El pasado sábado 23 de junio, mientras toda España estaba pendiente de cómo los de La Roja derrotaban al gabacho y se acababan ya para siempre todos los males del país, el Palau de les Arts de Valencia estrenaba la última de las óperas programadas en el V Festival del Mediterrani. En esta ocasión el coliseo valenciano volvía al repertorio wagneriano con la representación de una de las obras maestras del genio de Leipzig, “Tristán e Isolda”. Eso sí, en el infecto Auditorio superior de Les Arts y en versión concierto. Bueno, sería más correcto decir: "versión semi escenificada con atriles, para solistas, coro, orquesta y fuegos de artificio".
Desde este blog vengo denunciando permanentemente que desde la dirección de Les Arts sigan empeñados en programar óperas en un recinto que no reúne unas mínimas condiciones acústicas. Este hecho no nos lo hemos inventado cuatro raritos con una especial sensibilidad en las orejas, sino que todos los músicos o cantantes con los que he tenido ocasión de hablar del tema han coincidido en calificar la acústica del Auditori como pésima e indigna del nivel que pretende tener el teatro.
Desde que el Palau de les Arts inició su actividad, las óperas en versión concierto se han venido representado en el Auditori, pese a disponer de una sala principal de excelente acústica. Con la crisis y los recortes económicos, este tipo de versiones han ido adquiriendo una mayor importancia dentro de la temporada y cada vez son más las ocasiones en que nos vemos obligados a visitar el maldito Auditori.
Últimamente, parece que en Les Arts han adquirido conciencia de que a los aficionados nos gustan poco las óperas en versión concierto y la propia Intendente Helga Schmidt ha anunciado que en las próximas temporadas, pese a la crisis, habrá menos representaciones de este tipo.
Todo esto probablemente sea lo que ha originado que, a última hora, deprisa y corriendo, hayan decidido que, en lugar de ofrecer “Tristán e Isolda” en versión concierto tal y como estaba previsto, se haya ideado una pequeña escenografía, iluminación y movimiento escénico para animar un poco la cosa. Los propósitos de la idea son buenos y el trabajo realizado aceptable, pero los resultados me han parecido lamentables.
Y es que, señora Schmidt, es verdad que nos gustan poco las óperas en versión concierto, pero lo que menos nos gusta de todo es que sigan utilizando el Auditori. Ese es el principal problema. La propuesta presentada el sábado, si hubiera tenido lugar en la sala principal, con cada cosa en su sitio: la orquesta en el foso y los solistas y coro en el escenario, hubiera estado hasta bien, pero lo ocurrido en el Auditori el sábado fue una absoluta vergüenza.
Se ubicó a la orquesta, compuesta para la ocasión por alrededor de un centenar de músicos, ocupando la totalidad del escenario, habilitando la zona superior a éste, destinada habitualmente al coro, para la colocación de una plataforma con barandilla, que asemejaba la proa de un barco, como espacio escénico en el que se desarrollaba la actuación de los cantantes. Esto originó varios problemas.
El primero y principal es que en la mitad baja del Auditori, que es la zona de mejor acústica, al estar las butacas al nivel de una orquesta wagneriana y los cantantes a un nivel superior y detrás de aquélla, costaba oir las voces, que eran tragadas por la orquesta pese a que el maestro Mehta procuraba moderar los volúmenes. Era como escuchar una ópera de Wagner desde el foso orquestal. Por el contrario, en la parte media-alta del recinto, se escuchaban mejor las voces solistas, pero al ser la zona de peor acústica, la conjunción con la orquesta era igual de mala que siempre.
Otro de los problemas es que a los espectadores de las butacas de las primeras filas centrales del Auditori, Zubin Mehta y los músicos les tapaban parcialmente la visión de la zona habilitada para los cantantes.
Otro más, fue que al coro no le quedaba sitio disponible, por lo que cuando tenían que intervenir salían por una puerta lateral a la carrera, haciendo ruido, y se ubicaban apiñados junto a un extremo de la orquesta, volviendo a desaparecer, tras sus intervenciones, corriendo y haciendo más ruido.
Por otro lado, el haber improvisado la versión escenificada a última hora motivó que se mezclasen cantantes que se sabían el papel de memoria, con otros como Jay Hunter Morris (Tristán) y Eike Wilm Schulte (Kurwenal) que, confiados en que se trataba de una versión de concierto, no se lo debían haber aprendido y tenían que recurrir a leer la partitura en el atril. Así que, en el espacio escénico creado para la ocasión, había 3 ó 4 atriles estratégicamente situados que motivaron momentos francamente chocantes, más propios de una película de los Hermanos Marx que de una ópera seria.
Por ejemplo, en el momento en que Kurwenal da muerte a Melot, Eike Wilm Schulte salió disparado desde el atril a coger la espada, simulando que se la clavaba de medio lado a Melot, volviendo de nuevo corriendo a todo correr al atril para continuar cantando con sus gafas de presbicia puestas, con lo que en lugar de un valiente caballero salvando el honor de su señor, parecía un torero cobardica que pinchase al morlaco de mala manera y huyese despavorido al burladero. También, en el dúo de amor del segundo acto, Jay Hunter Morris estaba más pendiente de la partitura que de Isolda, trocándose ese maravilloso momento de pasión desbordada, en lo que asemejaba una pareja hastiada de su relación, tomando la fresca en la puerta de casa, con ella lanzándole incendiarias frases de amor, mientras Tristán leía los deportes en el periódico.
Para que la charlotada fuese completa, avanzado el tercer acto comenzaron a oírse unos extraños sonidos que parecían denotar que el timbalero se hubiera tomado dos copas de más y estuviese aporreando el instrumento cuando no tocaba. Pero, lejos de eso, se trataba de un castillo de fuegos artificiales, intuyo que dedicados al triunfo de La Roja, que cada vez se hacían más audibles, gracias al excelente aislamiento acústico del aborrecible Auditori, y que a punto estuvo de interferir el Liebestod final de Isolda. Un director con menos miramientos que Mehta creo que hubiese arrojado la batuta y se hubiese marchado al bar a tomarse un copazo.
Lo peor de todo es que nada de esto fueron imprevistos irremediables, porque nada hubiera ocurrido si desde un principio se hubiera planificado escenificar la obra y se hubiese representado la misma (en concierto o escenificada) en la sala principal. Pienso que esto ha sido la gota que colma el vaso de la paciencia de cualquier músico o aficionado respecto al Auditori, y, como soy demasiado ingenuo, confío en que sea el detonante definitivo para que no se vuelva a programar ni una ópera más en ese despreciable recinto.
Me he alargado demasiado con estas reflexiones previas que creo que debía efectuar, así que procuraré ser breve en cuanto al resto.
La propuesta escénica que se ha improvisado, y que por cierto ni siquiera se han dignado publicar en la web de Les Arts, ha corrido a cargo de personal del propio teatro, siendo Alex Aguilera el responsable de la dramaturgia, Antonio Castro de la iluminación y Manuel Zuriaga de la escenografía. Como dije antes, el planteamiento es de circunstancias y muy sencillo, más cercano a una función de taller de ópera que de una representación de primer nivel, pero creo que, dados los condicionantes, su trabajo se debe calificar de positivo, aunque los resultados, por los motivos ya comentados, hayan sido espantosos.
Zubin Mehta llevó a cabo una dirección muy solvente y efectiva, con algunos momentos más conseguidos (a mí me lo pareció el preludio del tercer acto) y otros menos (el dúo de amor del segundo). Estuvo como siempre atentísimo a los cantantes, al tiempo que lograba extraer unos sonidos bellísimos de la orquesta, pero se mostró bastante irregular en el mantenimiento de la tensión, pecando quizás su lectura de falta de hondura en muchos pasajes. No obstante, el resultado de conjunto a mí no me desagradó en absoluto. Bien es verdad que a ello contribuyó decisivamente el óptimo rendimiento de todas las secciones de la fantástica Orquestra de la Comunitat Valenciana, que brilló como suele ser costumbre, pero en esta ocasión con una partitura que es además toda una piedra de toque para calibrar el auténtico nivel de una agrupación orquestal, con destacadas intervenciones solistas del concertino Serguéi Ostrovski, de Itamar Ringel a la viola, Francisco Javier Ros al clarinete bajo, Cristopher Bouwman al oboe, Joan Enric Lluna al clarinete, Guiorgui Anichenko al violonchelo y, por supuesto, de la espléndida actuación del solista de corno inglés, Simon Sommerhalder, al comienzo del acto tercero. Sólo por escuchar esta orquesta valió la pena la charlotada.
El Cor de la Generalitat vio muy lastrada su actuación, vocalmente impecable, por su imposible ubicación escénica y por las características propias de ese recinto, cuyo nombre me asquea volver a repetir, que hacía que los coros internos apenas se escuchasen.
Jennifer Wilson parece haber perdido parte de la brillantez en el agudo que mostrase como Brünnhilde en el Anillo de Les Arts de hace unos años y su Isolda pecó de frialdad y de cierta monotonía, pero, yo no sé explicar por qué, a mí me gusta. Dentro de sus límites, le aprecié una mayor implicación dramática que en otras ocasiones estando bastante mejor en los momentos líricos que en la maldición, y su Liebestod he de confesar que me gustó.
Con el Tristán de Jay Hunter Morris tuve sensaciones encontradas. Le hubiera tirado piedras en el segundo acto y al final acabé aplaudiéndole. El pobre hombre tiene una voz más fea que las chaquetas de Ángela Merkel, con una nasalidad propia del pato Donald y algunos sonidos abiertos y arrastrados horrendos, pero por otra parte se preocupa permanentemente de matizar y ofrecer expresividad, aunque sea con falsetillos, y, sobre todo, se marcó un tercer acto muy meritorio, de gran intensidad dramática, sobreviviendo dignamente a la terrorífica partitura.
Lo mejor de la noche en el terreno vocal vino de la fantástica Brangäne que modeló Ekaterina Gubanova, con unas Advertencias en el segundo acto de auténtico ensueño; y del rey Marke de un sorprendente Liang Li, al que habíamos escuchado como Ferrando en “Il Trovatore” y que superó todas las expectativas, mostrando un fraseo incisivo, poderío vocal y luciendo toda la nobleza y dolor que exige el personaje.
Excelentes también el Kurwenal de Eike Wilm Schulte y el Marinero de Mario Cerdá. Y muy correctos Karl-Michael Ebner como Melot, Jesús Álvarez como Pastor y Josep Miquel Ramón como Timonel.
El público no llegaba a llenar la sala, pero no había una mala entrada para coincidir con partido internacional, apreciándose una gran presencia de espectadores foráneos. Pese a los despropósitos vividos, la grandeza de la música de Wagner, el buen hacer de Mehta y la orquesta y el esfuerzo de los intérpretes, motivaron enormes ovaciones que no decayeron ni en los saludos de los responsables de la escenificación, saliendo el público francamente contento, aunque todos los comentarios girasen en torno a los fuegos artificiales y la indecente acústica e insonorización de esa cosa que llamaron Auditori en lugar de Juan Vicente, que ya dije en una ocasión que hubiera quedado mucho más propio.
Señora Schmidt: Escarmienten de una vez. Esto no tiene justificación alguna. Ya han logrado hacer el ridículo internacional y dudo mucho que el maestro Mehta esté precisamente contento con lo acontecido el sábado. Los aficionados hemos llegado al límite de nuestra indignación. Damos por buena la penitencia sufrida, pero, por el amor de Wagner, no vuelvan a representar ni una ópera más en el Auditori, déjenlo para Julio Iglesias y sus fiscales que llevarán amplificación; pero las óperas (en versión concierto, escenificadas o con charlotada pirotécnica) en la sala principal.
AQUÍ podéis leer la crónica de maac.
video de infopera