El pasado sábado tuvo lugar la última noche de estreno de esta fugaz temporada en la sala principal del Palau de les Arts valenciano, con la ópera de Donizetti “L’Elisir d’Amore”. Aún quedará una ópera más, “Mefistofele” de Arrigo Boito, pero será interpretada en versión concierto y en el nefasto Auditorio.
Este “Elisir” es una coproducción entre el Palau de les Arts y el Teatro Real, y, a la vista de la línea de programación que ha impuesto el amigo Mortier, me temo que en Madrid va a tardar bastante tiempo en poderse ver.
La dirección de escena corre a cargo del italiano Damiano Michieletto y empezaré dejando claro que me gustó mucho. Se ha trasladado la acción de la granja italiana del libreto a un chiringuito en una playa mediterránea, donde Adina es quien lo regenta, los segadores son familias de bañistas, los soldados son marineros de permiso y el falso doctor Dulcamara se troca en un chulo de playas, vendedor de bebidas energéticas, que se dedica a trapichear con drogas. De hecho, el elixir es sustituido aquí por una bolsita con polvos blancos, que tienen que mezclar con agua para que luego tenga sentido el libreto cuando se habla de que “la botella se agita, se destapa…”, aunque las referencias posteriores al vino de Burdeos no haya por dónde pillarlas. Leído así se le ponen los pelos de punta a cualquiera, pero el resultado final fue muy satisfactorio.
Es verdad que se le pueden hacer bastantes reparos, y los más puristas criticarán ciertas licencias, posiblemente con razón, pero lo cierto es que el público se lo pasó en grande, incluido yo, que ya sabéis que me suelo aburrir soberanamente con esta ópera, y daba la impresión de que los que estaban sobre el escenario también estaban disfrutando con su trabajo. Y eso al final es lo importante.
Michieletto ha planteado una propuesta enormemente fresca, colorida, ágil y entretenida. Quizás demasiado entretenida. Porque el principal punto que se le puede criticar, precisamente, es que se ofrece demasiada información visual, excesivos planos de acción, lo que tiende a distraer al espectador de lo que realmente importa. Mientras Nemorino intenta conquistar a Adina, unos hacen aerobic, otros juegan al fútbol o se zampan un arroz al horno en biquini, y es casi imposible no acabar apartando la atención de lo puramente musical.
Otro aspecto criticable a mi juicio fue la decisión de que Nemorino cantase el aria “Una Furtiva Lagrima” subido en el tejado del chiringuito. Me pareció estéticamente atrayente que mientras cantaba abrazase el nombre de Adina en el neón iluminado y que al finalizar el aria se fuesen apagando progresivamente las letras, pero creo que no era la mejor ubicación para proyectar la voz, y, sobre todo, me indignó el hecho de que se hiciese aparecer a Adina en escena deambulando antes de que Nemorino acabase su melancólica aria.
Nemorino no aparece aquí retratado con unos rasgos tan acusados de tonto del pueblo como en otras producciones, sino que su diferencia respecto al resto de personajes se ha acentuado más desde una perspectiva social, como tipo sin recursos que trabaja de chico para todo.
Al positivo resultado final contribuyó también de forma decisiva la excelente iluminación de Alessandro Carletti, creando la ambientación requerida en cada momento y mostrando el discurrir del día con los inteligentes cambios de luces.
Como en todo chiringuito que se precie, una marca de cervezas, otra de refrescos de cola y una más de helados, tienen permanente publicidad a la vista, con lo que imagino que Helga igual ha sacado una ayudilla para sus polvorientas arcas, y no es descartable que se imponga como sistema de obtener ingresos en futuros montajes, así que cualquier día nos vemos a un Scarpia con una camiseta de publicidad de tomate frito. Como me comentó un amigo durante la cena “por un momento pensé que cuando salió Vargas a cantar la Furtiva Lagrima iban a decir: Poca Cola Light patrocina este aria”.
Ya lo he comentado en alguna ocasión, pero reitero que no me parecen bien las licencias en la traducción de la subtitulación. Creo que se deberían limitar a traducir simplemente lo que se dice y, si chirría más o menos, que asuma el director de escena las discordancias que pueda haber, pero, aunque sea una bobada, cambiar los escudos y ducados del libreto por euros, me pareció una majadería.
En el apartado musical, Wellber dirigió con sus habituales aspavientos e hiperactividad a una Orquestra de la Comunitat Valenciana que, una vez más, sonó increíblemente bien, a pesar de los desajustes y desequilibrios puntuales que ya son habituales en los estrenos, y de que hubo cierta precipitación en los tempi. Destacaron en sus intervenciones solistas el fagot de Salvador Sanchís, Magdalena Martínez a la flauta y José Ramón Martín en el fortepiano. También hay que alabar a los contrabajos que continuaron tocando aguantando estoicamente la imprevista lluvia de espuma que les llegó desde el escenario en un momento dado.
Una mención muy especial merece hoy el fantástico Cor de la Generalitat. Y en esta ocasión aún más si cabe, pues a su buen hacer en el terreno musical hay que añadir un trabajo escénico impresionante, enormemente exigente, combinando el canto con las múltiples actividades playeras impuestas por la regia. Y no sólo lo hicieron bien, sino que además evidenciaban que se lo estaban pasando pipa.
Con el quinteto vocal solista creo que se ha logrado el nivel más alto y homogéneo de la temporada, y aunque parecieron comenzar un poco fríos, acabaron todos ellos por cuajar una fantástica actuación, empezando por un Ramón Vargas inconmensurable.
El tenor mejicano fue de menos a más, comenzando algo inseguro, pero finalizando pletórico. Hizo gala de su depuradísima técnica, exhibiendo una bellísima línea de canto, una elegancia mayúscula y gran expresividad. Es un placer escuchar hoy a tenores que son capaces de cantar tan bonito sin gritos ni aspavientos, delineando puro bel canto a base de legato y musicalidad. El momento siempre esperado de la famosísima “Una Furtiva Lagrima” ha quedado ya archivado en mi memoria como uno de los instantes mágicos vividos en este teatro. Vargas elevó en este fragmento aún más el listón y maravilló con un portentoso fiato e increíble elegancia melódica, esculpiendo un aria majestuosa, donde su voz se proyectaba con una delicadeza extrema, como si se deslizase lentamente por la sala en una invisible alfombra de seda, culminando en un final excelso, donde la emoción se desbordó por completo. Lástima que el típico mentecato de turno rompiese el hechizo iniciando un desafinado bravo cuando la música aún no había dejado de sonar.
Aleksandra Kurzak compuso una solvente Adina, muy implicada en lo actoral y luciendo una voz bonita y fresca, aunque resultase algo pequeña. Se apreció alguna cortedad en los agudos, y ciertos problemas de afinación, especialmente en el primer acto, pero su actuación general fue muy notable, resolviendo las complicadas coloraturas del segundo acto con limpieza y precisión.
Ya sé que ahora parece que hablar bien de Erwin Schrott casi esté mal visto, pero es imposible no elogiar el carismático Dulcamara que crea el uruguayo. Borda el personaje, aquí reconvertido en un chulo de playas que trapichea con droga. Lució su vozarrón de enorme volumen, con algunas resonancias profundísimas, y una buenísima dicción. Ya en su aria de entrada, “Udite, udite”, obtuvo los primeros bravos de la noche y, a partir de ahí, se creció aún más, sobre todo en la parte actoral, donde es un maestro. Se come absolutamente la escena y se desenvuelve con una tremenda soltura. El problema es que hace demasiado el ganso, poniendo tanto énfasis en su faceta de actor que se ve perjudicado en muchos momentos el fraseo, siendo habitual la pérdida de impostación.
Fabio Capitanucci fue también un estupendo Belcore. Nunca le había escuchado en directo y hubo quien no me dio precisamente buenas referencias de él, pero he de decir que me gustó bastante. Presentó una voz potente, homogénea y robusta, que proyectaba con suficiencia, con unos graves contundentes y su actuación dramática fue más que aceptable.
También es de destacar la Gianetta de Ilona Mataradze. La joven soprano georgiana sacó petróleo de este breve papel, luciendo una voz francamente bonita y muy bien colocada, estando acertadísima en sus intervenciones junto al Coro, y llevando a cabo un trabajo escénico infatigable durante toda la obra como camarera choni: sirviendo copas, fregando vajilla, limpiando las mesas, pasando el mocho y marcándose un animado baile al final del primer acto encima de una mesa.
Como decía al principio, el público se lo pasó en grande y lo demostró con fuertes aplausos para todos los participantes tanto musicales como escénicos, siendo Erwin Schrott quien cosechó los mayores bravos en una de las más sonoras ovaciones que he escuchado yo en este teatro.
Creo que fue la primera vez que en Les Arts anuncian por megafonía antes de comenzar la función y después de los descansos que no se olvide el público de apagar los teléfonos móviles. Y el aviso tuvo sus frutos. Yo no escuché ni un maldito soniquete en toda la noche, cosa rara en este teatro.
Muchas toses, eso sí, como siempre. Aunque lo peor vino al final, cuando comenzaron los aplausos muchísimo tiempo antes de que acabase la música, privándonos a los demás de escuchar los últimos compases, para, inmediatamente después, salir a la carrera cual manada de búfalos con cistitis en estampida.
No quiero acabar sin comentaros el Expediente X de la noche. Nada más finalizar los largos aplausos tras la Furtiva Lagrima, se escuchó claramente en la zona de la orquesta un sonido de acople de amplificación. Me dijeron que parecía ser que se trataba del fortepiano que contaba con algún tipo de ayuda sonora. Yo no sé más.