Tras haber inaugurado Les Arts su temporada operística con
una obra que no es una ópera, como fue ese peculiar Réquiem de Mozart convertido
escénicamente por el ingenio de Romeo Castellucci en no se sabe muy bien
qué; ayer se ofreció otro título del
abono que, cáspita, resulta que tampoco es una ópera. En este caso se trata de
la cuota anual zarzuelera, servida para la ocasión, eso sí, con una obra cumbre
del repertorio como es Doña Francisquita,
de Amadeo Vives, que en su vertiente musical tiene mucha más enjundia
que la que tradicionalmente los prejuicios y la ignorancia pretenden atribuirle
al género. Aunque, lo cierto es que, como luego veremos, también se ha ofrecido
adaptada de forma no poco peculiar en su apartado escénico.
Este estreno tiene lugar poco menos de una semana
después de que el Palau de les Arts haya anunciado oficialmente que, a partir
del próximo día 11 de noviembre, recuperará el 100% del aforo en todos sus espectáculos.
Bueno, realmente a partir del día 11 parece que no va a ser, porque hoy mismo
aparece como aplazado, sin más explicación (Les Arts style), el recital
previsto para ese día que iban a ofrecer Erwin
Schrott y Leo Nucci. La noticia
de recuperación del aforo es una alegría a priori, aunque quizás sea algo
pronto como para cantar victoria y pensar que se vuelve a la normalidad, pues
las cifras de la pandemia están comenzando a subir de nuevo y no es descartable
que tengamos que chiquitear y volver algunos pasos hacia atrás dentro de poco.
Espero que no, no quisiera ser gafe, y obviamente no es mi deseo, pero mucho
dependerá del comportamiento y la concienciación de cada uno de nosotros,
sabiendo que no debemos bajar la guardia todavía ni medio milímetro.
En cualquier caso, en el estreno de ayer todavía estaba
el aforo reducido por imperativo de las medidas adoptadas por el teatro, más el
voluntario que se produjo por una asistencia de público lejos de lo que podría
ser un estreno operístico de cierto relieve, la próxima Butterfly por ejemplo. La zarzuela tiene su público, pero está
claro que, al menos en València, no tiene el tirón de las óperas de repertorio,
ni necesariamente sus aficionados coinciden con el abonado operístico. He
venido diciendo en anteriores ocasiones, y lo mantengo, que me parece muy bien
la existencia de la cuota anual de zarzuela en Les Arts; aunque, igual que
pienso respecto a los conciertos, lied o ballet, opino que sería mejor que los
abonos operísticos fueran eso, únicamente operísticos, y se creasen diferentes
abonos para el resto de géneros, incrementando incluso el número de este tipo
de espectáculos. Pero bueno, da igual. Está ya más que visto que por mucho que
lo diga nada va a cambiar, así viene siendo año tras año y da igual quien esté
al frente de Les Arts, que el relleno no deseado del abono se sigue
produciendo.
Hay que reconocer que la programación diseñada este año
por Jesús Iglesias Noriega y su
equipo ha empezado pisando fuerte en el apartado escénico, sin miedo a que se
pueda considerar una provocación para el espectador más tradicional (y el no
tan tradicional). Se abrió el ejercicio el 30 de septiembre con el ya
mencionado Réquiem jotero de
Castellucci; se siguió el pasado día 30 de octubre con un schubertiano Winterreise encomendado a una voz
femenina, Joyce DiDonato (que
resultó espléndido, por cierto); y ahora se ofrece esta Doña Francisquita en
la adaptación escénica concebida por Lluís
Pasqual, que en su estreno en el Teatro de la Zarzuela, fue objeto de
encendidas críticas y sonoras protestas. Y este año no ha acabado aún. Todavía
quedan unos Cuentos de Hoffmann
en la versión del alemán Johannes Erath que casi seguro generará también cierta polémica; un Ariodante tampoco nada tradicional, con dirección de escena de Richard
Jones; o el Wozzeck de Andreas
Kriegenburg, en una producción de la Bayerische Staatsoper que, como suele
ser habitual en la casa de ópera bávara, no tiene en el comedimiento y el
clasicismo sus principales virtudes. Aunque bien es verdad que quizás el Wozzeck no tenga ya de entrada tanta
presencia de ese público más tradicional que igual teme más la música de Berg
que la posible transgresión escénica con que lo adornen.
La polémica suscitada por
esta propuesta de Lluís Pasqual, no surge tanto
por el hecho de que se haya trasladado la acción de cada acto a una época
histórica distinta, como porque se ha decidido suprimir todos los diálogos
hablados, que constituyen una de las características principales de este género
y son los encargados, con mayor o menor fortuna, de hacer avanzar dramáticamente
la trama. En su lugar, se ha optado por incluir en escena a un actor, Gonzalo de Castro, que se encargará,
mediante unos textos obviamente inventados para la ocasión (¡¡¡y con
amplificación!!!), de justificar por qué no se incluyen los diálogos hablados e
intentar explicar al espectador cómo va evolucionando el argumento original de
la obra. Pero la cosa no acaba ahí. También los cantantes que interpretan a los
personajes de la zarzuela tendrán líneas de diálogo nuevas y hasta al director
de orquesta le hacen dialogar con el actor en un momento del tercer acto,
creándose con todo ello una nueva trama que va mucho más allá de intentar
centrar al espectador en el argumento de la zarzuela, y cobra vida propia,
dando origen a una presunta comedia paralela de tercera fila que deja los
guiones de Mariano Ozores cercanos
al Nobel de literatura.
Absolutamente incomprensible todo e injustificado,
desde mi humilde punto de vista. Porque ya no es que se hayan suprimido las
partes habladas para dejar sólo los fragmentos musicales, como yo creía que
ocurriría, sino que los diálogos creados por Federico Romero y Guillermo
Fernández Shaw para el libreto, libremente inspirado a su vez en La
discreta enamorada de Lope de Vega, son eliminados para
ser sustituidos por otros que no vienen a cuento, supongo que escritos por Lluís Pasqual ya que nada se dice en el
programa de mano sobre su autoría, intuyo que para evitar ser acusado
judicialmente por crímenes de lesa humanidad. Ya no se trata sólo con esas
líneas de diálogo nuevas de zurcir e intentar imbuir de algo de sentido a una
versión deconstruida y remendada de una pieza clave de la zarzuela, sino que se
acaba creando una cosa nueva, un Frankenstein
con la música de la zarzuela como excusa, pero que, igual que dije respecto al Réquiem de Castellucci, no creo
que deba venderse con su título original.
Os aseguro que acudí al teatro con la mejor de las
voluntades y, aunque sabía que se habían suprimido los diálogos hablados, no me
importaba mucho si el resto tenía un cierto sentido y se resaltaba lo musical.
Pero nada de eso ha ocurrido y sólo puedo expresar mi crítica, como también he
hecho en otras ocasiones en las que también se decidió unilateralmente desde la
dirección de escena la mutilación gratuita de una obra, o su relleno con partes
no escritas originalmente, para adaptarse a la particular creación escénica del
director de turno, en lugar de ser esta la que se plegase al material existente
tal y como fue concebido. ¿Quién no recuerda con espanto aquellas frases añadidas
a la perriflauta mágica de Graham Vick? Y esto no es una cuestión
de mayor o menor conservadurismo ante posibles innovaciones escénicas, las
cuales incluso agradezco, sino que a partir de un cierto punto de distorsión
ya no creo que estemos ante una visión diferente de una obra, sino ante una
grave falta de respeto hacia el creador, ya se llame este Mozart o Amadeo Vives.
Además, ¿qué se pretende con esa eliminación de los
diálogos hablados? Si se trata de abreviar la duración, se ha fracasado estrepitosamente, porque con los diálogos nuevos, cambios de escenario y actuaciones estelares de
las que luego hablaré, la función se alarga igual o más que hubiera hecho una
producción fiel al original. Parece que el señor Pasqual ha declarado que se trata de revitalizar el género y
eliminar textos que han envejecido mal; pues mire usted, más vale texto
envejecido por el paso del tiempo pero con una cierta calidad literaria, que
estos nuevos diálogos casposos que ya han nacido viejos y no aportan nada ni
literaria ni dramáticamente. Y para colmo, se decide incluir amplificación en
un teatro de ópera, en este caso para el actor Gonzalo de Castro, algo
injustificable lo pilles por donde lo pilles. Un actor teatral en escena ha de
saber declamar, es la base de su profesión, y si no es así búscate a otro.
El primer acto se ambienta durante la Segunda República
española, en un estudio de grabación donde una compañía lírica va a grabar la
zarzuela Doña Francisquita. Gonzalo de Castro le cuenta entonces por teléfono a un
ministro de la República que se van a suprimir las partes habladas para
poder vender mejor el disco en el extranjero. Y ahí se desarrolla todo este infausto
primer acto de la obra, como si fuera una versión en concierto, con un
estatismo total del elenco y, por supuesto sin los diálogos originales y con más
morcillas que en Embutidos Casa Toribio de Xirivella. El segundo acto se
trasladará a un plató televisivo de los años 60 donde el actor encarnará esta
vez al realizador de una emisión en directo de la zarzuela para toda España,
recibiendo la llamada de un ministro franquista que le pide que suprima los
diálogos para que el programa acabe pronto y pueda irse a dormir. Y en el
último acto la acción se ubicará en la actualidad, en un teatro donde Gonzalo de Castro será ahora director
de escena en el ensayo general de una versión innovadora de Doña
Francisquita que parece que no se va a poder representar por
problemas con los herederos.
Independientemente de la posible polémica sobre la defensa
de los valores o características primigenias del género por la supresión de las
partes habladas, pienso que además la propuesta cojea en otro aspecto esencial,
como es que al suprimirse esos diálogos y perderse cualquier nexo de unión
entre la acción dramática de cada uno de los tres actos, la trama original
queda completamente desdibujada, resultando la mayoría de las veces incomprensible
para el espectador que no se conozca esta zarzuela de memoria. Y las frases que
se han incluido para intentar ir explicando esa trama y centrar al espectador,
creo que tampoco logran este propósito, quedando el público aún más despistado
cuando los nuevos diálogos van creando tramas paralelas que no convergen ni tampoco
tienen una unidad a lo largo de los tres actos, los cuales quedan convertidos
en unidades dramáticamente independientes con situaciones cómicas sin gracia y
números musicales sueltos, dejando un regusto a una especie de Noche de fiesta de José Luis Moreno, pero sin Pepa,
Avelino ni desfiles en calzoncillos
(bueno, esto último porque no estaba Castellucci
para despelotar al coro).
El primer acto concebido por Pasqual es un mojón de proporciones intergalácticas. Como ya he
dicho, resulta sumamente estático y poco se diferencia de lo que hubiera sido
una versión en concierto, la cual casi se hubiera agradecido. Se producen así
además algunas situaciones carentes de sentido y huérfanas de cualquier consistencia
dramática, como el pasacalle de los estudiantes o la canción de la juventud. Pero
el colmo es que ni siquiera el director de escena es capaz de mantener la
coherencia de su propia creación majadera. Y es que, tras un inicio de acto
donde se pretende representar que se está grabando un disco y todos guardan
silencio y apenas se mueven, después, en la escena de la confitería, hay una
semiescenificación y hasta una tarta de atrezo, y en el número final del
carnaval aparecerán los miembros del coro caracterizados de chulapas/os
mientras unas colgaduras de luces de colores descienden por el fondo… Todo con
menos sentido que una película de David
Lynch doblada al silbo gomero.
En el segundo acto, al tratarse de una grabación de
televisión en directo, la cosa mejora notablemente en el apartado de movimiento
escénico y sentido teatral, aunque la eliminación de las partes habladas originales
y los nuevos diálogos sigan causando cierto sonrojo y desconcierto. Y también
en el aspecto visual se logran momentos muy interesantes, como ese
congelado durante el baile final del segundo acto, desplazándose las parejas mientras
permanecen estáticas. En el último acto, esta mejora escénica y visual seguirá
progresando, constituyendo posiblemente el más atractivo del potaje pasqualero.
El escenario se muestra prácticamente vacío, a excepción de una pantalla de
fondo donde se proyectarán unas atractivas imágenes en blanco y negro de
la primera película
de la productora Ibérica Films, creada por dos judíos alemanes exiliados en
Barcelona, David Oliver y Kurt Flatau. Esta primera película era
precisamente Doña Francisquita, estrenada en 1934, y su director fue el
también judío alemán Hans Behrendt. En
este tercer acto hubo a mi juicio dos instantes muy destacados visualmente: el coro
de románticos y la repetición del Fandango
mientras una cámara cenital mostraba en la pantalla de fondo la coreografía
grabada desde lo alto.
Y es que el punto fuerte de esta propuesta es el
apartado visual, con un muy llamativo vestuario de Alejandro Andújar, una correcta iluminación de Pascal Mérat que procuraba suplir en la descripción ambiental de
las sucesivas escenas la casi completa carencia de escenografía y texto
hablado, y, especialmente, las coreografías de Nuria Castejón, y eso que ya sabéis que a mí lo de la danza me motiva
tanto como chupar un polo de cianuro, pero en este caso aportó una vivacidad,
colorido y frescura que se agradeció.
La sorpresa de la noche llegaría en ese tercer acto, cuando
se anuncia la actuación de una estrella invitada durante el ensayo del Fandango y tendremos en escena nada
menos que a la legendaria Lucero Tena
que, a sus 83 primaveras, volvió a lucir su maestría con las castañuelas y su
sentido del ritmo, en lo que quizás constituya la más relevante aportación de
esta producción. Aunque también he de decir que esta aparición estelar le dota
al conjunto de aún más sabor a Noche de fiesta.
Creo que las intenciones de Lluís Pasqual pueden ser buenas, pero el producto final, aunque tenga
instantes interesantes en lo visual o escénico, resulta claramente fallido, al
haberse desvirtuado completamente el producto original que se vende, una Doña
Francisquita que no es tal, y al no conseguir enhebrarse un discurso
alternativo coherente; además de haberse perjudicado a lo musical con una
concepción de escenario profundo y abierto que dificultaba la proyección de las
voces.
De la dirección musical se ha encargado Jordi Bernàcer que vuelve un año más al
foso de Les Arts. La pasada temporada firmó un notable programa doble con Cavalleria Rusticana y Pagliacci, y en lides zarzueleras
también ha sabido mostrarse eficaz, como en aquella recordada Luisa Fernanda donde cantaba aquel señor
cuyo nombre en Les Arts parece no querer pronunciarse, como si del mismísimo Voldemort se tratara, y que sigue
siendo, pese a quien pese, uno de los principales nombres que ha dado la historia
universal de la ópera, cuyo recuerdo parecen querer borrar los actuales
gestores del teatro a golpe de cincel ideológico en un acto de talibanismo
cultural selectivo sin precedentes.
El director alcoyano volvió a firmar una labor de
dirección sólida y solvente al frente de la Orquestra de la Comunitat Valenciana, enriquecida en esta ocasión
con miembros de la Rondalla Orquesta de
Plectro El Micalet. Hizo gala Bernàcer
de una batuta viva, en estilo y con intención expresiva, prestando una atención
primordial a la escena y voces, con especial cuidado a los números concertantes
e intervenciones del coro, y esforzándose por encontrar un adecuado equilibrio
entre orquesta y cantantes que no logró siempre, quizás por la influencia también
de algunas causas externas, como ese foso ampliado en anchura para mantener las
distancias de seguridad pandémicas entre músicos, la errada concepción de un escenario
excesivamente abierto sin escenografía o pantallas acústicas que recogieran las
voces hacia la platea, el enmascaramiento del coro o la escasa presencia de
algunas voces. Todo ello provocó puntuales desajustes en ese deseado equilibrio
acústico entre foso y escenario, aunque eso no empañó un más que meritorio
resultado final. Momentos en los que se lució la orquesta especialmente
resultaron los dos dúos del segundo acto (espectacular cuerda y vientos), el acompañamiento
a la romanza del tenor y al coro de románticos, los metales en el Fandango y, sobre todo, un magnífico inicio del tercer acto rebosante de matices, colores e inteligencia en el uso
de las dinámicas.
Tras el enorme derroche de calidad exhibido por el Cor de la Generalitat en el pasado Réquiem, anoche volvió a mostrar una vez
más su mejor cara, pese a asumir menos exigencias escénicas que en la
disparatada yincana de Castellucci.
Estuvieron excelentes toda la noche, y a ello no obstó el que sigan cantando
con mascarilla o su desacertada ubicación en el escenario en muchos momentos.
Eso no quita para que esas circunstancias restasen brillantez a ciertos
instantes, pero quedó más que compensado con algunas intervenciones para el
recuerdo, como el pasacalle de los estudiantes, el Canto alegre de la juventud, o un excelso coro de románticos que
hizo justicia a ese precioso fragmento surgido del genio de Amadeo Vives. Varios de los miembros
del Cor de la Generalitat asumieron
además papeles menores, en lo que creo que es un acierto del teatro, en lugar
de recurrir a cantantes externos. Pese a algún pequeño accidente vocal al
inicio de la función, el rendimiento de todos ellos fue intachable, con algún
momento muy destacado como el divertido trío de dependientes, la intervención
de los tres cofrades, con un José
Enrique Requena espléndido, y el Sereno
de Ignacio Giner que fue todo un
lujazo.
El rol protagonista de Francisquita ha recaído en Ruth
Iniesta, quien se está convirtiendo en una habitual del teatro en esta
etapa Iglesias. El papel de Francisquita tiene más miga de lo que
parece y más allá de su momento principal de exhibición con las notas picadas
de la canción del ruiseñor, tiene algunas otras intervenciones dramáticas que
requieren una voz con más peso. La soprano zaragozana, pese a algunos graves
forzados y algún agudo de sonido un tanto ingrato, solventó el reto con éxito, gracias
sobre todo a un canto expresivo que sabía poner los acentos dramáticos donde
tocaba, a la vez que lucía una impecable musicalidad y desparpajo escénico e
interpretativo, dentro de las cortapisas impuestas por la regia.
Lo mejor de la noche en mi opinión, con diferencia,
vino servido por Ismael Jordi que fue
un fantástico Fernando. El tenor
jerezano no tiene un instrumento que enamore en un primer y esporádico
contacto, pues aunque presenta un atractivo timbre lírico-ligero, la voz se
muestra algo delgada y justa de volumen y squillo;
pero todo queda en un segundo plano ante el inigualable sentido dramático que
desarrolla en el uso y regulación de esa voz, exhibiendo un canto canónico, pleno
de naturalidad, elegancia y buen gusto que eleva a las más altas cotas la emoción
en cada una de sus intervenciones, gracias a una inagotable gama de matices y
recursos expresivos, sin recurrir nunca a un excesivo amaneramiento o al fácil
efectismo, sabiendo dotar siempre a cada frase de la precisa intensidad
emocional con una impecable utilización de las medias voces y con un fraseo
ligado y depuradísimo. Espléndido estuvo en su intervención del primer acto en
el Gozad de la primavera o en el dúo
con Francisquita del segundo acto, o
en el quinteto… pero sería con su memorable interpretación de la archifamosa
romanza Por el humo se sabe, con la
que definitivamente puso al teatro patas arriba. Yo reconozco mi debilidad por
este cantante que ya me conquistó la primera vez que le escuché, precisamente
en este teatro hace ya nada menos que trece años, en Iphigénie en Tauride de Gluck,
en la que, por cierto, sería la primera crónica en este blog de una función de
Les Arts y donde también cantaba Lord
Voldemort.
El papel de Aurora
corrió a cargo de Ana Ibarra. La
cantante valenciana ha dejado atrás un inicio de carrera como soprano para
asentarse definitivamente como mezzo y eso se nota en sus incursiones por las
zonas más graves donde la voz se nota más incómoda con algunos sonidos abiertos
y cambios de color. No obstante se compensa con una zona central carnosa, con
cuerpo y de interesante riqueza tímbrica. Estuvo solvente en el Bolero, aunque, como en el resto de la
velada, no destacó especialmente en su faceta expresiva, donde tanto vocal como
dramáticamente parecía quedarse siempre un poco a medio gas.
Cumplidor el Cardona
del tenor barcelonés Albert Casals
que presentó una voz de timbre interesante, especialmente en terrenos más altos,
pero a la que le falta dotar de una mayor depuración estilística y empaque
expresivo. Además, las zonas central y grave resultaron áfonas, quedando irrelevante
en números concertantes. Empezó bastante flojo y luego sí despuntó un poco tanto
en su intervención al inicio del Canto
alegre de la juventud, como en el Bolero.
También cumplidores estuvieron tanto el Don Matías del veterano Miguel Sola, mostrando unas tablas y un
dominio de la escena envidiables, como el Lorenzo
de Isaac Galán, muy relevante en su
faceta expresiva.
Si bien se anunció a María José Suárez para el rol de doña Francisca, parece que algún problema físico de la asturiana ha
llevado a que sea sustituida a última hora, de momento para las dos primeras
funciones, por Amparo Navarro, una
cantante que tuvo una presencia regular en las primeras temporadas de este
teatro, brillando siempre a un muy buen nivel, pero que llevaba ya bastante
tiempo sin pisar el escenario del jardín del Turia. Ayer la valenciana volvió a
dejar constancia de su buen hacer interpretativo, pese a que en el aspecto
vocal, especialmente en los números de conjunto resultaba poco audible. De
hecho, el quinteto del segundo acto acabó pareciendo un dúo donde las únicas
voces claramente distinguibles eran las de Ismael
Jordi y Ruth Iniesta.
El actor Gonzalo
de Castro cumplió con su cometido con desenvoltura y vis cómica, pero, como
comentaba antes, no se entiende que hiciera uso de una molesta amplificación.
El público asistente ayer a la velada zarzuelera no ha
sido precisamente de los más cálidos durante la función, posiblemente abrumado
ante la pantomima pasqualera. De hecho, tras el descanso que tuvo lugar nada
más finalizar el lamentable primer acto, hubo no pocas deserciones. Una pena
porque se perdieron lo mejor. Tardaron bastante en brotar los aplausos, siendo
los instantes más ovacionados la romanza Por
el humo se sabe y el coro de románticos. Mención aparte merece la inmensa y
merecida ovación brindada a Lucero Tena,
tanto al salir a escena, como al finalizar su intervención con el público
puesto en pie. Al acabar la función, Ismael
Jordi, coro y orquesta recibieron los mayores aplausos. Curiosamente el
único abucheo escuchado se lo llevó Gonzalo
de Castro, algo que sinceramente no comprendo, supongo que sería por el
tema de la amplificación, pero aún menos entendí que después de ese abucheo, la
salida de los responsables escénicos fuera recibida sin protesta alguna.
Finalizo ya, que hoy se me ha vuelto a ir la pinza en la extensión de mi crónica. Es lo que tiene escribir poco, que cuando lo pillo lo agarro con ganas… Pero como dije que diría algo al respecto, quiero dejar constancia que lo que en mi anterior crónica apuntaba como rumor, definitivamente se ha confirmado. La Fundación Palau de les Arts, cuyo Patronato preside Pablo Font de Mora, ha solicitado que el Pleno del Consell apruebe una excepción salarial para que el recién nombrado director general de Les Arts, Jorge Culla Bayarri, amigo íntimo de aquél y con quien también comparte cargo en el consejo rector de la Asociación Amics de l’Òpera i de les Arts, pueda cobrar 90.000 euros anuales, esto es, 30.000 euros más que todos sus antecesores en el cargo. Mientras tanto, para reforzar orquesta, contratar directores musicales relevantes o mejorar condiciones de los trabajadores, las limitaciones económicas siguen siendo escollos insalvables. En fin, cada uno pone sus preferencias donde considera oportuno.