Hoy ha sido triste noticia el fallecimiento del crítico y director de cine Jean-Marie Maurice Schérer, conocido artísticamente como Eric Rohmer.
La obra de Rohmer ha sido compañera habitual de mis sesiones de la filmoteca durante muchos años y contribuyó de forma esencial a consolidar y enriquecer mi espíritu cinéfilo. Siempre era un gozoso acontecimiento el estreno de una nueva película del director francés, y constituía un revulsivo acudir al cine a contemplar su personal forma de contar historias.
La naturalidad y el realismo son características fundamentales de su producción. Pese a provenir del grupo de críticos y realizadores que constituyen el germen de la célebre Nouvelle Vague, Rohmer se aleja claramente de los planteamientos de otros colegas suyos más interesados por la experimentación narrativa (Godard, Resnais) y en su obra se aprecia un exquisito gusto por la sencillez. Así, por ejemplo, nunca incluye “flashbacks”, ni juega con la filmación de distintos escenarios espacio-temporales entrecruzados, porque Rohmer decía que “la imagen cinematográfica debe estar siempre en presente y no se puede confundir una imagen real con una imagen virtual que sólo existe en la mente. No se pueden confundir imaginación y percepción. La imagen del cine es el presente, porque la cámara no puede examinar los detalles que uno no ve. El pasado no se puede ver y, para mí, tampoco se puede filmar”. Tanto era su empeño en huir de lo artificioso, que era habitual que filmase en escenarios naturales, sujetando a veces el programa de rodaje a las previsiones meteorológicas para evitar el uso de lluvia artificial.
Sus películas están repletas de largos y complejos diálogos, dejando que sea la palabra y los pequeños gestos, y no la acción que permite el montaje, los que nos hagan vislumbrar y desarrollen la personalidad y el devenir de los protagonistas. Unos largos planos-secuencia con mínimos movimientos de cámara, con tintes en muchas ocasiones de cine documental, dejan al espectador analizar la situación por sí mismo, como si formase parte de la propia trama, sin teledirigirlo ni condicionar su percepción, dejándole compartir las experiencias de esos personajes sin posicionarse, sino tan sólo haciéndole ver la grandeza y complejidad del ser humano. Como él mismo decía, su cine “trata más sobre pensamientos que sobre acciones y se centra menos en lo que la gente hace que en lo que sucede en sus mentes”. En ocasiones, incluso, existe una contradicción entre lo que los personajes dicen y cómo actúan, y es la cámara la que nos muestra, a modo de mirada interior, lo que realmente sienten, obligando al espectador a asumir un papel activo y realizar su propio análisis de los sentimientos y las conductas.
Las historias, escritas o adaptadas siempre por él, son también tan sencillas y complejas a la vez como la propia vida, describiendo con maestría, a partir de pequeñas anécdotas intrascendentes en apariencia, una realidad mucho más profunda, donde se dan cita los sentimientos, inquietudes, ilusiones y miedos básicos de toda persona, haciendo casi imposible no sentirse reflejado en algún momento con las situaciones descritas. Su obra no pretende dar interpretaciones trascendentales ni sentar doctrina, sino tan sólo esbozar y pasar a imágenes las preguntas que todos nos hacemos, aunque no tengan respuesta.
En 50 largos años de carrera dirigió veinticinco largometrajes, empezando su trabajo a adquirir cierta relevancia con “La Coleccionista”, película de 1967 que obtuvo el premio especial del jurado en el Festival de Berlín. Después vendrían dos obras geniales que se enmarcan dentro de la serie denominada “Seis cuentos morales”, y que marcarían ya el rumbo de sus posteriores filmes: “Mi noche con Maud”, su primer gran éxito, nominada al Oscar a la mejor película de habla no inglesa en 1970, y “La rodilla de Clara”. Su serie "Comedias y Proverbios", rodada durante los años 80, incluye seis películas con títulos tan imprescindibles como “La mujer del aviador”, “La buena boda”, “Pauline en la playa” o “El rayo verde”. En los años 90 filmaría la serie de cuatro maravillosas películas agrupadas bajo el título de “Cuentos de las cuatro estaciones”, y una pequeña joya como es “Les rendez-vous de Paris”. El último de sus trabajos fue “Les Amours d’Astrée et Céladon”, que filmó en 2007 a los 87 años de edad.
En su obra se aprecia la influencia de directores como Jean Renoir o Roberto Rossellini, y, a su vez, sus películas han influido claramente a numerosos cineastas: desde Woody Allen, hasta directores españoles como Fernando Trueba o Fernando Colomo, o, más recientemente, a gente como Richard Linklater cuyas “Antes del amanecer” y “Antes del atardecer” son claras deudoras del maestro francés.
Fue siempre fiel a sus colaboradores, entre quienes podemos destacar a la actriz Marie Rivière, una habitual de sus films, o al sensacional director de fotografía barcelonés Néstor Almendros, quien colaboró con Rohmer en todas las películas dirigidas por éste entre 1966 y 1976, aportando esa chispa de genialidad plástica que siempre conseguía, convirtiendo en pura magia el inteligente uso de la luz natural.
Pero si a algo fue fiel Rohmer, es sin duda a su personal modo de entender el cine y contar historias, un estilo al que ha dado nombre (cine “rohmeriano”), donde nos mostraba con sencillez y profundidad la realidad humana. Como él decía: “únicamente el cine puede dar la visión de la realidad tal y como es, el ojo no lo consigue”.
La obra de Rohmer ha sido compañera habitual de mis sesiones de la filmoteca durante muchos años y contribuyó de forma esencial a consolidar y enriquecer mi espíritu cinéfilo. Siempre era un gozoso acontecimiento el estreno de una nueva película del director francés, y constituía un revulsivo acudir al cine a contemplar su personal forma de contar historias.
La naturalidad y el realismo son características fundamentales de su producción. Pese a provenir del grupo de críticos y realizadores que constituyen el germen de la célebre Nouvelle Vague, Rohmer se aleja claramente de los planteamientos de otros colegas suyos más interesados por la experimentación narrativa (Godard, Resnais) y en su obra se aprecia un exquisito gusto por la sencillez. Así, por ejemplo, nunca incluye “flashbacks”, ni juega con la filmación de distintos escenarios espacio-temporales entrecruzados, porque Rohmer decía que “la imagen cinematográfica debe estar siempre en presente y no se puede confundir una imagen real con una imagen virtual que sólo existe en la mente. No se pueden confundir imaginación y percepción. La imagen del cine es el presente, porque la cámara no puede examinar los detalles que uno no ve. El pasado no se puede ver y, para mí, tampoco se puede filmar”. Tanto era su empeño en huir de lo artificioso, que era habitual que filmase en escenarios naturales, sujetando a veces el programa de rodaje a las previsiones meteorológicas para evitar el uso de lluvia artificial.
Sus películas están repletas de largos y complejos diálogos, dejando que sea la palabra y los pequeños gestos, y no la acción que permite el montaje, los que nos hagan vislumbrar y desarrollen la personalidad y el devenir de los protagonistas. Unos largos planos-secuencia con mínimos movimientos de cámara, con tintes en muchas ocasiones de cine documental, dejan al espectador analizar la situación por sí mismo, como si formase parte de la propia trama, sin teledirigirlo ni condicionar su percepción, dejándole compartir las experiencias de esos personajes sin posicionarse, sino tan sólo haciéndole ver la grandeza y complejidad del ser humano. Como él mismo decía, su cine “trata más sobre pensamientos que sobre acciones y se centra menos en lo que la gente hace que en lo que sucede en sus mentes”. En ocasiones, incluso, existe una contradicción entre lo que los personajes dicen y cómo actúan, y es la cámara la que nos muestra, a modo de mirada interior, lo que realmente sienten, obligando al espectador a asumir un papel activo y realizar su propio análisis de los sentimientos y las conductas.
Las historias, escritas o adaptadas siempre por él, son también tan sencillas y complejas a la vez como la propia vida, describiendo con maestría, a partir de pequeñas anécdotas intrascendentes en apariencia, una realidad mucho más profunda, donde se dan cita los sentimientos, inquietudes, ilusiones y miedos básicos de toda persona, haciendo casi imposible no sentirse reflejado en algún momento con las situaciones descritas. Su obra no pretende dar interpretaciones trascendentales ni sentar doctrina, sino tan sólo esbozar y pasar a imágenes las preguntas que todos nos hacemos, aunque no tengan respuesta.
En 50 largos años de carrera dirigió veinticinco largometrajes, empezando su trabajo a adquirir cierta relevancia con “La Coleccionista”, película de 1967 que obtuvo el premio especial del jurado en el Festival de Berlín. Después vendrían dos obras geniales que se enmarcan dentro de la serie denominada “Seis cuentos morales”, y que marcarían ya el rumbo de sus posteriores filmes: “Mi noche con Maud”, su primer gran éxito, nominada al Oscar a la mejor película de habla no inglesa en 1970, y “La rodilla de Clara”. Su serie "Comedias y Proverbios", rodada durante los años 80, incluye seis películas con títulos tan imprescindibles como “La mujer del aviador”, “La buena boda”, “Pauline en la playa” o “El rayo verde”. En los años 90 filmaría la serie de cuatro maravillosas películas agrupadas bajo el título de “Cuentos de las cuatro estaciones”, y una pequeña joya como es “Les rendez-vous de Paris”. El último de sus trabajos fue “Les Amours d’Astrée et Céladon”, que filmó en 2007 a los 87 años de edad.
En su obra se aprecia la influencia de directores como Jean Renoir o Roberto Rossellini, y, a su vez, sus películas han influido claramente a numerosos cineastas: desde Woody Allen, hasta directores españoles como Fernando Trueba o Fernando Colomo, o, más recientemente, a gente como Richard Linklater cuyas “Antes del amanecer” y “Antes del atardecer” son claras deudoras del maestro francés.
Fue siempre fiel a sus colaboradores, entre quienes podemos destacar a la actriz Marie Rivière, una habitual de sus films, o al sensacional director de fotografía barcelonés Néstor Almendros, quien colaboró con Rohmer en todas las películas dirigidas por éste entre 1966 y 1976, aportando esa chispa de genialidad plástica que siempre conseguía, convirtiendo en pura magia el inteligente uso de la luz natural.
Pero si a algo fue fiel Rohmer, es sin duda a su personal modo de entender el cine y contar historias, un estilo al que ha dado nombre (cine “rohmeriano”), donde nos mostraba con sencillez y profundidad la realidad humana. Como él decía: “únicamente el cine puede dar la visión de la realidad tal y como es, el ojo no lo consigue”.
Atticus,
ResponderEliminarAcabo de salir del estupendo blog de "pfp" Pequeño Formato en el que se habla también de Rohmer. No me apetece repetir lo escrito y ademàs poco tengo que decir ante este post tan completo y sentido que dedicas al excelente director francés.
Es cierto que en él está la semilla de Woody Allen y así lo he dicho.Nada, que me gustaba mucho, que tenía la virtud de transformar en sencillo lo complicado acercándose mucho a la vida misma con sus tiempos muertos y sus diálogos banales que mostraban los afilados matices que guarda el día a día.
Chapeau!
A partir de este ilustrado homenaje, lo conozco un poco más y mejor, siempre me pereció especial, aunque a veces no llegué a entenderlo.
ResponderEliminarAbrazos
Gracias por este post tan magnífico. Es un auténtico homenaje. Su obra queda y la podemos seguir disfrutando.
ResponderEliminarEstoy convencido, Glòria, de que tendrías todavía mucho más y mejor que decir de Rohmer que yo.
ResponderEliminarEsos diálogos "banales" de Rohmer me han parecido siempre maravillosos. Nos mostraba la realidad tal cual es, pero consiguiendo que viésemos mucho más allá de lo que se decía, con pequeños gestos de los actores y con unos guiones que parecían improvisaciones a veces aunque distaban mucho de serlo. Eran guiones sabiamente construidos que, a través de situaciones cotidianas, conseguían reflejar a lo largo del metraje unos retratos humanos impecables.
Yo siempre he considerado a Rohmer muy singular, Alfredo. Reconozco que hay mucha gente que le ecasilla directamente en el grupo "culturilla peñazo", pero sinceramente creo que además de tener mucho valor su obra se puede disfrutar mucho con ella.
Pues sí, María Teresa, aunque siempre es una lástima que nos dejen personas tan inteligentemente creativas, al menos podemos consolarnos con lo mucho y bueno que nos legó.
Atticus,
ResponderEliminarGracias por el halago. Iba a hacerle un post a Rohmer pero ya lo jabéis dicho todo y muy bien Joaquín A en "Pequeño Formato" y más tarde, tu mismo. Para mi los diálogos banales de Rohmer son una de las muestras de su talento y celebro, sin sorprenderme, de que pìenses igual.
Esta claro que todos queríamos a Éric.
Con afecto.