Ayer tuvo lugar en el Palau de les Arts de Valencia el estreno de la ópera Maror, compuesta por el valenciano Manuel Palau Boix (1893-1967). No sólo se trataba del estreno de la obra de un compositor valenciano y de la primera vez que se interpretaba en Les Arts una ópera escrita en lengua valenciana, sino que además era la primera ocasión en que se representaba escenificada desde que fuese escrita a mediados del siglo pasado.
Con esos ingredientes y unas elecciones próximas con perspectivas no muy halagüeñas para el partido actualmente en el poder, a la Consellera de Cultura de la Generalitat María José Catalá le ha faltado tiempo estos días atrás para colgarse todas las medallas de este evento, erigiéndose en la gran defensora de las esencias valencianas y de “lo nostre”, llegando a calificar el acontecimiento como “la gran cita de la ópera de este año”. Si antes de asistir al estreno la frase de la Consellera ya resultaba ridícula, tras lo visto y oído ayer la imbecilidad alcanza lo patético. Realmente la gran cita de la ópera en Valencia, y de la cultura en general, sería la de ver a la Consellera Catalá en la cola del paro.
De momento, como era de esperar, donde la vimos ayer fue en un palco de Les Arts de lo más nutrido. Era curiosa la imagen anoche de la sala principal de Les Arts, con más huecos que nunca en todas sus zonas, salvo en los palcos oficiales, normalmente vacíos y ayer rebosantes. Parecía el negativo de su fotografía habitual.
Eso sí, el que no estuvo ni por esas, fue el President Fabra, y es que este hombre no va dos veces a la ópera en apenas 15 días ni aunque le obliguen con una pistola en la sien. Además de la Consellera , pude ver por allí al vicepresidente de las Cortes Valencianas Alejandro Font de Mora o al Director General de Culturarts, Manuel Tomás, entre otros especímenes de la triste realidad política valenciana, todos haciendo piña para que se vea que son los más valencianos del mundo y que si no vienen más a la ópera es porque Helga se empeña en programar espectáculos extranjerizantes en italiano, alemán, francés y hasta en ruso, de gente con nombres tan ridículos como Verdi, Wagner, Berlioz o Tchaikovski.
Bueno, el caso es que, independientemente de las memeces que suelte por su boca nuestra Consellera, la cita con Maror suscitaba mi interés por ser una oportunidad de descubrir la ópera de un músico con una producción solvente como es Manuel Palau, y he de decir que el resultado ha sido muy decepcionante. Si hubiéramos asistido a un taller de ópera o a una función del Centre de Perfeccionament, la cosa podría tener un medio pasar, pero en una función de abono en el Palau de les Arts, queriéndose vender además como el acontecimiento de la temporada, no.
Decía también el otro día la Consellera Catalá que se iba a grabar la obra en DVD. Pues si es así, ya pueden prepararse los técnicos a insertar más trucos que en una peli de Bruce Lee si no quieren hacer el ridículo internacional.
Si la cosa no funcionó fue, fundamentalmente, por culpa de un reparto vocal de juguete e inadecuado, y una burda dirección musical. Lo menos decepcionante de todo ha sido precisamente la partitura de Palau.
La música de Maror es interesante. Tiene un rico colorido que a veces recordaba a Debussy, otros instantes a Puccini y presenta rasgos que remitían a otros compositores como Rodrigo, todo ello con una innegable vena verista y haciendo gala de una cuidada orquestación.
Como en otras muchas obras de Palau, hay también en Maror referencias al folclore popular, que aquí se materializa en la escena inicial del segundo acto, ese momento “demostración sindical del Primero de Mayo” que me pareció musicalmente muy atractivo, aunque se hace un poco largo y, lo que es peor, la acción cae en picado y cualquier atisbo de tensión dramática que se pudiera haber generado desaparece. Ese segundo acto contiene los instantes musicales más destacados, culminando en el bello concertante final que ayer, lamentablemente, fue masacrado a gritos y batutazos.
El libreto de Xavier Casp me convence bastante menos. No me parece que desde el punto de vista estilístico tenga nada destacable y, como construcción dramática, se resiente de una narración apresurada en la que las emociones de los personajes y sus perfiles psicológicos no acaban de asentarse. Las situaciones se suceden velozmente y los sentimientos mutan sin un sostén dramático serio.
En conjunto, pienso que es una obrita que vale la pena conocer, independientemente de la partida de nacimiento de su autor, y que podría funcionar en programas dobles tipo Cavalleria/Pagliacci. Cosa distinta es la relevancia que se le ha querido dar, a mi juicio exagerada, pues no estamos tampoco ante un Tristan e Isolda redescubierto.
La dirección musical corrió a cargo del valenciano Manuel Galduf, quien debutaba en el foso al frente de la Orquestra de la Comunitat Valenciana y, personalmente, confío en que sea su última colaboración.
Galduf se cargó directamente la riqueza musical y orquestal de Palau con una dirección ruda y plana, ayuna de matices, en la que el variado colorido de la partitura se quedó en un uniforme gris marengo. Puso el piloto automático del forte y allí daba igual que hubiese un director de orquesta o un chimpancé beodo espantándose moscas con un palitroque. La primera consecuencia de ello fue que avasalló a las voces, ya de por sí escuálidas, sin compasión, habiendo muchos pasajes donde no se sabía si los cantantes realmente cantaban o estaban bostezando.
Los momentos más líricos se pretendían reforzar a base de ralentizar algo el tempo, pero sin refinamiento alguno que impregnase la obra de sentimiento y condujese al espectador por las diferentes emociones que atraviesan el drama, enfatizando su representación escénica. Si tuviéramos que atenernos a las emociones transmitidas desde el foso, a mi butaca al menos lo único que llegó fue inseguridad en la ejecución, desorden, falta de implicación con la obra y bastante aburrimiento.
Y es que los desfases entre escena y foso, y entre las diferentes secciones orquestales entre sí, fueron abundantes. Tampoco resultaba extraño observando la técnica de batuta de Galduf, con la mirada clavada en la partitura todo el tiempo. Jamás he visto en un foso a un director aparentemente tan ajeno a lo que ocurría en el escenario, con los ojos fijos en la puntera de sus zapatos pese al desorden que reinaba por momentos.
El concertante final del segundo acto fue un ejemplo perfecto del caos. La orquesta tocaba en forte con desequilibrios entre secciones; Javier Palacios, cual Buster Keaton, abría la boca sin que se le oyese; algo más se escuchaba a Sandra Ferrández y Josep Miquel Ramón, pero tenían problemas de afinación; Minerva Moliner clavaba agudos hirientes como si pasase una ambulancia gatuna por el escenario; y, mientras tanto, Galduf parecía que estuviese espantando mosquitos con la batuta mientras miraba si llevaba caquita de gos en el zapato.
De los miembros de la Orquestra de la Comunitat Valenciana poco puede criticarse. A nivel de ejecución individual estuvieron sobresalientes, con destacadas intervenciones de percusión, maderas y la siempre excelente cuerda, pero ayer faltaba un director.
La entrada en escena del Cor de la Generalitat subió muchos enteros el nivel vocal de la noche, pero ni su posición en escena ni el ataque brutal de las tropas galdufianas favorecían su lucimiento. Más me gustó la intervención final del coro femenino, recogida y matizada, un oasis en medio de la mediocridad.
También es merecedor de felicitación el trabajo llevado a cabo por los niños de la Escolania de la Mare de Déu dels Desemparats, pese a algunos despistes estuvieron bastante bien en escena y vocalmente consiguieron sobrevivir al caos.
El reparto de solistas vocales fue otro cantar, nunca mejor dicho. Yo tenía bastante confianza en descubrir unas voces jóvenes interesantes, como ya ha ocurrido otras veces en el Palau de Les Arts, pero claro, en tales ocasiones el trabajo de Helga Schmidt estaba detrás, cosa que no parece haber ocurrido ahora. Sea como fuere, lo cierto es que el nivel vocal de anoche fue impropio de un teatro de ópera que pretenda ofrecer espectáculos de primera categoría.
El principal lastre estuvo en la soprano Minerva Moliner en el papel de Rosa. Me duele enormemente decirlo, pero presentó una de las voces más feas, de timbre más ingrato, que yo he escuchado nunca. Además, después de haberse vendido que el papel estaba escrito para una soprano dramática, exhibió una voz sin peso, etérea, ligerísima, a la que venía grande una página tan exigente. Sus ascensos al agudo, aunque alcanzaba las notas y las mantenía con suficiencia, eran una auténtica tortura para el oído. El sonido se entubaba y enmascaraba, adquiriendo una vibración caprina, y era emitido con timbre hiriente, chirriante y gatuno.
Por otra parte, su pronunciación fue ininteligible y, francamente, daba igual que fuese la primera ópera que se representaba en Les Arts en valenciano o en chino mandarín. La expresividad tampoco fue el fuerte de la Moliner y, tanto vocal como dramáticamente, su interpretación resultó más sosa que un polo de tofu. La gestualidad, en los momentos más intensos emocionalmente, se limitaba a tocarse mucho, cual Torrente en la sección de lencería de El Corte Inglés.
También presentó Javier Palacios, como Tonet, una voz pequeña y con poco cuerpo, y no me convenció. Al igual que ocurre con el rol de Rosa, el de Tonet es también muy exigente, navegando continuamente por la zona del pasaje, y, precisamente, me dio la impresión de que el tenor no tiene bien resuelto el paso, ya que la voz perdía cobertura y mostraba ostensibles tiranteces, estridencias y nasalidades. Lo que no se le puede negar es su entrega y valentía, y sus esfuerzos por dotar a su canto de expresividad, aunque su gestualidad se limitase a doblar las rodillas y poner los brazos en gesto de acunar un bebé, dando la impresión de que estuviese todo el rato haciendo sus necesidades (mayores) en el campo.
Algo más me gustó la siempre eficiente Cristina Faus como Maria. Así como Sandra Ferrández como Teresa, con una voz rica, agradable timbre y buenas cualidades interpretativas; y Josep Miquel Ramon (Toni), aunque a estos últimos se les fue la afinación en más de una ocasión, llegando el cantante de Alboraya a gallear ostensiblemente al final del primer acto. Pienso que ni a Ferrández ni a Josep Miquel Ramón se les adecuaba el papel que afrontaron, como tampoco se ajustaba a un entregado Bonifaci Carrillo (Tío Estrop) un rol que precisaba de mayor envergadura vocal.
Más que correctas resultaron las breves intervenciones de los miembros del Cor de la Generalitat, Boro Giner (Marinero) y Yolanda Marín (Voz interior).
La dirección escénica fue responsabilidad de Antonio Díaz Zamora, con la escenografía de Manuel Zuriaga, el vestuario de Miguel Crespí y la iluminación de Carles Alfaro. La cosa no fue nada del otro mundo, pero creo que el balance es positivo.
El espacio escénico está dominado por lo que parece parte del esqueleto de un barco que, junto a paneles móviles de madera, delimitan los diferentes ambientes en los que se desarrolla la acción. Una pequeña superficie con agua en el proscenio y las videocreaciones de Miguel Bosch, hacían mayor énfasis en la omnipresencia del mar que marcará el destino de los protagonistas, pasándose de la calma inicial a la feroz marejada (maror) que cerrará la obra.
Visualmente la propuesta me convenció y creo que tanto las videoproyecciones como la iluminación funcionaron bien. Menos me gustó el apartado del movimiento de actores donde creo que no hubo muchas ideas, así como que se decidiese llenar el suelo del escenario de arena, que allí no se sabía si estaban en Pachá Ibiza o en Supervivientes. Además, los bailes coreografiados por Julia Grecos, que me parecieron muy pobres, de función de colegio mal ensayada, levantaron una considerable polvareda.
La sala presentaba el aspecto más desolador de toda la temporada, con muchísimos huecos en platea y los pisos altos prácticamente vacíos, y eso pese a que en los últimos días ha habido un reparto masivo de entradas, lo que conllevó la presencia de mucho niño demasiado pequeño en la sala y gente no habitual que se creía que estaba en la horchatería del barrio comentando la acción.
Los espectadores se mostraron muy fríos y al llegar el descanso los aplausos apenas alcanzaron el límite de la cortesía. Algo más se aplaudió al final, comenzando por un Bravo proveniente de una zona sospechosamente cercana a la que ocupaban los representantes de Culturarts. El elenco masculino fue más aplaudido que el femenino, siendo también valorada positivamente la dirección de escena. Únicamente se escuchó algún abucheo acompañando la salida de Galduf.
Espero que algunos y algunas de los que ocupaban los palcos oficiales hayan comenzado a reflexionar porque, según ha anunciado también la Consellera Catalá, esto sólo es el principio y su intención es que todos los años se represente, al menos, una ópera de un autor valenciano. A mí todos los cupos impuestos de entrada me originan rechazo y este también, pero procuraré explicarme. No me parece mal que se utilicen los múltiples espacios del Palau de les Arts para que las composiciones de músicos locales se den a conocer, igual que me parecería deseable que pudiera tener más presencia la zarzuela o la ópera contemporánea, pero no dentro de la temporada de abono, sino, por ejemplo, como se va a hacer próximamente en el Festival del Mediterrani con el estreno de dos óperas de Ramón Sampedro y Mario Castelnuovo-Tedesco.
Es positivo que se conozcan y representen las creaciones de músicos locales, pero, no nos engañemos, la denominación de origen Valencia no va a hacer mejores las obras que no lo sean ni va a atraer nuevo público a la ópera, pudiendo alejar definitivamente de Les Arts al hoy abonado.
No tiene ningún sentido que la crisis económica haya llevado a tener que acudir a una programación de gran repertorio, popular, que garantice el éxito de taquilla, y ahora queramos trufarla con un cupo valenciano que, como se demostró ayer con Maror, tiene garantizado el fracaso económico. Para eso intercalemos en la programación títulos minoritarios pero que sí suscitan el interés de muchos aficionados, que pueden incluso viajar hasta aquí para ver óperas como Pelléas et Melisande, Le Grand Macabre, La ciudad muerta o Lulú, no para ver Maror.
Es evidente que Helga Schmidt todo esto lo tiene muy claro. Ella sabe que el éxito del proyecto pasa, fundamentalmente, por ofrecer calidad y el poco presupuesto que haya debería ir destinado a eso. Lo que no es de recibo es que desde la Generalitat se le recorte el presupuesto y encima se quiera llevar el teatro a programaciones suicidas reflejo de un concepto de la cultura localista y más caduco que verse Dirty Dancing en un video Betamax con los calentadores puestos.
video de Palau de les Arts Reina Sofía
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