Anoche dio
comienzo oficialmente la temporada de ópera 2019/2020 en el Palau de les Arts
con el estreno de Las bodas de Figaro,
de W.A. Mozart. Y aquí estoy yo
también para ofreceros, una vez más, mi opinión sobre lo visto y oído ayer. En
mi anterior entrada del blog, dedicada a los fallidos premios Helga de Oro de este año, acabé diciendo
que me pensaría si continuar o no escribiendo porque el cuerpo me pedía tirar
la toalla. Me lo sigue pidiendo, la verdad, pero si estoy aquí hoy es porque
ayer asistí a una función muy motivadora, y, sobre todo, por las muestras de
apoyo y cariño que he recibido estos días de muchos de vosotros que me han
motivado más aún, así que sólo por eso creo que, aunque al final acabe haciendo
lo que me salga de la bolsa escrotal, vale la pena de momento el esfuerzo de
intentar seguir adelante. Gracias.
Procuraré
hacerlo, eso sí, con la menor presión posible, así que si en algún momento
fallo a la cita con mi habitual crónica del estreno espero que no me lo tengáis
demasiado en cuenta. Sé que algunos/as que se estarían frotando las manos con
mi cierre del blog igual piensan que todo ha sido mero postureo y un numerito para
hacerme el interesante, pero me chupa un pie lo que opinen y quien me conoce sabe
que no va conmigo ese rollo.
En esta
primera temporada de Jesús Iglesias
como director artístico nos hemos encontrado ya con la novedad de que no hay
una división entre una pretemporada con precios populares y la temporada
oficial a partir de diciembre. Sin embargo, en la práctica ahora la situación
es similar, se ofrecen unas representaciones de ópera y zarzuela fuera de abono
a precios populares, y la temporada oficial operística de abono comenzará en
diciembre con Nabucco. Sea o no una
mera cuestión semántica, a mí me parece muy bien que se haya decidido mantener
unas funciones fuera de abono a precios muy económicos, se llamen pretemporada,
temporada o Luis Manuel. Incluso podría plantearse el que hubiera una o dos
funciones de cada título de temporada con precios populares y segundos
repartos.
Para esta
apertura del ejercicio operístico se ha elegido una coproducción del Teatro
Real y ABAO que cuenta con la dirección escénica de Emilio Sagi. El último Mozart
que se vio en Les Arts fue La flauta
mágica que abrió la temporada pasada con importante escándalo ante una
dirección escénica provocadora y claramente fallida de Graham Vick. Ya dije entonces que lo que a mí me molestó de aquella
producción no fue la transgresión o innovación que pretendía darse a la
historia, que aunque fuese simplona y ridícula podía tener un pase, sino cómo
la propuesta perjudicaba lo esencial que es la música y el canto. Bueno, pues
aquellos que salieron molestos de la Flauta
por su modernez pueden respirar
tranquilos, porque estas Bodas de Sagi son más clásicas que el cardado de
Mairén. El director asturiano ha
apostado por una puesta en escena enormemente realista, detallista y fiel al
libreto en todos los aspectos, incluido el de su localización en los palacios y
jardines de las cercanías de Sevilla, con una impresionante escenografía de Daniel Bianco que impacta y atrapa
visualmente al espectador desde que se abre el telón. Escenografía grandiosa,
pero en absoluto sobrecargada, dejando siempre espacios para el movimiento
escénico.
La luz
sevillana será protagonista, con un impecable trabajo ideado por Eduardo Bravo, y, junto a una
inteligente dirección de actores, imprimirá un nítido carácter andaluz y
castizo a la ambientación, castañuelas incluidas, destacando también el
vestuario de influencia goyesca de Renata Schussheim. La dirección de Sagi incidirá sobre unos personajes que
ya están magistralmente perfilados por la pluma de Da Ponte y la música de Mozart,
acentuando su distinta extracción social, pero sutilmente, no perdiéndose en el
discurso clasista, sino dejando siempre que sea el enredo de tintes amorosos y
sensuales el que domine la trama.
Como ya ha
ocurrido en otras producciones, una tela semitransparente se interpuso en ocasiones puntuales
entre la acción en el escenario y los espectadores. Más allá de su
intencionalidad simbólica o estética, es innegable que molesta al público, pero
hay que reconocer que en esta ocasión se consiguieron algunos efectos visuales
muy interesantes y se potenció la ambientación del momento. También podría
discutirse sobre si la molestia supera al efecto realista o no en cuanto a los
sonidos de grillos y del agua de la fuente que se incorporan a la escena en el
acto cuarto. A mí, personalmente, esto no me molestó, aunque escuche algún
comentario al respecto, y es verdad que pensé que ese chorrito de agua
escuchándose de fondo después de tres horas de función, igual despertó el
nerviosismo de las próstatas más sensibles.
En esa
búsqueda de extremo realismo de la propuesta, en el cuarto acto, cuando esa
tela de la que hablaba antes se eleva y deja ver con nitidez el jardín en el
que se desarrolla la acción, un intenso olor a azahar invadió la sala. He de
confesar que si no hubiera leído que este efecto ya se había utilizado en el
paso de esta producción por otros teatros, no se me hubiera ocurrido pensar que
era parte del montaje, sino que hoy estaría escribiendo que a alguna
espectadora le había dado por perfumarse en mitad de la representación con un
litro de colonia. Lo que me sigue intrigando es cómo lo hicieron. No creo que
fuese Sagi en el patio de butacas
echando frus frus a hurtadillas.
El punto más
cuestionable de la producción, a mi juicio, es lo retrasada que queda toda la
escenografía y el ámbito de la acción respecto a la boca del escenario,
quedando una franja de tierra de nadie entre el foso y la escena que tan sólo
en tres o cuatro momentos es ocupada por los personajes. Eso posiblemente contribuyó
a que a algunas voces no especialmente grandes y tan retrasadas de la platea y
la orquesta, costase escucharlas, aunque también es verdad que trasladar a esa
zona el comienzo del cuarto acto, dotó de enorme agilidad a la transición entre
el acto anterior y este.
Creo que el
sentido dramatúrgico y teatral de Emilio
Sagi se pone de manifiesto en esta producción con toda su intensidad,
demostrando una gran inteligencia en el movimiento escénico, salvo quizás en un
cuarto acto en el que esperaba más ingenio y me resultó algo parco después de
la resolución de los anteriores, pero en cualquier caso fue sobresaliente. Como
también me parece inspiradísimo durante toda la obra el permanente uso de la
acción en segundo y tercer plano y la profundidad de campo. Además, cada
personaje cuando está en escena tiene un cometido dramático, está interactuando
y se ubica donde tiene que estar, no donde se le ocurre en ese momento al
intérprete de turno.
Nos
encontramos con una propuesta de una gran belleza estética e impacto visual,
así como ajustada al libreto, consiguiendo acoplar la acción a la palabra de
forma natural y sin incidir desfavorablemente en lo principal, que es lo
musical; más o menos justo lo contrario que ocurrió con la Flauta de Vick. Clasicismo
sin ranciedad, en definitiva, para una puesta en escena que evidencia un
exhaustivo trabajo de dirección y que sabe que lo esencial es el genio
mozartiano y le sirve de adecuado vehículo para llegar al espectador
potenciando las emociones contenidas en la partitura y el texto con un
desarrollo dramático de primera línea. Bravo.
Esta temporada,
sin director titular, vamos a asistir a la presencia de muchas caras nuevas al
frente de la Orquestra de la Comunitat
Valenciana. En esta ocasión ocupó el foso el director inglés Christopher
Moulds, un especialista en música clásica y barroca que ofreció una lectura
enérgica, de ritmo muy vivo. A mi juicio a veces en exceso, porque hubo
momentos donde yo eché de menos un poquito más de reposo, como sí que hizo por
ejemplo en el aria de la Condesa, Dove sono, donde pareció detenerse el
tiempo, alcanzándose uno de los instantes más bellos de la representación. Quizás
hubiera debido controlar más los volúmenes para no agravar el problema de
escucha de las voces ubicadas más retrasadas en la escena, pero en cualquier
caso creo que debe destacarse su capacidad de concertación, su seguimiento de
todo cuanto ocurría en escena, marcando las entradas y vocalizando todo el
texto cantado, su manejo de las dinámicas y la frescura y agilidad que
imprimió, al tiempo que mantenía la tensión con sentido dramático. Hubo pasajes
en los que la orquesta ofreció tintes más intimistas, casi camerísticos,
mientras que en otros brilló con solemnidad de gran orquesta.
El foso se
había elevado ayer y estrechado, con lo que las entradas al mismo del director y de los músicos de la Orquestra de la Comunitat Valenciana se hicieron desde la platea. La distribución orquestal también varió
respecto a lo habitual, ubicando trompas y maderas a la derecha y percusión,
trompetas y bajo continuo (fortepiano y violonchelo) a la izquierda. Una vez
más destacó la calidad y precisión de la pareja de trompas, impecables toda la
velada; así como el oboe de Pierre Antoine Escoffier y Salvador
Sanchís al fagot, estupendos en el acompañamiento al Dove sono, como también lo estarían en Deh vieni non tardar junto a la flauta
de Magdalena Martínez.
Irreprochable fue
nuevamente el rendimiento del Cor de la
Generalitat en una obra en la que apenas tiene tres o cuatro
intervenciones, pero en las que volvió a ofrecer su reconocida capacidad vocal
y entrega escénica. Me pareció delicadísima la intervención de las chicas en el
Ricevete, oh padroncina del tercer
acto.
Para la
ocasión se ha contado con un reparto vocal quizás con no muchos nombres
conocidos por el gran público, pero que mostró un gran equilibrio y un nivel
general muy destacado, especialmente en cuanto al cumplimiento del exhaustivo
trabajo exigido por la dirección de escena y por cuidar los recitativos
dotándolos de intención y expresividad dramática, cuestiones estas fundamentales
a la hora de que conecte la historia con el espectador. Así, he de reconocer
que, aunque me sé la obra del derecho y del revés, hubo momentos en los que no
pude contener la risa siguiendo la trama y las más de tres horas de
representación se me pasaron volando.
Destacó por
encima de todo el elenco María José
Moreno como una extraordinaria Condesa
Almaviva que derrochó elegancia y distinción, con una línea de canto
exquisita, exhibiendo una voz cristalina, segura, incisiva y con algunos agudos
rutilantes. Quizás, por ser tiquismiquis, solo le faltó apuntalar esa
distinción del personaje con alguna regulación, algún pianissimo, que hubiese elevado directamente
a celestial la pureza de un canto refinadísimo. Preciosa fue su entrada con Porgi, amor, y absolutamente
deslumbrante un Dove sono de
escalofrío perpetuo. También se mostró desenvuelta en la faceta interpretativa,
trazando adecuadamente todos los perfiles del personaje. Sencillamente
majestuosa fue su aparición en la escena final del perdón, un momento de los
que quedan grabados en la memoria. Sin ningún tipo de duda fue una Condesa espléndida, una auténtica
delicia.
No le anduvo
muy a la zaga la soprano navarra Sabina
Puértolas en el papel de la pizpireta
Susanna. Vocalmente mostró una voz timbrada, luminosa, flexible, muy
homogénea en todos los registros, de gran elegancia expresiva y musicalidad, alcanzando
con seguridad los graves en su aria del cuarto acto Deh vieni non tardar, en la que también hizo gala de la delicadeza
y sensibilidad que requiere el momento. Demostró igualmente una solidez
interpretativa envidiable, con una chispa y frescura arrolladoras, sin que su
entrega escénica y los múltiples requerimientos de la dirección incidieran en
modo alguno en la pulcritud y corrección de su canto.
Sorprendió por
su buen hacer actoral y la expresividad e intencionalidad de los recitativos el
divertido Figaro del bajo barítono
canadiense Robert Gleadow. Conquistó
al público con la frescura y simpatía de su interpretación. Vocalmente presentó
una voz baritonal de atractivo timbre y bien proyectada, cuyas carencias se
compensaban con una articulación y dicción inmaculadas y con esa vis cómica
irreprochable.
Al Conde Almaviva del jovencísimo, apenas
25 años, barítono polaco Andrzej
Filończyk le faltó únicamente un mayor poderío vocal que le permitiera
mostrarse más imponente. Fue una lástima porque, por lo demás, compuso el
personaje de forma espléndida, tanto en lo vocal, con un canto intencionado y
bien resuelto, como en la faceta interpretativa, donde estuvo a la altura de
sus muy aventajados compañeros de escenario.
Debe
resaltarse el chispeante Cherubino
que interpretó Cecilia Molinari. Es
cierto que el personaje es sumamente agradecido y sus requerimientos vocales no
son especialmente exigentes, pero precisamente por ello puede ser una trampa
mortal si no se cuida la interpretación vocal y dramática como se debe. No fue
el caso de la mezzosoprano italiana, que fue todo un terremoto escénico, con
una capacidad teatral extraordinaria, perfilando el personaje del inconsciente
jovencito enamoradizo de manera magistral y haciéndolo completamente creíble,
sin que el espectador se plantease si era una mujer interpretando a un chico
que a su vez interpreta a una mujer. Su rendimiento vocal fue también impecable,
esbozando un Voi che sapete sumamente
ligado y expresivo, y haciéndose presente en los concertantes.
Me gustó mucho
también la estupenda Marcellina de Susana Cordón que destacó mostrando
enormes dotes para la comedia, apoderándose del escenario en cada una de sus
intervenciones. También vocalmente estuvo a la altura, teniendo ocasión de
lucirse en Il capro e la capretta, un
aria que muchas veces se suprime y en la que la soprano mallorquina mostró una
voz bella e incisiva de gran proyección.
El colombiano Valeriano Lanchas fue un Bartolo de voz grande y poderosa, muy
entregado también en su papel, sabiendo imprimir el carácter bufo del
personaje, al que sólo se le puede reprochar cierta falta de refinamiento.
Cumplió en todas
las facetas de forma notable la alumna del Centre
Plácido Domingo Vittoriana De Amicis
como Barbarina, como también lo hizo el bajo Felipe Bou como un divertido jardinero Antonio. Más discretos me resultaron el Don Basilio de Joel Williams
y el Don Curzio de José Manuel Montero, pero siempre
dentro de una gran corrección. Y bien también en su breve intervención las
alumnas del Centre, Aida Gimeno y Evgeniya Khomutova.
Como era de
esperar, con precios económicos, ante un título tan conocido y que constituye
una de las cumbres de la ópera de todos los tiempos, la sala principal de Les
Arts presentaba un aspecto envidiable, con un lleno total y presencia de mucha
gente joven que disfrutó de lo lindo con una función de muy buen nivel en todos
los apartados, en la que se consiguió dar la relevancia merecida a esta insigne
obra maestra surgida del genio de Mozart
y Da Ponte. No estuvo el público muy
cálido durante la representación y no fueron muchas las interrupciones por
aplausos, aunque a la finalización las ovaciones fueron generalizadas, incluida
la dirigida a la dirección escénica.
Bueno, pues no
tenéis excusa para perderos estas estupendas Bodas a precios muy asequibles, salvo que quedan muy pocas
localidades disponibles, pero ya sabéis que el día de la función sale a la
venta el 5% del aforo, os aconsejo que si podéis no dejéis pasar la ocasión
porque vale la pena. La primera temporada de Jesús Iglesias ha comenzado de forma inmejorable, espero y deseo
que siga por los mismos derroteros.