero sumamente exigente, con continuos sobreagudos, y que solventó con una potencia, limpieza y claridad modélicas. Un puro violín. Me congratuló que en los aplausos finales se tuviese el detalle de que saliese a saludar en solitario para recoger su merecido premio.
Entre los intérpretes, fue notable el esfuerzo del barítono estadounidense Michael Anthony McGee, que debutaba en el papel de Winston Smith, permaneciendo en escena durante casi toda la obra, con un loable comportamiento actoral. Vocalmente se mostró voluntarioso pero mucho más limitado, resultando complicado escucharle en muchas ocasiones y abusando de falsete.
Nancy Gustafson, como Julia, demostró su veteranía, dicho sea en su acepción positiva y negativa; Richard Margison combinó potencia y agudos tambaleantes; Lynton Black fue un correcto Charrington; y el Parsons de Graeme Danby fue inaudible.
El tenor Andrew Drost, como Syme, se movió con aceptable solvencia en unas tesituras endiabladas, como también lo fueron las exigidas a la soprano valenciana Silvia Vázquez, en su doble papel de Gimnasta y Borracha, quien salvó con corrección los múltiples escollos colocados por Maazel en estos personajes y lució un amplio catálogo de chillidos, al tiempo que completaba un notable trabajo como actriz.
Quiero destacar a Mary Lloyd-Davies, que demostró mucho gusto al cantar el pequeño y agradecido papel de Proletaria.
No quiero acabar sin hacer una mención al público de ayer. Para mi sorpresa, aunque en los pisos altos había muchos huecos, la platea se encontraba prácticamente llena. Esto me pareció un excelente comienzo para una obra de estas características. Pero, tras el primer descanso, cerca de una cuarta parte del aforo ya puso pies en polvorosa sin recato alguno. Y al finalizar la función, permanecíamos en los asientos, con pulso y respirando, menos de un tercio de los valientes que iniciamos aquella intrépida aventura.
La reacción final de los supervivientes fue premiar a todos los artistas con fuertes aplausos que, cuando compareció Maazel en el escenario, se convirtieron en gran ovación con el público puesto en pie y numerosos bravos, supongo que como respuesta más al trabajo de estos cinco años, que al disfrute con lo escuchado anoche.
Como suele ser habitual en los estrenos, mucha cara guapa, caras famosas y caras duras. Allí estaba el habitual Rappel, que digo yo que menuda engañifla de adivino si pudo ver con antelación el tostón inmisericorde que se avecinaba y no hizo nada por esquivarlo.
También pudimos ver ocupando lugar de honor al todavía President de la Generalitat, quien dejó claro que a él no le levanta las nalgas del asiento oficial ni Maazel endosándole todo un “1984”, porque allí aguantó hasta el final. Aunque a él lo que le atraería más sería ese libreto de ciencia ficción que hablaba de manipulación de las masas, de ausencia de libertad de expresión, de callar al que piensa distinto, de repetir la mentira hasta que se convierte en verdad, de buscar enemigos externos para evitar la crítica interna, de aferrarse al poder a costa de lo que sea… en fin, de fantasías de escritor del siglo pasado.
Vuelvo de nuevo a lo que decía al principio. Todo lo dicho no es más que mi percepción particular. Y, desde ese mismo sentimiento personal, he de decir que tras casi cuatro horas aguantando este "1984", salí tan torturado de Les Arts como Winston Smith de la habitación 101. Y al mismo tiempo muy triste y con rabia, porque lamento enormemente que la última sensación que me deje el maestro Maazel, con el que he vivido algunas de las veladas operísticas más satisfactorias de mi vida, sea tan horrenda.
Lo tomaremos como el obligado peaje que nos ha hecho pagar, además de su desorbitado caché, por haberle tenido aquí estos años mostrando su genialidad al frente de la maravillosa Orquesta que creó y, de momento, nos deja.
En cualquier caso, maestro, gracias por todo… (pero no componga más óperas, porlamordediós).
Os dejo con este video perteneciente a las funciones londinenses de esta ópera en 2005. En concreto se trata del momento más Broadway de “1984”, el dúo de amor del acto II entre Winston (Simon Keenlyside) y Julia (Nancy Gustafson) que se ve bruscamente interrumpido por la aparición de O’Brien (Richard Margison):
video de elnim