El pasado sábado se estrenó en el Palau de les Arts la ópera “Yevgueni Oneguin” de Tchaikovsky. Resultó llamativo de entrada el gran número de huecos visibles en la sala. Es verdad que en el reparto no había nombres famosos, que la gélida noche no invitaba a salir, que los precios de las entradas no menguan ni con el frío y que entre los asistentes estaba Rappel con su abrigo leopardino y sus gafas del revés, que eso asusta a cualquiera, pero me parece muy preocupante la poca capacidad de convocatoria de una ópera realmente preciosa.
Como no hay estreno valenciano que se precie sin que doña Helga nos brinde alguna sorpresa, en esta ocasión, tres días antes del mismo, como siempre sin previo anuncio ni posterior explicación, se sustituyó en la web de Les Arts el nombre de la Tatiana prevista, Amanda Echalaz, por el de Irina Mataeva, que se añadía así al cambio ya anunciado hace más tiempo de Anita Rachvelishvili como Olga, por Olga Belkina. No sé cómo lo hubieran hecho las cantantes ausentes, pero las sustitutas, siendo benévolo, diré que no destacaron precisamente.
Helga sigue con su política de Juan Palomo y los nombres de los artistas aparecen y desaparecen de la programación sin que los ignorantes que le pagamos el sueldo merezcamos ni una miserable nota explicativa.
La producción que se ha traído procede de la Ópera Nacional de Polonia y cuenta con dirección escénica de Mariusz Trelinski, de quien ya pudimos ver la pasada temporada su propuesta para “Madama Butterfly”. Como en aquella ocasión, la versión ahora presentada de “Yevgueni Oneguin” se caracteriza por su minimalismo escenográfico y está cargada de simbolismos, jugando un papel determinante la efectista iluminación de Felice Ross. En conjunto he de decir que el resultado me pareció positivo, aunque muy irregular, alternándose momentos muy inspirados con otros claramente fallidos, yendo en picado de más a menos.
Trelinski ha optado por incluir un personaje en escena no previsto en el libreto: Un mimo (ya sabéis cuánto me gustan los mimos) pintado de blanco que se pasea por la escena simbolizando un Oneguin anciano o un espíritu de éste. Al comienzo la cosa tiene su gracia y dota de gran poderío visual a algunas escenas, como la estocada simbólica que da a Tatiana condenándola desde el primer encuentro a su desgraciado amor, pero al cabo de un rato, como les suele pasar siempre a los mimos, acaba cargando al más pintado y lo único que consigue es entorpecer el seguimiento del drama.
Tampoco me gustó la pasarela Cibeles que se colocó rodeando el foso y que puntualmente usaban los cantantes para trasladar allí la acción, con esta manía de los directores de escena actuales de saltar "la cuarta pared” en cuanto pueden. Y encontré especialmente desafortunado que el momento final de la ópera tuviese lugar allí, con los cantantes delante de la orquesta, viéndose deslucido gratuitamente tanto el resultado musical como el impacto dramático de este fragmento esencial.
Por el contrario, me pareció acertado y muy inteligente el planteamiento escénico del primer acto (sensacional ese bosque) y de la escena del duelo del segundo, dotados de gran sencillez, con un alto valor estético y potenciando la carga dramática. Pero junto a esto, lamentablemente, el feísmo se apodera del comienzo del acto II, llegando a su punto culminante con la aparición del personaje de Triquet ridículamente caracterizado a modo de Electroduende con levita rosa, que por si fuera poco se ve acompañado en sus couplets por unos Cupidos con Dodotis y un hada que sale de un bulbo gigante que, como bien me señaló la amiga Mi, recordaba a una falla de sexta C.
La Polonesa que abre el acto III no tuvo mejor resolución, viéndose sustituida por un extravagante desfile de zombies sincopados en una sala con pinta de anuncio de Porcelanosa o discoteca viejuna de los 70, y la aparición de Tatiana con aspecto de femme fatale tampoco ayudó a dar coherencia a aquello.
A pesar de todo, como decía, creo que el resultado global general no es negativo y los aspectos criticados no llegaron a molestarme tanto como para considerar la propuesta de Trelinski rechazable, aunque sí fallida, ya que no culminó con éxito lo que tan bien empezó.
En lo musical, existía gran interés por ver como Omer Wellber afrontaba su segunda cita en el foso de Les Arts al frente de la Orquestra de la Comunitat Valenciana, tras el exitoso debut en “Aida”. A mi juicio, Wellber ha dejado claro que nos encontramos ante un buen director que además tiene el privilegio de contar con una excelente plantilla de músicos a su cargo y los resultados obtenidos hasta ahora son muy positivos y esperanzadores de cara a su futuro como director musical de la casa. Pero también tiene algunas cosas que mejorar, producto posiblemente de su juventud y del necesario periodo de rodaje y acople con la Orquesta.
Wellber esbozó una lectura apasionada, pulcra y detallista de la obra, consiguiendo mantener en todo instante la tensión dramática, y con algunos momentos de enorme intensidad, como en la fantástica introducción de las cuerdas al aria de Lensky, y exhibió una notable inteligencia concertante. En su debe ha de consignarse un volumen que, unido a unas voces no precisamente poderosas, tapó de manera inclemente en varias ocasiones a los cantantes, especialmente a Mataeva, con una escena final donde el desmadre decibélico fue exagerado, afeando el resultado. También se apreciaron algunos desequilibrios entre secciones, sobre todo en la Polonesa, aunque esto puede ser considerado normal en una función de estreno y es de prever que pueda irse ajustando en futuras representaciones.
Fuera de esto el rendimiento de la Orquesta fue espléndido, destacando la calidez y densidad de la cuerda y la precisión de los metales.
El Cor de la Generalitat volvió a hacer gala de su enorme calidad y, aunque también se apreció algún desajuste puntual con el foso, ofreció un rendimiento incuestionable, a pesar de tener que hacer frente a alguna coreografía mamarracha cum laude. Se ha suprimido en esta ocasión incomprensiblemente el Coro de Campesinos del principio del acto I, no sé si a instancias del director escénico o del musical.
Entre los solistas destacó claramente el Lensky de Dmitri Korchak. El tenor ruso no tiene una voz que me resulte especialmente bonita, sin embargo mostró una musicalidad excepcional, un legato impecable y un fraseo bellísimo, muy rico en matices, logrando alcanzar con su “Kuda, Kuda” el momento más emocionante de la noche con diferencia.
Artur Ruciński fue un Oneguin bastante correcto. Me gustó más que en su reciente papel de Lescaut en “Manon”. Presentó una agradable voz baritonal que proyectó con firmeza y suficiente volumen para hacer frente a las embestidas orquestales. Se le echó en falta un mayor poderío en el último acto y más implicación en el plano actoral.
La Tatiana sorpresa de Helga, Irina Mataeva, fue la gran decepción de la noche. No porque lo hiciese especialmente mal, pero es que un Oneguin sin una Tatiana que emocione, no es lo mismo. Esta soprano rusa, procedente del Mariinsky, no presentó deficiencias escandalosas, pero su canto es demasiado plano. Su voz lírica se movía cómoda en la zona central, con mayores apuros en cotas más comprometidas, con un volumen demasiado justito y sobre todo con unas limitaciones expresivas que son incompatibles con este personaje que precisa emocionar para ser creíble.
El bajo Günther Groissböck, como Gremin, destacó por su intencionado fraseo y contundentes graves en su preciosa aria. Bastante floja sin embargo estuvo Lena Belkina como Olga.
Helene Schneiderman fue una buena Lárina y mejor aún Margarita Nekrasova como Filíppievna, alcanzando profundidades muy notables con sus graves.
Emilio Sánchez, como Triquet, en su línea habitual. Mejor en el apartado actoral que en el vocal, aunque bastante hizo el hombre con no salir llorando del escenario tras ver la sonrojante pinta que se le había adjudicado.
El público asistente, salvo la señora del bolso con velcro que salió de la sala a la carrera (posiblemente para evitar su linchamiento), aplaudió a todos sin excepción, incluyendo a Trelinski que acudió al estreno, aunque los mayores bravos tuvieron por destinatarios a Korchak, Wellber y la Orquesta.
A pesar de los reparos que he hecho, la sensación con la que salí del teatro fue muy positiva, habiendo disfrutado de una estupenda noche de ópera, que tuvo su perfecto colofón en una cena con entrañables amigos que nos hizo olvidar el frío exterior y hasta el espantoso abrigo de Rappel.
Aunque Helga no se merezca que le hagamos publicidad gratis después de lo mal que trata al aficionado, como en el fondo soy muy bueno (y sobre todo, como sé que no me va a poder pagar ni con petromortadelos), desde aquí quiero animar a quien esté dudando si asiste o no a ver este “Yevgueni Oneguin”, o a quien tenga reticencias basadas en el desconocimiento de la obra o en que le imponga el hecho de enfrentarse a una “ópera rusa”, que acuda, que a buen seguro no saldrá defraudado. Tchaikovsky nunca falla.
Como no hay estreno valenciano que se precie sin que doña Helga nos brinde alguna sorpresa, en esta ocasión, tres días antes del mismo, como siempre sin previo anuncio ni posterior explicación, se sustituyó en la web de Les Arts el nombre de la Tatiana prevista, Amanda Echalaz, por el de Irina Mataeva, que se añadía así al cambio ya anunciado hace más tiempo de Anita Rachvelishvili como Olga, por Olga Belkina. No sé cómo lo hubieran hecho las cantantes ausentes, pero las sustitutas, siendo benévolo, diré que no destacaron precisamente.
Helga sigue con su política de Juan Palomo y los nombres de los artistas aparecen y desaparecen de la programación sin que los ignorantes que le pagamos el sueldo merezcamos ni una miserable nota explicativa.
La producción que se ha traído procede de la Ópera Nacional de Polonia y cuenta con dirección escénica de Mariusz Trelinski, de quien ya pudimos ver la pasada temporada su propuesta para “Madama Butterfly”. Como en aquella ocasión, la versión ahora presentada de “Yevgueni Oneguin” se caracteriza por su minimalismo escenográfico y está cargada de simbolismos, jugando un papel determinante la efectista iluminación de Felice Ross. En conjunto he de decir que el resultado me pareció positivo, aunque muy irregular, alternándose momentos muy inspirados con otros claramente fallidos, yendo en picado de más a menos.
Trelinski ha optado por incluir un personaje en escena no previsto en el libreto: Un mimo (ya sabéis cuánto me gustan los mimos) pintado de blanco que se pasea por la escena simbolizando un Oneguin anciano o un espíritu de éste. Al comienzo la cosa tiene su gracia y dota de gran poderío visual a algunas escenas, como la estocada simbólica que da a Tatiana condenándola desde el primer encuentro a su desgraciado amor, pero al cabo de un rato, como les suele pasar siempre a los mimos, acaba cargando al más pintado y lo único que consigue es entorpecer el seguimiento del drama.
Tampoco me gustó la pasarela Cibeles que se colocó rodeando el foso y que puntualmente usaban los cantantes para trasladar allí la acción, con esta manía de los directores de escena actuales de saltar "la cuarta pared” en cuanto pueden. Y encontré especialmente desafortunado que el momento final de la ópera tuviese lugar allí, con los cantantes delante de la orquesta, viéndose deslucido gratuitamente tanto el resultado musical como el impacto dramático de este fragmento esencial.
Por el contrario, me pareció acertado y muy inteligente el planteamiento escénico del primer acto (sensacional ese bosque) y de la escena del duelo del segundo, dotados de gran sencillez, con un alto valor estético y potenciando la carga dramática. Pero junto a esto, lamentablemente, el feísmo se apodera del comienzo del acto II, llegando a su punto culminante con la aparición del personaje de Triquet ridículamente caracterizado a modo de Electroduende con levita rosa, que por si fuera poco se ve acompañado en sus couplets por unos Cupidos con Dodotis y un hada que sale de un bulbo gigante que, como bien me señaló la amiga Mi, recordaba a una falla de sexta C.
La Polonesa que abre el acto III no tuvo mejor resolución, viéndose sustituida por un extravagante desfile de zombies sincopados en una sala con pinta de anuncio de Porcelanosa o discoteca viejuna de los 70, y la aparición de Tatiana con aspecto de femme fatale tampoco ayudó a dar coherencia a aquello.
A pesar de todo, como decía, creo que el resultado global general no es negativo y los aspectos criticados no llegaron a molestarme tanto como para considerar la propuesta de Trelinski rechazable, aunque sí fallida, ya que no culminó con éxito lo que tan bien empezó.
En lo musical, existía gran interés por ver como Omer Wellber afrontaba su segunda cita en el foso de Les Arts al frente de la Orquestra de la Comunitat Valenciana, tras el exitoso debut en “Aida”. A mi juicio, Wellber ha dejado claro que nos encontramos ante un buen director que además tiene el privilegio de contar con una excelente plantilla de músicos a su cargo y los resultados obtenidos hasta ahora son muy positivos y esperanzadores de cara a su futuro como director musical de la casa. Pero también tiene algunas cosas que mejorar, producto posiblemente de su juventud y del necesario periodo de rodaje y acople con la Orquesta.
Wellber esbozó una lectura apasionada, pulcra y detallista de la obra, consiguiendo mantener en todo instante la tensión dramática, y con algunos momentos de enorme intensidad, como en la fantástica introducción de las cuerdas al aria de Lensky, y exhibió una notable inteligencia concertante. En su debe ha de consignarse un volumen que, unido a unas voces no precisamente poderosas, tapó de manera inclemente en varias ocasiones a los cantantes, especialmente a Mataeva, con una escena final donde el desmadre decibélico fue exagerado, afeando el resultado. También se apreciaron algunos desequilibrios entre secciones, sobre todo en la Polonesa, aunque esto puede ser considerado normal en una función de estreno y es de prever que pueda irse ajustando en futuras representaciones.
Fuera de esto el rendimiento de la Orquesta fue espléndido, destacando la calidez y densidad de la cuerda y la precisión de los metales.
El Cor de la Generalitat volvió a hacer gala de su enorme calidad y, aunque también se apreció algún desajuste puntual con el foso, ofreció un rendimiento incuestionable, a pesar de tener que hacer frente a alguna coreografía mamarracha cum laude. Se ha suprimido en esta ocasión incomprensiblemente el Coro de Campesinos del principio del acto I, no sé si a instancias del director escénico o del musical.
Entre los solistas destacó claramente el Lensky de Dmitri Korchak. El tenor ruso no tiene una voz que me resulte especialmente bonita, sin embargo mostró una musicalidad excepcional, un legato impecable y un fraseo bellísimo, muy rico en matices, logrando alcanzar con su “Kuda, Kuda” el momento más emocionante de la noche con diferencia.
Artur Ruciński fue un Oneguin bastante correcto. Me gustó más que en su reciente papel de Lescaut en “Manon”. Presentó una agradable voz baritonal que proyectó con firmeza y suficiente volumen para hacer frente a las embestidas orquestales. Se le echó en falta un mayor poderío en el último acto y más implicación en el plano actoral.
La Tatiana sorpresa de Helga, Irina Mataeva, fue la gran decepción de la noche. No porque lo hiciese especialmente mal, pero es que un Oneguin sin una Tatiana que emocione, no es lo mismo. Esta soprano rusa, procedente del Mariinsky, no presentó deficiencias escandalosas, pero su canto es demasiado plano. Su voz lírica se movía cómoda en la zona central, con mayores apuros en cotas más comprometidas, con un volumen demasiado justito y sobre todo con unas limitaciones expresivas que son incompatibles con este personaje que precisa emocionar para ser creíble.
El bajo Günther Groissböck, como Gremin, destacó por su intencionado fraseo y contundentes graves en su preciosa aria. Bastante floja sin embargo estuvo Lena Belkina como Olga.
Helene Schneiderman fue una buena Lárina y mejor aún Margarita Nekrasova como Filíppievna, alcanzando profundidades muy notables con sus graves.
Emilio Sánchez, como Triquet, en su línea habitual. Mejor en el apartado actoral que en el vocal, aunque bastante hizo el hombre con no salir llorando del escenario tras ver la sonrojante pinta que se le había adjudicado.
El público asistente, salvo la señora del bolso con velcro que salió de la sala a la carrera (posiblemente para evitar su linchamiento), aplaudió a todos sin excepción, incluyendo a Trelinski que acudió al estreno, aunque los mayores bravos tuvieron por destinatarios a Korchak, Wellber y la Orquesta.
A pesar de los reparos que he hecho, la sensación con la que salí del teatro fue muy positiva, habiendo disfrutado de una estupenda noche de ópera, que tuvo su perfecto colofón en una cena con entrañables amigos que nos hizo olvidar el frío exterior y hasta el espantoso abrigo de Rappel.
Aunque Helga no se merezca que le hagamos publicidad gratis después de lo mal que trata al aficionado, como en el fondo soy muy bueno (y sobre todo, como sé que no me va a poder pagar ni con petromortadelos), desde aquí quiero animar a quien esté dudando si asiste o no a ver este “Yevgueni Oneguin”, o a quien tenga reticencias basadas en el desconocimiento de la obra o en que le imponga el hecho de enfrentarse a una “ópera rusa”, que acuda, que a buen seguro no saldrá defraudado. Tchaikovsky nunca falla.