Que la vasta creación operística de una figura tan esencial en la historia de
la música como Georg Friedrich Händel lleve ausente catorce años de la sala principal de un teatro de la categoría
del Palau de Les Arts, no tiene justificación alguna y dice bastante poco a
favor de los sucesivos responsables de la programación en este terreno. Desde
aquel Orlando, casi ya mítico,
representado en 2008, hasta el estreno ayer de Ariodante, la ópera barroca no visitaba con la relevancia merecida
el coliseo valenciano. Algo realmente incomprensible.
Es verdad que algunas
personas, como quien esto suscribe, no han echado ni media lagrimica ante la ausencia de repertorio barroco, pero, como ya he
dicho en tantísimas ocasiones, una cosa serán las preferencias personales de
cada uno y otra la coherencia y variedad que deba mantener la programación de
un recinto operístico que pretenda estar al nivel de sus principales referentes
nacionales e internacionales. Una de las propuestas que traía el actual
director artístico de Les Arts, Jesús Iglesias, cuando tomó posesión del
cargo, era precisamente esa diversificación de la programación, haciendo una
especial mención a la presencia regular en la misma del repertorio barroco. Y
en ello está. De hecho, este Ariodante
estrenado ayer debería haberse representado ya en abril de 2020, pero hubo de
cancelarse por la feroz irrupción de la maldita y cansina pandemia. No
obstante, dos años después, la ópera barroca escenificada y en gran formato
volvió anoche a Les Arts, estando previstas dos funciones más los días 4 y 6 de
marzo.
El caso es que yo pensaba que
no iba a haber crónica en este blog del estreno de Ariodante. Primero, porque últimamente no dispongo ni de tiempo ni
de suficiente tranquilidad como para centrarme en estas reseñas; y, después,
sobre todo, porque me resulta muy complicado realizar un minucioso análisis de
lo acontecido cuando me reconozco tan lejano al género. Podría empezar a hacer
una sucesión de chistes y comentarios jocosos sobre las arias da capo, el recitativo secco y mi consiguiente sopor
marmotesco, pero me parecería una falta de respeto para quienes de verdad aman,
disfrutan y entienden de esto y, además, no sería justo del todo con un
espectáculo que, más allá de las dieciséis inyecciones de cafeína que tuve que
administrarme mediante perfusión intravenosa para aguantar despierto las cuatro
horas a las que acabó extendiéndose aquello, reconozco que ofreció un alto nivel
musical. Bueno, pues sin que sirva de precedente, me animaré a realizar mi crónica
de lo vivido, aunque con la advertencia de que, por supuesto, será todavía mucho
menos rigurosa de lo habitual. Así que no hagáis mucho caso y procurad asistir vosotros
mismos y experimentar vuestras propias sensaciones, que esas sí son las únicas
válidas.
Pese a mis particulares
reticencias barrocas, hay que reconocer que nos encontramos ante una de las
obras más relevantes del género y que cuenta con algunos momentos musicalmente
bellísimos. No obstante, como siempre me pasa con estas óperas, hasta con Giulio Cesare que es mi truño favorito, me
quedo con la sensación de que todo se repite más que Belén Esteban en 1º
de Ingeniería aeronáutica, y que recortando un mínimo de un tercio su duración
y dejando simplemente un grandes éxitos,
la experiencia para un gañán como yo sería muchísimo más disfrutable. Ya sé que
la culpa es sólo mía, pero es lo que sigo sintiendo tras muchos años intentando
rehabilitarme de la triple vírica (ballet, mimo y ópera barroca) sin éxito. Y
encima, para mi vergüenza, esta sensación coincide con el comentario que a
veces me han trasladado algunos herejes, poco antes de perder la vida bajo mis
manos, respecto a la obra wagneriana.
Para este retorno de la ópera
barroca a Les Arts se ha elegido la coproducción del Festival d’Aix-en-Provence
con la Dutch National Opera & Ballet, Canadian Opera Company y Lyric
Opera de Chicago, con la dirección de escena de Richard Jones, la escenografía y vestuario de Ultz, la iluminación de Mimi
Jordan Sherin y coreografía de Lucy
Burge.
Los tres actos se desarrollarán en un mismo espacio
escénico que simbolizará las diferentes estancias del palacio real y sus exteriores,
aunque lo que representa en realidad es el interior de una especie de cabaña con
su cocina, comedor y dormitorio, y un trocito de la entrada o porche para que
alguna escena en exterior tenga un poco de sentido. No habrá paredes que
delimiten estos espacios y será la actuación de los artistas la que nos haga ir
viendo el paso de una a otra estancia, permitiendo con esa ausencia de
separación física que se puedan ver acciones en segundo plano que, aunque no
estén escritas en el libreto, sí se supone que contribuye a justificar acciones
posteriores o a ir perfilando con más detalle la personalidad de los personajes.
Esa escenografía se comprime en la mitad delantera del
escenario, conformando una caja escénica completamente cerrada donde se
desarrollará toda la acción, lo cual tiene su ventaja y su inconveniente. El
aspecto más positivo es que escenográficamente se consigue un efecto de concha
acústica que favorece la proyección y escucha de las voces, incluso cuando se
canta de espaldas al público. El problema es que al reducirse el espacio
disponible y sobrecargarlo en determinados momentos con mobiliario y otros
elementos escenográficos, los movimientos de los artistas se dificultan,
especialmente en los números en que se decide sacar más personas al escenario.
Ojo, que no digo en los escasos números de conjunto previstos en el libreto,
sino en muchos momentos donde la dirección de escena decide que por allí
pululen los miembros del coro (sin cantar), figurantes o personajes que
teóricamente no deberían estar en escena.
La utilización de la luz tampoco fue nada destacable,
combinando los momentos foco de función de Navidad, con la iluminación cuarto
de baño, que dice el amigo Javier.
Se opta por trasladar la acción a lo que parecen los
años 70 del pasado siglo, con una caracterización que incluye pantalones
campana (barroco y pantalón campana, pá qué queremos más) y unas camisas de
leñador y jerséis de lana lamentables, que parecen salidos de la semana de
ofertas de invierno del Sepu o el típico regalo de Navidad de la tía Aniceta.
También se nutre la escena de un buen surtido de pelirrojos, como en Brave, con el personaje del rey con su kilt, un gaitero (afortunadamente
silenciado) y hasta una cometa con la bandera escocesa en el final de los actos
primero y tercero, para dejar bien claro que, pese a la transposición temporal
de la propuesta, estamos en Escocia.
Al malvado personaje de Polinesso se ha decidido transmutarlo en un peculiar sacerdote con
pelo de Norman Bates cuando se
disfraza de madre, pero con trencita larga; y al que se le dibuja como
maltratador y rijoso metemano oledor de ropa interior y almohadas ajenas.
Además, cuando se quita la sotana para hacer guarreridas españolas con movimientos macariescos de toma Moreno,
aparece vestido de rockero trasnochado, en vaqueros y con tatuajes. Estoy
convencido de que todo esto tiene una significación oculta la mar de
interesante que me niego ni siquiera a plantearme; pero si dramáticamente ya de
por sí tiene bastante poca chicha la historia, esta honda filosofía subyacente
la hace un poquito más desconcertante, desnaturalizando las verdaderas
motivaciones del personaje para su comportamiento y cayendo en unas presuntas provocaciones
al espectador, que, a estas alturas de siglo, están ya más vistas que la cara
de Jordi Hurtado.
Otra de las discutibles decisiones escénicas que se han
tomado es variar el final, haciendo que Ginevra
en lugar de celebrar el happy end con
parientes y amigos se pire del hogar paterno. Ya puestos a variar, igual
podrían haber decidido que se marchase en el primer acto y nos hubiéramos
ahorrado unas cuantas arias da capo.
Por si con una operita barroca de tres horas y pico no
tenía bastante el tete, encima esta tiene escrita música de ballet en los
finales de cada acto, pero, afortunadamente, en esta ocasión tan sólo en un
breve momento del final del tercero se marcan una especie de jotica, habiendo sido sustituidos los fragmentos
danzarines por unas marionetas de Finn
Caldwell y Nick Barnes, movidas con
inteligencia mientras la música de baile suena, y se escenifica con ellos una
pequeña historia representando a la pareja protagonista y su futuro. Y, si os
digo la verdad, creo que fue lo que más me gustó de la puesta en escena. La
duda que me quedará es si se optó por incluir las marionetas desde un inicio o
cuando se dieron cuenta de que en esa cajita escénica concebida por Richard Jones los miembros del ballet
iban a estar más arrepretaos que la
taleguilla de Paquirri.
Reconozco lo complicado que debe ser concebir una
propuesta que mantenga una unidad y continuidad en el movimiento escénico y logre
la evolución fluida de la narración en una ópera de esta duración y en la que
no hay una construcción dramática ágil, pues todo se reduce, barroco style, a una sucesión de recitativos y
arias que apenas hacen avanzar la acción. Sin embargo, en este caso Jones y su equipo han procurado que,
mediante el movimiento de actores y desarrollando acciones secundarias en
diferentes planos, no se percibiera tanta sensación de parón dramático como
suele ser habitual. Dicho eso y reconociendo que se detecta una muy ardua labor
de dirección de actores y construcción de personajes, me quedo con la impresión
de que ese trabajo no sirve para nada, pues nada aporta a la historia y muchas
veces lo que hace es desviarla o despistar al espectador.
Y es que, vamos con otra herejía, yo soy de los que
piensan que para estas óperas barrocas donde el devenir dramático es tan
secundario y esquematizado, a veces es preferible ofrecer una versión en
concierto, en la que al menos te concentras del todo en la música, se deja al
cantante en paz y te entretienes viendo el hacer de los músicos, mientras el
aria se repite por sexta vez. Salvo que seas un genio escénico y construyas una
propuesta de gran atractivo visual y fuerza dramática que, sin alterar ni
perturbar la esencia musical y vocal, consiga impregnarlo todo de una
intensidad y fluidez narrativa que generalmente no existe en el original.
Sinceramente, no me pareció el caso de esta producción, que tiene buenas
intenciones, seguro, pero también muchas tonterías (aparte de lo ya comentado, ¿qué
decir del permanente rascado sarnoso del personaje de Dalinda, de esas fotos
de niños que no se sabe muy bien qué pintan ahí, de tanto movimiento de sillas
o de esa absurda escena del exorcismo?).
Al frente de la Orquestra
de la Comunitat Valenciana se situó esta vez un experto en música barroca
como es el clavecinista y director de orquesta italiano Andrea Marcon. No
ha sido el barroco precisamente el género en el que más ha destacado nuestra
orquesta, entre otras cosas por la falta de repertorio que se les ha ofrecido
históricamente, salvo la pasajera tralla que les metió Biondi. Pese a
eso, creo que los miembros de nuestra orquesta volvieron a demostrar su
categoría y su ductilidad para adaptarse con brillantez a los distintos
repertorios. A ello contribuyó sin duda un trabajo de dirección de Marcon
que, dentro de mis cortas entendederas, me pareció sensacional, con viveza,
ritmo, cuidado del detalle y de las dinámicas, atención a las voces y variedad
en las repeticiones. En los pasajes más intimistas los matices fueron
infinitos, constituyendo el mejor ejemplo de ello la maravillosa Scherza infida ofrecida. Sin duda el
momento de la noche, con una intensísima orquesta que modulaba las intensidades
dibujando la evolución de los sentimientos del personaje con maestría,
construyendo un bellísimo lamento en el que se paró el mundo y que incluso hizo
que todas las chanzas que vengo haciendo sobre el sopor del género, se
evaporen, porque sólo por disfrutar de ese momento ya vale la pena chuparse el truñaco de casi cuatro horas.
Exigentes prestaciones son las
requeridas a los vientos, con unas trompas, trompetas, oboes y fagot (espléndido
Salvador Sanchís) que rindieron a un excelente nivel. Toda la sección de
cuerda merece también destacarse, conquistándome el sonido de la cuerda grave al
inicio del segundo acto. Y mención especial ha de hacerse del formidable bajo
continuo formado por los clavecinistas Giulio De Narco e Inés Moreno,
el violonchelista Alex Jellici y la tiorba de María Ferré.
Entre tanto recitativo y aria, pocas intervenciones son
las asignadas al coro en esta obra, apenas un par, una al final del primer acto
y otra al final de la ópera. No obstante, la presencia en escena de la reducida
representación de los miembros del Cor
de la Generalitat elegidos para la ocasión, fue bastante mayor, simplemente
porque así le salió del cacahuete a Richard
Jones, que decidió tenerles sobre el escenario sin cantar en otros muchos
momentos, como meros figurantes, llevando y trayendo elementos escénicos, e
incluso la mayoría de las veces haciendo bulto allí de plantón. Legendario
momento fue esa fila formada en el segundo acto durante largos minutos, como si
estuviesen esperando el lanzamiento del Iphone 25 o fuesen a iniciar una conga,
muy pegaditos eso sí, sin respetar las distancias de seguridad. Por cierto,
siguen los miembros del coro cantando con mascarillas, pese a lo cual sus
prestaciones vocales en los dos fragmentos citados volvieron a ser ejemplares,
gustándome más en la primera de sus intervenciones, Si godete al vostro amor.
No es precisamente esta una
ópera amable para voces solistas no demasiado relevantes, pues sus papeles
principales conllevan una notable exigencia. Cuando se programó esta ópera para
2020, el papel protagonista de Ariodante
estaba previsto que fuese asumido por el contratenor australiano David Hansen,
pero finalmente cayó del cartel y ahora se ha encargado el rol a la
mezzosoprano Ekaterina Vorontsova. La cantante rusa (con perdón),
absolutamente desconocida hasta ayer para mí, tuvo un muy buen comportamiento
sobre las tablas. Fue de menos a más y me dio la impresión de que empezó algo
nerviosa, con la voz inestable y alguna respiración forzada, resultando los
graves algo áfonos. Pero de ahí en adelante fue tomando posesión de la escena y
sorteando los innumerables escollos que pueblan la partitura con solvencia e
incluso brillantez. La voz no destaca ni por belleza ni por volumen, pero se
mostró valiente, en estilo, con mucha expresividad y sin flaquear en las
agilidades de fragmentos tan complicados como el Dopo Notte final. Tuvo también detalles de mucho gusto, como el crescendo inicial de Cieca notte. Y, junto a la orquesta,
brilló muy especialmente en su gran momento de lucimiento, dibujando un Scherza
infida que fue todo un
derroche de emoción vocal, con un fraseo sentidísimo y una honda interpretación
que hizo enmudecer a la platea hasta el estallido de largos aplausos que premió
finalmente tan meritoria actuación.
El personaje de Ginevra corrió a cargo de la soprano Jane
Archibald, la cual se defendió también aceptablemente con la coloratura y
agilidades en Volate, amori del acto primero,
aunque me gustó bastante más en los fragmentos más sentidos, como en Il mio crudel martoro del final del segundo
o en el Io ti
bacio, o mano augusta del tercero. El
principal hándicap que, al menos para mis orejas, presentó la cantante
canadiense fue un instrumento de sobrado volumen pero quizás demasiado ligero, sin
refuerzo alguno en zona central y grave, y con una emisión no demasiado limpia,
salvo en la zona más aguda, luciendo además un timbre que me resultó ingrato y
tendía al chillido perforador de tímpanos. Ningún reproche puede hacérsele, en cualquier
caso, por su absoluta entrega en todas las facetas interpretativas, mostrando
también sentido musical y espíritu dramático.
El repelente papel de Polinesso recayó en el contratenor Christophe
Dumaux. Tampoco son los contratenores mi debilidad, pero bueno, reconozco
que me sorprendió bastante positivamente. Ante todo destacó por su excelente
rendimiento escénico, dominio del movimiento y la gestualidad, y lo bien que
dibujó el carácter, repelente sin paliativos, del personaje. También en lo
vocal conquistó al público el cantante francés con una voz de sorprendente
homogeneidad entre registros, gran volumen, facilidad y limpieza en la
proyección y unos agudos punzantes e incontestables. Todo ello acompañado de
una correcta ejecución de las agilidades y de un fraseo siempre variado y
cargado de intención expresiva.
Muy correcto también el Rey compuesto por el bajo italiano Luca
Tittoto, con una voz de natural gravedad que desprendía autoridad y
profundidad, aunque la emisión mostrase algunas oscilaciones y no fuese todo lo
limpia que era de desear. Como suele ser natural para su cuerda en este tipo de
obras, los pasajes de agilidad son un escollo para estas voces con peso. En su
balance más positivo debe anotarse la intensidad que supo imprimir a los recitativos
y la expresividad dramática que lució toda la velada, con un dominio muy
importante de la gestualidad y del sentido interpretativo, sabiendo también
moverse con el kilt sin que se
vislumbraran las colganderas.
Otra gratísima sorpresa de la
noche fue la Dalinda que construyó la
soprano norteamericana Jacquelyn Stucker, con una bella voz, grande, limpia,
con cuerpo y volumen, que se proyectaba y corría por la sala de forma
avasalladora. No titubeó en los pasajes de agilidad y destacó todavía más en la
faceta actoral, con una inmensa fuerza interpretativa a la que incluso puede
reprochársele que se pasase un poquito de rosca a veces, especialmente en el
tercer acto, donde rozaba lo verista.
Y mucho gustó también el Lurcanio de otro americano, el joven
tenor David Portillo, que hizo grande este personaje menor gracias a una
voz ligera, de no mucha presencia, pero a la que supo dotar de belleza
regulando con mucho gusto y ofreciendo detalles de gran musicalidad, como en Del mio sol del primer acto, dejando
en un lugar secundario que pasase mayores apuros en los fragmentos de agilidad
de los actos segundo y tercero.
Debe alabarse también el breve
pero muy buen trabajo, como Odoardo, de
Jorge Franco, miembro del Centre de
Perfeccionament ese
que ya no lleva el nombre de un cantante que venía todos los años a Valencia y es
muy famoso, pero que ahora parece que no haya existido nunca.
La sala ayer presentaba una buena
entrada pero con visibles huecos, lejos de lo vivido en los anteriores
estrenos, lo cual puede explicarse ante la respuesta a un género que no es
mayoritario y al tratarse de una ópera de larga duración en un martes laborable,
lo que hizo que saliéramos de allí pasadas las 23 horas. Más preocupante fue
que esos huecos fueran incrementándose tras los dos descansos. Eso sí, al menos
en la zona en la que yo me encontraba, el comportamiento del público fue
bastante más silencioso que de costumbre (y doy fe de que tampoco se oyeron
ronquidos). No se interrumpió apenas con aplausos la representación, aunque la
ovación tras Scherza infida fue
intensa y muy larga. Muy aplaudidos fueron todos los intérpretes y la orquesta al
finalizar la representación y menos entusiasmo hubo ante los saludos de los
responsables de la dirección de escena, aunque apenas se percibieron un par de
abucheos muy aislados.
Pues nada, ya finalizo mi particular crónica de lo vivido anoche en Les Arts. Espero que quienes seáis más aficionados que yo al género no me tengáis demasiado en cuenta mis tonterías y os animo a que os acerquéis alguno de los dos días (4 y 6 de marzo) que quedan. Yo no estaré, lo siento, pero sé que quienes tengáis más aguante para las cuatro horas de arias da capo y del interminable cloqueo gallináceo de las agilidades, lo podéis pasar francamente bien. Y, hablando muy en serio, musicalmente vale mucho la pena.
Lo que sí quisiera aconsejaros antes de cerrar esta entrada, en una onda completamente distinta, pero no menos interesante, son las representaciones que se van a llevar a cabo los días 3, 9 y 13 de marzo, en la sala Martin i Soler, de esa curiosa joyita de Leonard Bernstein que es Trouble in Tahití. Muy recomendable.